Edificios en Bellas Artes
Edificios en Bellas Artes | EFE / Miguel Gutiérrez

Por ISAAC NAHÓN SERFATY 

  1. El destino de los pesimistas

El cartel decía: «No se acerque a este país. Es mejor que dé la vuelta y se vaya». El gran anuncio era negro. Las letras resaltaban en blanco. Lo volvió a leer. Pensó en retornar a donde había partido y cumplir el mandato del enorme letrero. ¿Sería en serio? ¿Era verdad todo lo que había escuchado? ¿Podría existir un lugar como este? ¿Era todo más bien una ingente broma? No había que dejarse llevar por las apariencias. Era mejor verlo de cerca. Venía buscando inspiración para su próxima obra.

Un funcionario vestido con un raro uniforme, que parecía más el de un preso que el de un policía o militar, le preguntó si había leído el aviso.

–Sí, lo leí –respondió.

–¿Y? –insistió el funcionario.

Se sintió un poco desorientado. Se quedó callado pensando qué debería decir. Le tomó unos segundos antes de reaccionar.

–Quiero visitar su país.

–¿Seguro? –volvió a preguntar el empleado con un gesto de aburrimiento e indiferencia, mientras le entregaba una planilla.

Le dio un vistazo a la forma de inmigración. Era extremadamente simple. Tenía que escribir su nombre, sus apellidos, su fecha de nacimiento, su país de origen y, como entraba por tierra, escribir el número de matrícula del vehículo que conducía. Al final, debía responder a la siguiente pregunta: ¿Está usted seguro de que quiere entrar en nuestro país? Tenía dos opciones: «Sí», «No». Debía marcar su respuesta y firmar el breve formulario.

–Entréguele la planilla rellena al funcionario en la taquilla. Tendrá que pagar el derecho de entrada. ¡En efectivo! Todavía tiene tiempo para arrepentirse… –le explicó el funcionario.

–Gracias –dijo.

Avanzó un poco. Vio por el retrovisor si había alguien detrás de sí. No había nadie. El funcionario seguía allí parado, mirándolo, como esperando que diera la vuelta y regresara a donde había venido. Sacó un bolígrafo, comenzó a rellenar la planilla:

Nombre y apellidos: Eleno Rivas Raván

Fecha de nacimiento: 10/10/1966

País de origen: _________________

Se detuvo a pensar un momento. ¿Qué querían decir por “país de origen”? ¿El de nacimiento? ¿Desde donde entraba? ¿En el que residía? ¿Del cual era ciudadano? Dejó ese campo sin rellenar. Pasó al siguiente y escribió el número de matrícula del vehículo que conducía: XLR 555.

¿Está usted seguro de que quiere entrar en nuestro país? Marcó el Sí con una equis.

Siguió hasta la taquilla. Bajó la ventanilla del vehículo. Le entregó la planilla al empleado público que estaba dentro (vestía el mismo uniforme de preso-soldado que el otro).

–Son 40 dólares –le dijo el agente.

Sacó dos billetes de veinte. Se los entregó al funcionario, que se los metió en el bolsillo de la camisa. Fijó la mirada en la planilla, haciendo que la leía.

–Está bien. ¡Pase! –le ordenó.

Aceleró un poco. Sintió algo de alivio, aunque le quedaba la duda de qué debía hacer escrito en la sección «País de origen». No había anotado nada; pero eso no perturbó al funcionario de la taquilla. Fue avanzando lentamente hasta que volvió a ver otro cartel:

Todavía puede dar la vuelta y salir de aquí. El impuesto de entrada no es reembolsable

Aceleró un poco más. Siguió de largo hacia su destino.

2. Turismo

No sonaba muy lógico, pero ¿quién podría esperar lógica de un sitio en el que no había ninguna? Eleno llegó al Ministerio de Turismo, un edificio gris, con algunas ventanas rotas, de unos diez pisos. En la entrada, un hombre vestido de portero de hotel de la Quinta Avenida de Nueva York  –uniforme arrugado, camisa blanca con cuello roído, un sombrero de copa que había perdido el brillo y unos guantes blancos con manchitas negras– le abrió la puerta haciendo una reverencia. Respondió la venia y le preguntó en qué piso estaba la oficina de la ministra de Turismo, doña Sílica Sosa Zaca. El portero le indicó que estaba en el piso 10, que el ascensor no funcionaba y que debía subir por las escaleras.

–Pero, no está obligado a subir, señor. Si quiere, no suba –comentó el portero.

–Tengo una cita con la ministra Sílica Sosa Zaca –le dijo Eleno.

–Ella entenderá si no quiere subir. Hace tiempo que el ascensor no funciona.

–Su secretaria me dio la cita. No me dijo nada de tener que usar las escaleras. –indicó Rivas Raván.

–Me imagino que no esperaba que usted viniera a la cita. ¿Para qué iba a llegarse hasta aquí? –preguntó el portero.

–Subiré los diez pisos. No importa.

–Como usted quiera, señor.

Volvió a hacer una reverencia el portero.

Fue contando los pisos: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… Se detuvo, respiró hondo. Se secó el sudor de la frente y del rostro con un pañuelo azul. Vio las escaleras: nadie subía, nadie bajaba. Parecía que el edificio estaba vacío. Retomó el ascenso: siete, ocho, nueve y diez. Un cartelito decía: «Desp_cho de l_ ministr_». ¿Faltaban las aes? Sí, deberían ser estas, porque había una «o», así que no debería ser “ministro” sino “ministra”.

–Buenos días, tengo una cita con la ministra. Soy Eleno Rivas Raván –se presentó a una secretaria distraída que se limaba las uñas.

–¡Ah, sí!… Rivas Raván… No lo esperábamos. Veo que se animó y cruzó la frontera –comentó la secretaria con la misma monotonía del portero y los dos funcionarios de frontera.

–Sí, aquí estoy. ¿Me podrá recibir la ministra?

–¡Ministro, ministro…! ¡Es la ministro! –dijo la secretaria mientras se limaba la uña del índice derecho.

La mujer –de unos cincuenta años, muy delgada, con un peinado y un vestido que parecían de los años 40 del siglo XX– se levantó y entró en el despacho de la ministro Sílica Sosa Zaca. Cerró la puerta. Se escuchó el rumor de una conversación. Eleno distinguió la voz de la ministro, que dijo: «¿Vino? ¿Qué querrá ese hombre?».

–Pase, la ministro le dará quince minutos. Tiene otra reunión. Así que deberá aprovechar bien el tiempo –le informó la delgada dama.

El despacho era estrecho, blanco, con un desvencijado escritorio negro y una biblioteca llena de viejas hojas de periódicos que habían sido recortadas. Sílica Sosa Zaca era una mujer bajita, de movimientos rápidos –como si temblara– y voz aguda. Eleno le extendió la mano derecha para saludarla, pero ella ignoró su gesto.

–¿Qué quiere saber? –fue directo al grano la ministro.

–¿Para qué tienen un ministerio de Turismo? –tampoco le dio muchas vueltas Eleno.

Ella buscó entre los periódicos recortados levantando un poco de polvo. Encontró un afiche que estaba doblado en dos. Lo desplegó sobre el escritorio. La ministro leyó en voz alta el texto del afiche: «Somos un país para olvidar».

–Hicimos esta campaña internacional hace dos años. Dio algún resultado, pero no tuvo el efecto esperado. Los consultores que contratamos nos aseguraron que tendría un gran impacto, que lograríamos el objetivo cero, cero visitantes, cero interés en nuestro país.

Sílica Sosa Zaca buscó otro cartel entre los periódicos recortados. Las partículas de polvo le provocaron un estornudo agudo como su voz filosa.

–También hicimos la campaña en inglés para que el mensaje llegara más allá de nuestra región. Ayudó un poco, pero no mucho. Mire cómo tradujimos el mensaje –dijo la ministro desplegando otro aviso en su escritorio:

A country to forget

Eleno se quedó callado un rato, leyendo el mensaje en inglés.

–Señora ministra, no sé si se dieron cuenta, pero creo que falta algo aquí –se atrevió a decir Rivas Raván.

–¡Ministro, señor! ¡Ministro! –acotó Sílica Sosa Zoca.

–Disculpe… Ministro –precisó Eleno.

La mujer leyó el texto en inglés en voz alta: «A country to forget».

–Está muy claro, señor Rivas Raván. ¡Clarísimo!

–¿Qué país, señora ministro?  –preguntó Eleno.

–Este, señor. Es obvio… –dijo ella levantando un poco su voz de pito.

Eleno miró a su alrededor. Las paredes blancas de la oficina se veían un poco sucias. Unas gotas dispersas en la pared parecían de sangre, pero él era daltónico, así que no se atrevió a concluir nada.

–Señora ministro, usted sabe que el mensaje se refiere a su país, pero afuera, si alguien lo ve, puede pensar que se trata del suyo propio o de otro.

La ministro perdía un poco la paciencia. Sacó un reloj despertador del cajón de su escritorio.

–Se acaba el tiempo, señor Rivas Raván. ¿Qué más quiere saber?

–No estoy seguro de que tenga un momento para responder a mi pregunta ahora. ¿Podríamos vernos otra vez? –preguntó Eleno con algo de miedo.

–¡Vea eso con mi secretaria! –ordenó la ministro.

Ella dobló los dos afiches. Los puso sobre los periódicos cortados. Se puso de pie y se retiró, dejándolo solo en la estrecha oficina. La secretaria entró.

–La ministro me dijo que agendara con usted otra visita. ¿De verdad quiere volver? –preguntó la delgada secretaria.

–Sí, claro. ¿Podría ser mañana a la misma hora?

La secretaria abrió una agenda enorme que parecía muy pesada, pues le costaba mantenerla entre las manos. La puso sobre el escritorio de la ministro. Eleno se dio cuenta de que no había nada escrito en las páginas. Ni ayer, ni hoy, ni mañana tenían nada escrito.

–Mañana a la misma hora la ministro tiene 15 minutos disponibles. Sea puntual, señor Rivas Raván.

–Así será. ¿Su nombre? –preguntó Eleno.

–¿Mi nombre me pregunta usted? –inquirió la secretaria.

–Sí, si no le molesta.

–No es necesario que lo sepa, señor. Lo esperamos mañana a la misma hora.

Eleno se dio cuenta de que la secretaria no había anotado nada en la inmensa agenda, Él volvería mañana.


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