ANTONIO LÓPEZ ORTEGA, POR VASCO SZINETAR

Por FRANCISCA NOGUEROL

La carrera del escritor Antonio López Ortega —conocido asimismo por su labor como promotor cultural y editor en favor de la difusión del patrimonio literario venezolano— ha continuado escalando peldaños con la monumental novela Los oyentes, aparecida el pasado año en la editorial Pre-Textos.

El autor, al que comencé a admirar en la época en que frecuentaba el microrrelato —Larvarios (1978), Armar los cuerpos (1982), Naturalezas menores (1991), Lunar (1996)— ha probado la ductilidad de su prosa a lo largo de una prolífica carrera en la que practicó géneros tan diversos como el ensayo —El camino de la alteridad (1995), Discurso del subsuelo (2002), La gran regresión (2017)—, el cuento —Fractura (2006), Indio desnudo (2008), La sombra inmóvil (2014), Kingwood (2019)—, la literatura epistolar y diarística —Cartas de relación (1982), Calendario (1985), Diario de sombra (2017)— o, finalmente, la novela, género que fagocita con su proverbial flexibilidad a los demás y al que se adscriben títulos como  Ajena (2001), Preámbulo (2021) o Los oyentes (2023).

Elogio de la intimidad

Con este último título continúa incidiendo en constantes temáticas de su producción como la importancia de los lazos familiares, amorosos y de amistad; los caminos que adopta la consecución de la propia identidad; la significación de viajes, migraciones y exilios en la existencia humana. Y, por supuesto, la indagación sobre la historia de Venezuela en la segunda mitad del siglo XX, años signados por el optimismo vital y la abundancia, que deben ser recuperados para la memoria de los más jóvenes como única forma de ejercer el compromiso (1). De ahí la aparición de Preámbulo, biografía familiar que nos permitió conocer —en una suerte de fresco afincado, paradójicamente, en los detalles— la vida en los campos petroleros de mediados del siglo XX, y así se explica Los oyentes, que abarca un periplo de aproximadamente treinta años —desde comienzos de los setenta hasta los del siglo XXI— en las existencias de un grupo de amigos, época inmediatamente anterior al momento en el que, con permiso de Vargas Llosa para relocalizar la frase que encabeza Conversación en la Catedral,, “se jodió Venezuela”.

No en vano, Los oyentes se encuentra encabezada por una significativa dedicatoria —“Para Bernardo López Ochoa, mi hijo (sus ojos en este espejo quebrado)”—, y será Bernardo el nombre que adopte el alter ego ficcional del escritor para narrar, a modo de cronista zarandeado por las dudas sobre cómo cumplir su tarea, los periplos vitales emprendidos por su generación. Se trata, pues, de regresar a la “casa natal” que dio título a la antología de cuentos del autor publicada recientemente por la editorial ABediciones (2023); esa que solo puede recrearse haciendo gala del “realismo introspectivo” que Miguel Gomes, en el certero prólogo a la antología, certifica como rasgo esencial del “taller” escritural del escritor.

Gracias a la práctica de esta poética conocemos la evolución de un grupo de muchachos y muchachas de clase media, fundamentalmente urbana, que estudian juntos, viajan becados al extranjero y regresan (o no) al terruño, forjando alianzas de amor y desencontrándose en la infidelidad, ganando o perdiendo en las batallas de la vida pero, siempre, manteniendo el vínculo de la amistad. No resulta baladí atribuir el éxito de esta escritura “de la intimidad” —tan característica de la más reciente literatura venezolana— a la pérdida de espacio de la voz pública, lo que ha provocado el repliegue de numerosos autores en los géneros confesionales.

A ello le sumamos las declaraciones del autor en entrevistas, donde señala que narrar no es una labor racional sino perceptiva, intuitiva y afectiva, en la que el “yo” autorial debe esfumarse para encontrar expresión en otras existencias. De ahí la importancia que adquiere la construcción del personaje en su obra, y no solo masculino: si en Ajena ya demostró su buen hacer al explorar las emociones y pensamientos de una joven caraqueña que se enamora, en Los oyentes resulta inolvidable la galería conformada por la inteligente Mariana, Ginny, Beatriz, Margit o la sensual y despechada Selena frente a los retratos, también muy logrados, de Bernardo, Carlucho, Eduardo, Andrés, Álvaro, Gustavo o Yoyo.

Venezuela, protagonista

La preocupación por Venezuela resulta esencial en los narradores nacionales, vivan allá o asentados en el extranjero. Es el caso de López Ortega, residente en Tenerife desde hace varios años pero atento al devenir de su país. Así lo muestra Kingwood, melancólico cuentario que refleja el deterioro socioeconómico y emocional colectivo a través de informantes —con frecuencia, hombres maduros— que recuerdan antiguas historias, conscientes —como ya supo señalar el escritor en Venezuela. Biografía de un suicidiode que “los caraqueños están de paso por su ciudad” y de que, en consecuencia, “todos somos venezolanos provisionales”.

En esta situación, se comprende que estos títulos miren hacia el pasado; especialmente los más recientes pues, como supo escribir el recordado Sergio Chejfec, “la obra de Antonio López Ortega tiene un proyecto secreto: representar el último período venezolano de felicidad”. En Los oyentes, se vuelve a la Venezuela de los años setenta, ochenta y noventa, décadas anteriores al cambio dramático que sufrió el país desde 1999. De hecho, vemos representada la Caracas de la memoria del autor, cartografiada al milímetro —se aprecia la delectación con la que retrata los lugares por los que se movió en su juventud— y retratada en sus mil posibilidades, cuando aún no se veía venir lo que ocurriría después porque el sueño generacional parecía eterno.

En una época en que la consecución de una beca era algo relativamente común, la docena de protagonistas interactúan mientras viajan o migran a Europa —Gran Bretaña, Alemania, Francia— o Estados Unidos. Es el caso de Bernardo, que refleja su experiencia parisina y el enriquecimiento que supusieron estos desplazamientos voluntarios, diferentes a los provocados por el exilio. Así, desde la diáspora, se muestra la pertenencia del escritor al conjunto de artistas que, perfectamente comunicados entre sí, muestran una identidad venezolana capaz de superar los prejuicios nacionalistas de raigambre decimonónica, por los cuales solo es nacional quien vive dentro de las fronteras de un país. No en vano, la novela se abre con dos significativas citas, tomadas de una canción del grupo Genesis —“Can you tell me where my country lies? said the unifaun to his true love’s eyes. It lies with me, cried the Queen of Maybe”— y de otra de King Crimson —“Said the straight man to the late man/ Where have you been? /I’ve been here and I’ve been there/ And I’ve been in between”.

La música, engrudo generacional

Aprovecho las líneas recién transcritas para introducir el motivo que vertebra la obra desde el título: la música —concretamente, el rock progresivo aparecido en los años setenta, tan complejo como efímero en su existencia, tan cuidado en sus letras y musicalizaciones como alérgico a facilismos comerciales— ejerce de verdadero engrudo generacional, explicando las afinidades de los personajes, que en algún momento de su vida ejercen profesiones relacionadas con su pasión colectiva: fundan grupos, son instrumentistas, producen festivales, montan discotecas, conducen programas de radio o trabajan como críticos.

El epígrafe de Sándor Márai que abre la novela da cuenta de este hecho: “Y como la música no tiene ningún significado que se pueda expresar con palabras, probablemente tenga algún otro significado, más peligroso, puesto que puede hacer que las personas se comprendan, las que se pertenecen no sólo por sus gustos musicales, sino también por su estirpe y su destino”. Y de la música como último refugio de la memoria da fe una nueva cita, tomada esta vez de Eugenio Montejo: “Has rodado en el mundo más que ningún guijarro;/perdiste tu nombre, tu ciudad,/ asido a visiones fragmentarias;/ de tantas horas ¿qué retienes?/ La música de ser es disonante/ pero la vida continúa/ y ciertos acordes prevalecen”.

Esto explica que la novela presente la clásica estructura de un LP, titulándose cada una de las tres partes “ANTES LADO A BEFORE”, “ENTRE LADO B BETWEEN” y “DESPUÉS LADO C AFTER”. En ellas, una serie de epígrafes dan idea de la evolución de los personajes, destacando los momentos epifánicos que experimentan gracias a la escucha de alguna canción. Es lo que ocurre en “Mi vida cambia en ese momento”, que abre la novela y describe con enorme lirismo el deslumbramiento experimentado por Bernardo al oír por primera vez la canción “And You and I”, de Jon Anderson:

¿Por qué ese momento vuelve? ¿Por qué la escena vuelve una y otra vez sabiendo que era irrepetible? Con el tiempo, sabría que era el comienzo de algo, quizás de mi vida adulta. Hay un quiebre allí, un antes y un después, y el después ha sido todo, incluso estas líneas que escribo. Siempre pensé que allí estaría el origen de lo que después fuimos, de lo que hemos sido, de lo que seguimos siendo. La música como pretexto, médula, razón de ser, pero no cualquier música, claro, sino la que nos envolvía en esos años, 1972 o 1973, en medio del bachillerato, adolescentes imberbes, un poco pretenciosos, siempre queriéndonos diferenciar de los demás, que para nosotros eran previsibles, cotidianos, efímeros. Nosotros con nuestros baluartes, con nuestros estandartes, un poco sabihondos, creyendo que nuestros gustos nos diferenciaban, sobre todo los musicales. Un clan, una secta, una membresía.

La descripción del desarrollo de una pieza, en la que se conjugan las intervenciones de los instrumentos con el comentario de la letra y, paralelamente, el recuento de las emociones que afloran en el oyente, será una situación repetida en la obra. Estos episodios constituyen una de sus mayores riquezas, pues revelan la raigambre lírica de la escritura de López Ortega: tan pausada en estos momentos como rítmica, celebratoria ante todo del placer que nos confiere ese sentido capital que es el oído. Esta es una constante de la literatura venezolana, donde grandes autores han retratado personajes que respiran a partir de lo que escuchan. Pienso, por abordar novelas recientes, en títulos de otros nombres radicados en España como Juan Carlos Méndez Guédez con 20 merengues de amor y una bachata desesperada (2016), en el que un merengue bailable —con permiso de una bachata— musicaliza cada episodio; Rodrigo Blanco Calderón con The Night (2016), homenaje desde el título a la banda norteamericana Morphine; o Javier Ignacio Alarcón con El blues de Ogawa (2022), cuyo protagonista rememora el pasado a través de su experiencia como guitarrista de rock.

Un ambicioso caleidoscopio

Llega el momento de destacar el elaborado caleidoscopio de voces que constituyen la novela, en la mejor tradición del Manhattan Transfer (1925) de John Dos Passos o, por aludir a un delicioso experimento caraqueño firmado por Armando José Sequera, de La comedia urbana (2002), donde se representan las voces que recorren la ciudad de 8h a 8,01h de la mañana. Además, en Los oyentes apreciamos una ambición formal permanente, plasmada en el deseo de Bernardo por adentrarse en los terrenos de la escritura expandida: “¿O más bien una novela? Pero no, Bernardo, ¿cómo que una novela?, me susurro a mí mismo. Eso es una imposibilidad, mi niño. Y pensar que podría ser caleidoscópica, con fotos, con secuencias de conciertos, con fichas grupales. Podrías pinchar en una página y ver, de pronto, a David Gilmour; podrías rozar una pantalla táctil y retener el rostro de Sonja Kristina mientras canta ‘Metamorphosis”.

Todo ello da fe de la honestidad de esta propuesta literaria, en la que el narrador hace suyo en todo momento el famoso verso de Rafael Cadenas “Enloquezco por corresponderme”. De ahí que la escritura parta de cuadernos de apuntes, lo que da lugar a subcapítulos encabezados cada cierto tiempo con los términos “Insight” o “Embrionario”, reveladores de la poética que rezuma la obra:

Ahora comenzaré a llenar las páginas de algo que quiero llamar Embrionario: por aquello de cultivar una escritura germinal, que pueda desarrollarse de cualquier manera, incluso cultivando el silencio (que no deja de ser significante). Ideas, partículas, intuiciones, frases, que puedan llegar a ser algo (o no). Es decir, la fidelidad más plena a lo que piense, intuya, escuche o deseche. Una fiesta de la imaginación (o su tumba). Una apuesta por la significación (o su reverso).

En definitiva, nos encontramos ante una novela total, signada por el disfrute de la palabra y el respeto a la alta literatura: aquella que, sin renunciar a la complejidad, sigue contándonos las mejores historias.

Referencias

1 Así se aprecia en El camino de la alteridad, que encuentra el engagement “en la forma misma de la escritura, en la sintonía del autor con su tiempo, en los mecanismos inconscientes que llevan a un escritor no a convertirse en portavoz de una sociedad, como se nos ha querido hacer ver, sino a ser la sociedad misma, el punto en que esta se da vuelta sobre sí para reconocerse mejor y construirse una imagen que pueda sobrevivir la dura realidad de un tiempo que se evapora y de un espacio que se pierde”.


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