Por ALEJANDRO ARRAS

En La montaña mágica (1924) de Thomas Mann los pacientes del lujoso Sanatorio Internacional Berghof bajan al pueblo suizo de Davos, asisten al anual carnaval, recogen a sus huéspedes en la estación de tren y conviven entre todos sin saber que la tuberculosis se contagia de una persona a otra por medio del aire, al toser, estornudar o hablar. Llama la atención esto a primera a vista, así como también la experiencia del mundo previo a los antibióticos.

Hans Castorp, héroe de la novela, se construye con base en las experiencias que recibe. Es un ingeniero naval que se sensibiliza, un iluminado de curiosidad, que se aleja de los asuntos petrificados de la ingeniería y descubre la alegría del simple soplo del viento. Le basta con el sol y las estrellas para enloquecer de emoción. Su proximidad con las muertes le abre ventanas y nuevas preguntas. Los duelos de su alrededor producen graves modificaciones, sufrimientos que siempre son aprendizajes. Y entre todas las situaciones y personajes de la novela está el tiempo… las preguntas entorno al tiempo que al sobre pensarlo nos aligera; otorga al lector una sensación de vértigo luego de mirar con atención el mismo objeto por largas horas.

Bien anotó el recién fallecido crítico Juan José Reyes, en uno de sus últimos ensayos titulado Días de confinamiento: Thomas Mann y el sentimiento del tiempo (1), reflexionando a propósito de la misma obra: “Cuanto más rico e interesante es el contenido de un momento, un lapso, un período, más se abrevian las horas y los días a la vez que le da al tiempo ‘amplitud, peso y solidez’. El paso del tiempo es de este modo mucho más lento cuando los años, de acuerdo con un acertado Thomas Mann, están ricamente nutridos de acontecimientos, y a la inversa: en los años pobres, vacíos y ligeros ‘el viento barre’ y aquellos años se van volando”.

Es curioso que al inicio Castorp se hospeda en el cuarto número 34, lugar en el que dos días antes alguien murió, pero “después de eso han hecho, naturalmente, una seria f­umigación con formol”, explica Joachim al entrar a la habitación. ¿Qué opinión pueden tener los médicos sobre la gran obra de Thomas Mann? ¿Y qué opinión tendrán en cien años respecto a las estrategias actuales de combate contra el contagio de covid-19?

En esta pandemia —año de 2021—, cuando no hay certeza y abunda la incertidumbre, las horas se vuelven voluminosas, se parecen entre sí. Pasan demasiado rápido, son como un presente que se desplaza. La novela de Mann brilla por sus presentes cargados de detalles. Y al voltear nos sorprende la velocidad con la que pasaron los días, las páginas. Hay algo de sueño en la experiencia de leer La montaña mágica, de esa nula mirada sinóptica de la experiencia onírica, en donde lo más importante es el instante, los presentes ya referidos (2). Continúo citando al crítico Juan José Reyes: “El confinamiento entrega a quienes lo sufren la visión más nítida y a la vez más densa de aquella presencia. Como nunca antes, como en ningún otro momento o en cualquier otra circunstancia, el tiempo toma vuelo y cuerpo, se mete en la entraña frágil —a fin de cuentas, irremisiblemente enferma— de quien lo vive y lo siente, con suave y firme intensidad, con dura serenidad o con zozobra apenas encubierta ante sus propios ojos y los de otros. De esta manera, Thomas Mann, a veces, toma la palabra”.

La montaña mágica es un Bildungsroman sobre el mundo entre Otto Von Bismark y la Primera Guerra Mundial. Es una novela sobre la enfermedad, el tiempo, la muerte, la universalidad de la existencia. Recuerdo que en alguna ocasión de mi niñez arranqué un pedacito de pasto de un jardín, le di vueltas a la hojita, la observé con suma atención por largos minutos, luego soplé, cayó al suelo, y me asombró la cantidad de hojitas de pasto que podía recortar de nuevo y ver con el mismo esmero. La montaña mágica contiene dosis de estas experiencias definitivas, aparentemente tan simples. Thomas Mann piensa el tiempo, lo desmenuza, lo convierte en una fabulosa experiencia del lenguaje. Nos entretiene con sus magníficos personajes —Settembrini, Naptha, Madame Chauchat, el doctor Behrens, etc.— y nosotros escuchamos recostados al lado de ellos, en un chaise longue del sanatorio de Berghof, en esa posición horizontal, admirando el paisaje desde la terraza, con las montañas tapizadas de nieve.

Son magníficas muchísimas páginas: Peeperkorn es Sileno, el padre adoptivo de Dionisio, gran bebedor, tipo de titán, que es llevado de los brazos por Castrop y Chauchat al igual que en el cuadro de Rubens, Sileno borracho. Qué enorme momento aquel de Madame Zimmermann muriéndose de risa, sin poder detenerse, debido al desafortunado desarrollo de su enfermedad. La muerte de Joachim, la narración de su convalecencia y desenlace, sonriéndole a su querida Marusja, por primera y última vez. Qué maravilloso momento en el cual Hans Castorp oye música con el fonógrafo, El tilo de Schubert: símbolo del hogar, del sueño del eterno descanso. Y es que un sueño siempre es un trozo de tiempo, como aquel asombroso poema dictado por Holger, el espíritu convocado mediante la jovencita Ellen Brand, que parece no terminar nunca sino hasta que alguien se atreva a ponerle un punto final.


Referencias

  1. Ensayo originalmente publicado el 2 de agosto de 2020 en La Jornada Semanal, del periódico mexicano La Jornada.

2. Para más detalles sobre los sueños recomiendo el fabuloso libro de Hugo Hiriart, Sobre la naturaleza de los sueños, Ediciones Era (1995).


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