Por JOSÉ ALBERTO OLIVAR

De entrada, vale acotar, que el libro aquí tratado no es un texto biográfico ni mucho menos un libro más sobre la presidencia del general Eleazar López Contreras. Quienes deseen corroborar sus propias certezas no hallarán en la voluminosa obra escrita por Edgardo Mondolfi Gudat el menor atisbo de quejumbrosa crónica, para eso están los otros libros.

Convengamos, qué tanto sabemos los venezolanos sobre la trayectoria de López Contreras, más allá del manido ritornelo del hombre que “supo esperar su hora” y el gobernante que “sorteó una difícil transición” tras el final de un moribundo dictador. Tal parece que la figura histórica del general López se reduce a unas lacónicas frases que atavían algunas iniciativas de valía como lo fueron el Programa de Febrero y la reducción del período presidencial. Así, podemos percatarnos de que luego del larguísimo paréntesis que hay entre 1899 y 1931, López sale de la escena política, tal como entró, por un accidente de la historia. De 1941 hasta 1945, se abre un período salpicado por la comidilla de la política palaciega, al que le sigue un aparente retiro definitivo de la vida pública, apenas interrumpido por el gesto obsequioso de un antiguo enemigo en 1963 y un polémico voto en 1968 con motivo de la elección de la directiva del Senado de la República. Hasta allí, el general López luce escurridizo en los titulares de la prensa. Empero, ¿fue realmente ese el papel que le tocó cumplir? O hay mucho más de fondo.

Quizás la sobredimensión que alcanzó el general Medina Angarita, a propósito del golpe de Estado que lo derrocó el 18 de octubre de 1945, hizo de López Contreras un personaje accesorio. Resulta un lugar común al referirnos a los casi 10 años que van de 1936 a 1945, el énfasis en ocasiones interesado en torno al gobierno de Medina y su intempestiva caída. López queda reducido al cliché de un “reaccionario general» gomero que solo quería volver al poder.

Esta muestra de nuestro natural reduccionismo histórico obliga a coger palco y ver con más cuidado no solo los hechos, sino el proceso subyacente.

En esa dirección marcha el contenido del libro intitulado La encrucijada peligrosa. López Contreras, Medina Angarita y la Venezuela de los años cuarenta, publicado por la Fundación de Cultura Urbana (2023), como parte del ambicioso proyecto editorial denominado Siglo XX venezolano, dirigido por Elías Pino Iturrieta.

A manera de clara advertencia, Mondolfi nos indica que quienes por una u otra razón se esmeraron en proteger la figura histórica del general López no hicieron otra cosa que desdibujarlo muy a pesar del empeño del expresidente de salir al ruedo a defender con la pluma su obra de gobierno y su impronta política. López tenía un agudo sentido histórico desde mucho antes de acceder al poder, sabía muy bien cómo se movían los entresijos de la política y cómo el dedo aleccionador de la historia permea las conductas humanas.

Un valor agregado del libro, que lo hace muy diferente a lo existente en el inventario, es la exhaustiva revisión que el autor hizo del archivo personal de Eleazar López Contreras. Y no porque se tratase de un golpe de buena suerte el haber recibido el visto bueno de los herederos del general andino para auscultar sus papeles privados, sino que, como historiador apegado al rigor de la pesquisa y la hermenéutica, no hipotecó su parecer a la complacencia. Los capítulos que integran la obra recogen el testimonio no solo de López, sino de tirios y troyanos, reflejada en cartas, esquelas, artículos de opinión, memorandos, entre otros.

Muestra de ello lo refleja el revelador testimonio de un adherente a la causa lopecista en 1945: “Los pedevistas no saben ya qué hacer… Hay una revolución en el país por la candidatura de usted” (p. 353).  Lo anterior no es un dato menor, menos si se atina la honda animosidad que comenzaba a tomar cuerpo en las filas contrarias: “Nosotros no desestimamos las fuerzas del oficialismo, esto sería tonto; pero tampoco desestimamos el poder de los grupos que aúpan la candidatura de López Contreras” (p. 356). Mondolfi no duda en aseverar que las posibilidades electorales del general López eran alentadoras. Téngase en cuenta que la elección del presidente de la República, según el ordenamiento constitucional de la época, correspondía a los senadores y diputados, aunque en la práctica la voluntad del “gran elector” era moneda corriente. Sin embargo, para 1946 se preveía el riesgo de un deslave en las filas oficiales y que una parte de esas corrientes finalmente encontraran cauce en la candidatura del expresidente, muy a pesar del soft power que barnizaba el gobierno medinista.

Y aquello provocaba un amargo sabor de boca para quienes se habían deslindado del general López y ahora se arrimaban a la sombra del general Medina. La campaña anti-López que en principio logró distanciar a las dos principales figuras de la estructura de poder imperante desde 1899, conocida como el andinismo, se afincó cuando los partidarios del expresidente comenzaron a aupar su nombre para volver a ocupar el puesto en el período 1946-1951. Ante aquella resolución, resultaron infructuosos los intentos de avenimiento iniciales, pues López estaba convencido de que Medina había pecado de “inconsecuencia ideológica” al pactar con fuerzas exógenas que en nada o muy poco beneficiaban al país, es decir, los “comunistoides”, tal como los llamaba.

Para López el comunismo era la antítesis de todo lo que él entendía por orden, progreso y patria. Ya lo había puesto de relieve durante su presidencia, en la que desató una furiosa campaña de persecución y destierro contra cualquiera que emanara el tufo marxista-leninista en estas tierras. Más allá de los manejos orquestados desde la esfera internacional, López era un convencido de que aquellas alianzas circunstanciales producto de la guerra tarde o temprano se vendrían abajo, razón por la cual era necesario hacer frente a la infiltración comunista.

Tan inconmovible postura iba en contravía a la convivencia sellada entre los partidarios del gobierno de Medina, aglutinados en torno al Partido Democrático Venezolano (PDV) y los comunistas cobijados bajo las siglas de la Unión Popular Venezolana (UPV), hecho que se consideraba importante para asegurar la marcha progresista del medinismo.

De manera que para quienes cultivaban las bondades de esta alianza político-electoral resultaba necesario cerrarle el paso al posible retorno de López. No resulta un exabrupto afirmar que la salida al ruedo electoral del nombre de embajador Diógenes Escalante, amigo y paisano de López, fue una candidatura de laboratorio, muy bien maquinada, para tratar de influir en el ánimo del general, puesto que aquel había atesorado su preferencia con motivo de la elección presidencial de 1941. Medina y Uslar lo sabían, de allí esa habilidosa jugada. Sin embargo, esta se le vino abajo tras conocerse la inhabilitación mental del candidato oficial.

López no se inmutó, y al momento de aceptar el respaldo a su candidatura a la Presidencia de la República, en un acto público en Caracas, dejó dicha una frase que despertó las alarmas de sus adversarios: “Es preciso que el pueblo venezolano sepa que, en sitio preferente de mi hogar, colgado está un uniforme de campaña, no para admirarlo como reliquia histórica, ni para recuerdo en la ancianidad  prematura que me atribuyen mis adversarios sino para utilizarlo como símbolo (…) si fuere necesario, contra cualquier movimiento subversivo” (p. 436).

Por supuesto, la frase fue extraída de contexto, y se le atribuyó al general López el propósito de llevar al país a un inminente baño de sangre si no lograba su capricho presidencialista, cuando en realidad se trató de una clara posición institucionalista de “prestar su concurso personal” para sofocar cualquier cuartelada (pp. 437,438).

Las cartas quedaron echadas, el gobierno de Medina y la oposición adeísta prendieron sus alarmas, cada cual comenzó a sacar sus cuentas y acelerar los planes. A la vuelta de unos pocos días un grupo de jóvenes oficiales tiraron la parada que desde hacía tiempo preparaban en el seno del Ejército Nacional, todo con la finalidad de desbaratar lo que se suponía tramaba el general López por su lado.

Más que un golpe contra el presidente Medina Angarita, lo ocurrido el 18 de octubre de 1945 fue una desesperada acción para evitar el regreso de López Contreras al poder. Medina era solo una pieza en el tablero, la indisposición de éste a inmiscuirse en operaciones contra el nuevo orden establecido dice mucho, sobre todo porque entre 1946 y 1947 el peligro real que amenazó la continuidad del gobierno colegiado entre los militares y Acción Democrática fue el general López Contreras. Mondolfi, sobre la base de las fuentes primarias que consultó, formula un juicio nada desdeñable: “…la némesis de Betancourt y demás integrantes del elenco octubrista no fue nunca el depuesto presidente Medina sino el viejo general oriundo de Queniquea” (p. 482).

No por nada el autor del libro tomaría prestada una expresión del general López, en ocasión de anunciar su disposición de entrar en la justa presidencial prevista a verificarse en las cámaras legislativas. Una encrucijada peligrosa fue la que vivió Venezuela aquel año 1945. No era un hecho coyuntural, por el contrario, se trataba de un país profundamente dividido. Por un lado, el estamento militar en el que morigeraban diferencias insalvables entre una joven oficialidad ansiosa por ocupar los puestos de comando que le correspondía por méritos, y una oficialidad superior, anquilosada por el tiempo. Y por el otro lado, una sociedad cada vez más compleja, en la que bullían expresiones organizadas en sindicatos, gremios profesionales y partidos políticos, cada uno defendiendo sus intereses de clase y las creencias ideológicas que los definían. Todo aquello constituía una absoluta novedad que suscitaba recelos y en el fondo temores, pues la noción de orden, aprendida “a palos”, se estaba yendo a pique.

El trago amargo que significaría la vuelta a la dictadura a finales de 1948 fue en parte resultado del desasosiego, la inmadurez política de algunos, la ambición desenfrenada de otros, en suma, la inexperiencia democrática en una sociedad acostumbrada a ser regida por la mano del hombre fuerte y su séquito de adláteres.

Aquel camino sin retorno que siempre trae consigo el enfrentamiento pareció desdibujar cualquier posibilidad de conciliación. Sin embargo, el epílogo inserto por el autor pone de relieve un  hecho fundamental: más allá de “los resentimientos, rencores y heridas mal restañadas” que aún diez años más tarde —1958— cundían la epidermis política de los venezolanos, hubo la disposición de pasar la página y todos, no solo adecos, copeyanos y urredistas, sino también lopecistas, medinistas e incluso algunos comunistas, “resolvieron acordar entre sí los mínimos comunes necesarios que le dieran sustento a un proyecto de gobernabilidad capaz de evitar la autodepredación y el canibalismo que tan característicos fueron en la década de 1940” (p. 591).

No ha debido ser fácil aquel paso, y como bien atina el autor, “la paz jamás llega sin esfuerzo”, requiere mucha perspicacia, desprendimiento y sobre todo buena voluntad. Los enconados adversarios que en el fondo compartían un ideal común al fin comprendieron que sí era posible la convivencia en la que el resto del país saldría beneficiado.


*La encrucijada peligrosa. López Contreras, Medina Angarita y la Venezuela de los años cuarenta. Edgardo Mondolfi Gudat. Fundación para la Cultura Urbana. Venezuela, 2023.


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