FEDOSY SANTAELLA, POR VASCO SZINETAR

Por FEDOSY SANTAELLA

Es curioso leer en el diccionario que una libreta es un libro, y resulta curioso, porque, en su primer momento, la libreta se conforma de páginas en blanco y, por el contrario, asumimos que todo libro está escrito: compramos libros, vamos a ellos porque están escritos. Las librerías, claro está, los venden rellenos de letras, si no qué sentido tendría. Pero, tal como se ha dicho, un libro no necesariamente tiene que estar escrito. En su primera acepción, la Real Academia señala que un libro es un conjunto de muchas hojas encuadernadas que forman un volumen; no dice, por ningún lado, que debe estar escrito. De modo que, en ausencia de la especificación, podemos asumir que un libro puede estar conformado por hojas en blanco.

Cabe acotar que libreta es sinónimo de cuaderno. Ambos, eso sí, son libros. No obstante, para la Real Academia, una libreta, antes que nada (quiero decir, en su primera definición) es un pan de una libra.

¡Qué maravilla que una libreta sea pan, alimento, esa cosa de los dioses que llamamos harina! Y no digo esto de gratis: en El taller blanco, Eugenio Montejo compara el aspecto artesanal de la escritura poética con lo que concibe como el taller blanco, aquellas viejas panaderías, «como ya no existen», donde se amontonaba leña, se almacenaban cientos de sacos de harina y se disponían los rectos tablones donde la masa tomaba cuerpo lentamente durante la noche antes del horneado. En esos lugares, repletos de harina, la blancura «lo contagiaba todo: las pestañas, las manos, el pelo, pero también las cosas, los gestos, las palabras».

Montejo dice que la trastienda de la panadería de su padre fue su taller de poesía y que cuando escribe poemas lo hace guiado por las «técnicas» que aprendió allí (el oficio en la nocturnidad, el reposo de la masa/poema, la leña que arde como lo acumulado en la vida). Por los caminos de la reflexión que me ocupa, no puedo menos que pensar en la libreta también como un taller, el lugar en blanco donde ensayamos ideas que irán a darle vida a textos más complejos, donde depositamos las pequeñas iluminaciones más o menos frecuentes que le dan sentido a la escritura y a nuestra vida. Delacroix escribe en uno de sus diarios: «Todos los días que no se han anotado equivalen a días que no han sido».

Sigamos, no obstante, con la libreta, y por allí derivemos hacia el cuaderno. La segunda definición de libreta es, ya sí, la de un libro pequeño o un cuaderno destinado a las anotaciones o cuentas. Nada más acertado que señalar la libreta como el lugar de las notas, esas observaciones manuscritas y de carácter marginal. Porque la nota suele ponerse al margen, y la libreta podría ser algo así como el libro de notas al margen de otro libro que se está escribiendo y borrando constantemente: el libro de nuestra mente. Vilas-Mata escribió Bartleby y compañía como un libro de notas al margen de libros que no fueron escritos por autores que dejaron de escribir. La libreta, en cambio, son notas al margen de un libro que siempre está reescribiéndose, de un libro que fluye, que no se detiene ni siquiera en la muerte, porque la humanidad toda es pensamiento que no para de escribirse. Mark Strand dijo en alguna parte que al hombre le tocó ser la conciencia del Universo. El hombre piensa y habla y escribe sobre los acontecimientos del Universo; es su testigo.

Pero ya parezco Tristam Shandy, incapaz de explicar cualquier cosa de manera sencilla. La libreta, retomo, es el libro de las anotaciones y los adeudos (las mías llevan aquí y allá afanosos compromisos monetarios) y el cuaderno es un conjunto de pliegos de papel, doblados y cosidos en forma de libro donde se «escriben algunas noticias, ordenanzas o instrucciones». Así, pareciera ser que el cuaderno es el territorio de asuntos más formales. Existe incluso el cuaderno de bitácora, que registra las incidencias de los viajes marinos, que sin duda es cosa seria, porque con el mar no se juega. Se dice así del cuaderno de bitácora: «Libro en que se apunta el rumbo, velocidad, maniobras y demás accidentes de la navegación».

Pienso también en los cuadernos de clases. En ellos, los alumnos anotan el conocimiento del profesor, las ciencias, la moral y la cívica, el análisis retórico y gramático, pero también, de vez en cuando, no se dude, pergeñan un dibujo erótico, o mejor, pornográfico, quizás como una forma de rebeldía contra la magistratura, contra el orden establecido, contra el cuaderno. O no contra el cuaderno, porque, valga decir, en ese instante el cuaderno se convierte en cómplice, amigo cercano, gran ojo que les hace un guiño a los chicos y sonríe con ellos.

Los cuadernos, para mí —en mi idea de lo que es un cuaderno—, llevan cuadrículas o rayas. Están sometidos a un parámetro, a una línea a seguir. Un cuaderno trae zonas restringidas y senderos permitidos. Las líneas azules, horizontales, indican el camino seguro, de la verdad y las buenas maneras. La línea roja (ah, roja), el lugar prohibido, el No pase perro bravo, la zona de peligro, radiactiva del margen. La línea roja vertical nos advierte que allí nada debemos poner, que de por allá nos somos, que allá es la Nada, el vacío, la muerte. Al otro lado de la línea roja habitan la bestias y los demonios y quién sabe si nos espera un militar y su fusil.

Por eso yo prefiero las libretas sin líneas, en blanco, libres libretas abiertas, aquel campo blanco de flores negras, sin previos recorridos del arado intransigente. Y no hablamos solamente de la escritura. Porque una libreta es del dibujo inevitable. El cuaderno con rayas, ya lo he dicho, nos previene, nos dice, «Aquí tan sólo se escribe, no te atrevas a otra cosa». La libreta no, la libreta es también una invitación al dibujo. Hay algo allí, en la hoja en blanco, que suelta la mano, que libera al lápiz, nuestra mirada y nuestras ganas. La hoja en blanco desata algo en nosotros. Y lo mismo va para la libreta. El libro que es la libreta no sólo invita a la escritura, sino también al dibujo, que siempre ha tenido algo de niño, de inútil belleza y, ante las geometrías del cuaderno, algo de magnífica rebeldía.

Las libretas son quizás el lugar intermedio entre la idea y el concepto, entre la imagen y el lenguaje, una frontera de transición pero también de equilibrio. Recuerdo lo que Remedios Varo dijo en alguna entrevista: «A veces escribo como si trazase un boceto».

Y así, entre el chispazo, el dibujo, la anotación, la frase y el desalojo del olvido (o su intento), las libretas existen, y es así cómo nosotros —por lo menos yo— somos de ellas, incontestables devotos.

*Las libretas. Fedosy Santaella. ABediciones, UCAB. Caracas, 2023.


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