Denise Morales Cardozo | Cortesía de la autora

Por DENISE MORALES CARDOZO

I. El Perro Amarillo y yo

Un perro amarillo vive en mi casa. Y yo me adentro a jugar en su figura de fiera domesticada. Me interno en su universo de pelaje dorado. Ondeo en su cola y accedo a una vida más leve y sosegada.

Dentro del apartamento tiene lugar cada día un paisaje diferente, salvaje y hermoso cuando el perro amarillo imprime sus gestos y su olor almizclado a la fiera humana que recuerda.

Entonces, puede que yo trepe a su lomo o me sume a los finos radares de sus bigotes para descifrar un mundo que no conocen mis sentidos. Olfateo entre las intensas clorofilas de los pastos, me embebo de los tufos que otros canes van dejando durante sus reiterados mensajes entre aceras y parques.

Su color amarillo a veces se vuelve azul, acanelado, porque mi perro muda de tonos según mis palabras le tiñen con órdenes que le dejan jugar libre o confinarse bajo la mesa mientras realizo mis tareas de escribiente.

Cuando vamos al río, el perro se convierte en agua y si caminamos por los montes su lomo ondula al trote del viento, como espigas que cobran la forma de un perro.

Me gusta verlo caminar entre los estantes de los libros y los mosaicos de la sala, parece un mago, un señor librero que desvela a su paso todas las formas posibles de construir un relato. Sus trazos deliciosos, sensuales son signos para quien lo observa erguido sobre dos patas.

El perro amarillo se ha vuelto mi mejor amigo. Y mucho más amigo cuando se vuelve azul porque presiente el tono de las cosas que me están atravesando.  De su cuello peludo mis manos regresan más suaves y amables. En su blanda espalda se deslizan mis pensamientos como por aquellos toboganes que fueron abandonados en un lejano patio de mi infancia. Sus patas delanteras me ofrecen los gestos más amistosos que no recibo de nadie, y me llevan a jugar, a no quedarme leyendo sola tanto tiempo.  Sí, jugar a ser amigos. Ese es su juego favorito, el mismo que jugué tantas veces cuando mi hijo no había cumplido sus ocho años.

Entonces vuelvo a jugar, una y otra vez, dentro del gran dibujo que traza sobre la vida el perro amarillo.

II. Relato del perro

Ella me saca a pasear con algo de prisa cada mañana. Mi cola bate de contento como un banderín que orienta nuestros pasos hasta el parquecito donde me lleva a hacer pipí y a correr mientras ella se ejercita a pleno pulmón.

Responder a sus órdenes no es siempre fácil. Hay momentos en los que me resulta más sabio contradecirla para poder revolcarme entre los pastos húmedos y saborear las migajas de pastelitos que el vendedor ha dejado. Si vamos a la naturaleza me arrojo a escrutar todos los placeres que van apareciendo a mi paso. Olores, tufos, aromas. Nada es más poderoso que ese único mandamiento. Olvido que soy una fiera amaestrada y que debo regresar a mis modales dentro de un apartamento. Ladrar no es mi asunto predilecto, salvo cuando avisto otro de pelaje macho. Entonces corro con tal energía que me vuelvo inseparable del viento. Corro y conquisto el espacio en cada movimiento. Pero luego recuerdo su aroma, el de ella, y en ese momento su voz relumbra entre los ruidos de la calle. Algo poderoso tiene para intimarme y doblegar mi compulsión de seguir rastreando. Ella entonces me ordena volver a su lado, centrar mi visión en su figura olorosa que me saca a pasear, y me lleva a nadar, y que me interroga cada día sobre asuntos que apenas alcanzo a descifrar…

¿Me amas?

¿Qué propósito tienes para hoy? .

Tú sí que sabes mirar a los ojos, me dice. Tienes alma, ¿verdad? ¿Puedes sentir mi amor?

Pero otras veces, mientras se sienta a escribir, me pide alejarme, dice: no me persigas, busca hacer algo tú solo, si no dejas de lamerme te voy a llevar a la terraza.  A veces desaparece por largo tiempo, se va de viaje, y yo lamento ser un perro que no puede acompañarla como un amigo lo haría. Lamento que sea ella la única amiga que tengo.

Soy tan básico y falta de proyectos que quizás por eso la aburro, y, sin embargo, soy el mejor acompañante de esa bípeda-poética-excéntrica que me trajo a su casa hace más de dos años para embellecer su estancia en mi compañía, según dice.

Ella aspira con impaciencia que me comporte como un can obediente y, aunque amo custodiar sus pasos y responder a sus juegos, tampoco renuncio a mis fundamentales derechos: olisquear el humus de los montes, el delicioso orine de otros perros, revolcarme entre malezas y abrazarme a la vida con el don de mi instinto y de la fuerza que me hace amarla tanto, como al gozo de mi naturaleza.

Mérida, 2016.


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