“Cuando me fui de Maracaibo en 1994 Hesnor era un poeta respetado, pero como poeta vivo era aún discutido” / Foto archivo familiar

Por CELALBA RIVERA COLOMINA

Lo recuerdo como un hombre extraordinario. Es cierto que su vida parecía una invención literaria, y que él mismo se empeñó −con mucho éxito− en “literaturizar” su infancia y su juventud, quizás como una forma de exorcismo o redención. Tuve la suerte de crecer entre su realidad y su ficción: a la vez que al personaje, poeta, cosmopolita, periodista, conquistador y alma de la fiesta, disfrutaba del padre, el que nos llevaba a las librerías y a los zoológicos, al estadio de béisbol y a su casa del Poniente; el que nos paseó por la calle Ciencias y por el mundo. A su lado me senté casi todas las noches de mi vida a ver Bonanza, Kojak o Baretta, a hablar de las constelaciones y a esperar en silencio a que nacieran los poemas. Eso tuve, un padre enorme y humano.

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Escribía todos los días. Todos, religiosamente, aunque llegase tarde del periódico, e incluso después de las noches de parranda. Se ponía el pijama, una bata de seda azul −también tenía otra granate, y en los últimos años una a cuadros−, se servía el primer whisky Old Parr, Dimple o Johnny Walker, según las épocas, y se sentaba en el sofá del saloncito familiar a escribir. Escribía a mano, con su pluma, en libretas grandes timbradas con su nombre; pero no pocas veces tuve que trascribir poemas nacidos en servilletas del restaurante chino o de Mi Vaquita, posavasos de bares y facturas. Podía estar en silencio o ir recitando en voz alta; y no era raro verlo escribir con algún combate de boxeo, un partido de béisbol o las carreras hípicas de fondo. Lo cierto es que escribía muchísimo, pero no todo acababa pasado a limpio.

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Hesnor no era un usuario sino un amante del lenguaje. Del suyo y del de los demás, de la Lengua con mayúsculas, en la poesía, en la docencia y en el periodismo, pero también en la conversación y en la lectura. Pasamos muchas tardes hablando sobre el préstamo de recursos entre el lenguaje periodístico y el literario, pasó él muchas mañanas de domingo corrigiendo trabajos de alumnos o leyendo textos de concursos en los que era jurado. Esos días amanecía con una pila de poemarios sobre la mesa del comedor y los iba dejando caer en dos montones al suelo. El de los seleccionados apenas crecía. Mi hermana y yo, debajo de la mesa, leíamos a los condenados y le decíamos: “Pero en este hay una buena intención”, solo para oírlo contestar con su leitmotiv: “De buenas intenciones está empredrado el camino al infierno”. “Papá, este autor tiene muy buenos sentimientos”, insistíamos. Y él, recordando a Gide, soltaba aquello de: “Con buenos sentimientos se hace muy mala poesía; compra postales, regala flores y dulces y cobres, pero, ¡caray, no escribas poesía!”. Y no hablaba desde la soberbia, sino desde el amor por las palabras en ese momento dolorosamente traicionado. En fin, si algo sé de poesía −que es completamente ajena a las buenas intenciones y a los buenos sentimientos− se lo debo a aquellos días. Y si algo enseña su obra −aunque tampoco sea el propósito de la poesía enseñar nada− es la generosidad con la palabra, el acto de amor que es enriquecer el mundo a través de la imagen, la necesidad de escribir intensa y desbordadamente.

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Cuando me fui de Maracaibo en 1994 Hesnor era un poeta respetado, pero como poeta vivo era aún discutido. Después de su muerte, con la obra cerrada [o aparentemente cerrada, porque hay mucho material inédito en casa de mi madre], supongo que ya no hay nada que decir en torno a la solidez y monumentalidad de su poesía. A pesar de la desidia y de la falta de recursos que lastraron siempre la promoción cultural en el Zulia y en Venezuela, agravadas ahora por la generalización de la ignorancia como desideratum revolucionario, me parece admirable ver que una generación de creadores y docentes que fueron sus alumnos se ha empeñado en un doble camino: por un lado, seguir difundiendo su obra; por el otro, y esto me gusta más aún, tratar el lenguaje poético y la imagen con los recursos estéticos que él nos puso a disposición una y otra vez en cada poema. Esa es la manera de no olvidarlo.

*De la entrevista Hesnor Rivera “parecía una invención literaria”,

por Valmore Muñoz Arteaga. En el blog “País portátil”. 31 de julio de 2011.

**El texto anterior forma parte del libro Gramática del alucinado y otros poemas inéditos. Hésnor Rivera. Fundación La Poeteca. Caracas, 2019.


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