Elizabeth Schön, Pariata (1955) | Alfredo Cortina / © Archivo Fotografía Urbana

Por NÉSTOR MENDOZA

¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días

de ambición, el milagro de una prosa poética,

 musical, sin ritmo y sin rima, bastante flexible

y bastante conmovida para adaptarse a los movimientos

 líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño,

 a los sobresaltos de la conciencia?

Ch. Baudelaire

Las lecturas de los jóvenes son más apasionadas que intelectuales. Predomina el peso de la emoción por encima de la valoración formal. Para aquel joven que lee, aquel joven de 18 años (se supone que fui yo), sólo existe la excusa de la alegría. La autora es nueva para él. También su libro marino. Es una reedición, portada verde, escasas páginas. ¿Quién es la escritora? El libro aparece en la colección de narrativa de Monte Ávila, pero indiscutiblemente el peso poético le da otra ascendencia. A lo mejor allí se encuentre el asombro: leer un libro de relatos, un relato largo dividido en partes o una novela lírica, tal como si fuese un gran poema en prosa. Alternancia de párrafos —o capítulos— cortos y de mediana extensión. Lo que se cuenta tiene una sencillez que tranquiliza, tiene el poder de un sedante, las manos profesionales de un buen masaje. Podría deberse a la nitidez de la historia, la franca sencillez del estilo, lo humano que hay en esa niña y ese abuelo: ellos en el mar.

La excusa conmemorativa —el centenario de la poeta— implica tanto una relectura de su obra como la aceptación de la culpa. ¿Por qué sucede esto? Los compromisos del día a día, la poca atención que hoy prestamos a ciertos autores que no están en el radar ni en la “primera línea” de las consagraciones.  Es momento de nombrarla a ella y a su libro. Ella es Elizabeth Schön. Su libro: El abuelo, la cesta y el mar, cuya primera edición data del año 1965. Aunque se nombran tres elementos, realmente hay cuatro personajes: hay que añadir una voz en primera persona, una voz infantil, la voz de Adela: una voz que nos guía. El libro plantea un cuarteto que no suele verse tan a menudo. Son cuatro personajes y, aunque la cesta sea un objeto y el mar un elemento natural, son notables e intransferibles como los humanos que se mueven en la historia. Hablo de un gran libro, de un clásico de la literatura venezolana del siglo XX. Más allá de su obligada y legítima presencia en los balances críticos, este libro tiene, ya con 56 años, una juventud incuestionable. Me refiero a la vigencia del propio libro y la que dan los lectores de Elizabeth, su entusiasmo que, a fin de cuentas, es la más alta crítica. A propósito de esto pienso en una frase de Jorge Luis Borges, quien, ampliando otra del pintor impresionista James McNeill Whistler, decía que “El arte sucede cada vez que leemos un poema”. Y no es casual que sea esto mismo lo que percibimos al leer El abuelo, la cesta y el mar. El arte sucede en este relato.

Reencontrarse con la pequeña e inquieta Adela significa una vuelta a los paisajes del mar. Sus contemplaciones, sus búsquedas, también son las nuestras. Ella representa la pureza de un impulso, el de la curiosidad ante las pequeñas cosas del mundo animal, mineral y vegetal. Cada hallazgo suyo es, con total fuerza, los hallazgos que hubiésemos querido encontrar en nuestros años juveniles, y también, la posibilidad de renovar los ánimos gastados de este presente incierto e ingrato. Hablo del mar de Elizabeth, pero también hablaré de un mar personal. El mar del Caribe, el mar nuestro. El mar que se recorre estando solo, con los sentidos en constante alerta para el acopio de sensaciones. Recuerdo una anécdota de juventud universitaria, en una playa aragüeña: fui solo, con el pasaje justo para la ida y la vuelta. El autobús en su peligro de abismo, ese miedo del trayecto y la habilidad temeraria del chofer. Ese día no llevé comida, solo un pantalón corto debajo del pantalón largo. Allí estaba yo, entrando y saliendo de ese mar, mirando fijo el movimiento de las olas y alejado de los bañistas. Busqué un árbol enano, relativamente cerca de la orilla, para guarecerme (un techo de pocas hojas y ramas torcidas). Sin duda, el mar, cuando se está solo, produce un efecto de soledad, un breve desamparo como el que describe Elizabeth Schön.

En la playa, mientras me quito la arena del mar, le pregunto al abuelo en qué consiste la tristeza que, de pronto, inmoviliza y, de pronto, se siente tan liviana como el aire. El abuelo no presta atención. Se seca el cuerpo, se arranca las algas. Mira hacia el mar, hacia las olas que se elevan transparentes, recias, y luego se desploman, inundando de blancura toda la ancha faja de la orilla.

Este libro tiene los atributos de la reflexión: Adela medita y su pensamiento tiene pliegues, surcos, capas, caminos. Es importante, para ella, la pregunta. O las preguntas. El abuelo responde algunas con imágenes que la misma fuerza de la naturaleza parece otorgar. Es importante agregar que Adela es exploradora, como todo niño. Adela naturalista, Adela botánica: un Humboldt precoz. Pero no todo es registro literal de lo que ve o cree ver Adela a su alrededor: también es un paisaje onírico finamente expuesto. Ella no sueña, es decir, no está dormida: su sueño es una vigilia imaginativa o imaginada. En este aspecto, el buen Gaston Bachelard proporciona luces en El aire y los sueños: “De un modo más general hay que revisar todos los deseos de abandonar lo que se ve y lo que se dice en favor de lo que imagina”. Esto se debe tener en cuenta al emprender la lectura del libro que ahora nos reúne.

Pienso en Adela, en su inocencia, en su profundidad, y me parece ver a uno de los personajes más conmovedores de la literatura venezolana. En El abuelo, la cesta y el mar se da un contrapunteo de miradas y descripciones de lo observado. Tanto el abuelo como Adela reflexionan y cada uno da una filosofía de vida complementaria. Se puede decir que el abuelo no es totalmente sabio ni Adela totalmente ingenua. Cada uno tiene una versión válida y honda de la realidad. Es un tipo de sabiduría de las emociones y las sensaciones. Una filosofía sensorial, sin ataduras temporales ni etarias. Es frecuente el matiz aforístico, y si bien es expuesto o dicho con un tono “grave”, siempre hay una raíz familiar que lo saca del contexto intelectual para ubicarlo en la mesa de todos los días.

—¿Por qué en la noche siento que las cosas se ocultan y temen ser vistas? Pero esa noche la luna alumbraba; se podían ver hasta esos pequeños animales que viven dentro de las conchas. Insistí en la pregunta y el abuelo me dio una de esas flores amarillas que brotan en las enredaderas de la playa. Tenía el mismo color de la luna y sus pétalos comenzaban a abrirse… acababa de nacer.

No se sabe si es un abuelo “joven”, o si se trata de un abuelo antediluviano (“Tú naciste mucho antes que todos los astros y todos los peces y todas las aguas surgieran en el mundo”); no obstante, para la pequeña (¿realmente es pequeña?) Adela, pudiera, en su imaginación, tratarse de lo segundo. La acumulación de saberes marinos (“la más arcaica de las herrerías, dice la gran poeta, refiriéndose al mar”), indica que el abuelo ha vivido siempre en un puerto, o al menos, ha pasado buena parte de su vida en la playa. El abuelo (Adela nunca o casi nunca dice mi abuelo) es un cultivador, no del campo, sino de lo que ofrece el paisaje de la costa. El saber del abuelo es un saber que se halla mayormente en la orilla, en la arena que se pisa, en las olas contempladas, sus ondulaciones. No es un saber erudito, es un saber empírico.

La cesta es el centro de la recolección. En ella van a dar guijarros que el mar expulsa, regurgitados. Luego vuelven a la boca que los arroja por breve tiempo. Estos objetos son preciados para Adela: también los cangrejos, corales, caracoles, las espinas… lo que pueda llamar la atención de la infancia. La cesta guarda un código cercano al mar, depende de él y en cierta forma se subordina. La cesta no es un juguete y un accesorio: es el equipaje, una extensión corporal para Adela. Entre el abuelo y ella hay vínculos de sabiduría heredada. El abuelo, con sus paseos, con sus metáforas que tienen una “utilidad” inmediata, ha logrado traspasar esos conocimientos originarios y vitales con la más sencilla expresión. Aprender mientras se recorre la playa: el mar es el aula, la arena es la pizarra y la pluma de un turpial es el lápiz: “El abuelo dice que nunca intente detener la dirección de algo que camina hacia su propio lugar”. ¿Y si el abuelo es una invención de Adela? ¿Y si sólo aparece como proyección de su recuerdo, como amor evocado? Dice Adela: “Contra el horizonte la figura del abuelo se destacaba nítida, precisa, como una gran cruz que alguien hubiese clavado sobre la arena”. La cesta parece lo más real, lo más claro: la bisagra entre ambos.


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