Umberto Eco | Juan M. Espinosa / EFE

Por RAMÓN ESCOVAR ALVARADO

I

Semiótica y política

A los sesenta y siete años de edad había salvado a Francia dos veces. Fue el líder de “la Francia Libre” en la victoria sobre el totalitarismo nazi y, diez años después de haber sido desterrado de la política, se erigió como el símbolo que impidió que Francia se convirtiese en dictadura militar. Pero fue un 4 de junio de 1958, frente a una inmensa muchedumbre en Argelia, cuando el general Charles de Gaulle gritó una de las frases políticas más celebres de su vida: “Je vousai compris” (Yo los he comprendido). La frase, pronunciada con vehemencia y destacando cada palabra, aún retumba en la historia de Francia. Sin embargo, luego de más de 64 años, historiadores, politólogos y periodistas no han podido descifrar a qué quiso referirse el general: ¿era un mensaje a favor de una Argelia francesa o, más bien, de una Argelia independiente?

Indistintamente de lo que de Gaulle quiso significar, su “Je vousai compris”, es un ejemplo de comunicación moderna. Hoy más que nunca se comunica utilizando signos indefinidos y, por tanto, se hace indispensable la participación activa del receptor para la construcción del mensaje. Así, por ejemplo, el sentido de una obra de arte puede ser definido tanto por su creador como por el público que la percibe. De Gaulle demostró que un discurso político también podía tener esta característica: las mismas palabras tenían un significado diferente dependiendo de la posición que cada cual tuviese con respecto a la independencia de Argelia.

Un signo es todo aquello que puede comunicar una idea. El estudio del significado, producción y funcionamiento de los signos en la vida social se conoce como semiótica y es esencial para comprender nuestra realidad. En la actualidad no puede hablarse de semiótica sin mencionar al italiano Umberto Eco, quien a pesar de ser conocido por su novela El nombre de la rosa, fue semiólogo, filósofo, medievalista, escritor y académico. Su aporte a las ciencias políticas fue haber utilizado la semiótica para analizar la política, en especial el fascismo.

-II-

El Fascismo Eterno

Umberto Eco utiliza la semiótica para analizar el fascismo en su ensayo El fascismo eterno. La obra confluye la narración del recuerdo de una niñez en la Italia de Mussolini con la reflexión y la teorización. La tesis del pensador italiano es que la dictadura del duce, a pesar de haber inspirado a Hitler, no fue totalitaria porque no tenía una ideología monolítica definida. Se trataba, más bien, de una “colmena de contradicciones” basadas en emociones. Para Eco, Mussolini no tenía filosofía, tenía pura retórica”.  Por eso su régimen era un Totalitarismo Fuzzi.

Umberto Eco derriba el lugar común según el cual democracias y fascismo son términos opuestos. Su tesis es que el segundo es siempre parte del primero y, por lo tanto, no es posible separarlos. Así, todo movimiento democrático encierra, en cierta medida, un impulso fascista. El fascismo no tiene una esencia propia, por lo cual se amolda fácilmente a diferentes circunstancias históricas. Se trata de un proceso de autofagia y envilecimiento que se alimenta de los defectos de la democracia para aniquilar los valores que esta representa.

El célebre semiótico italiano analiza catorce expresiones comunes de fascismo. Dependiendo de las circunstancias, un sistema fascista puede tener una y no otras. Sin embargo, todas tienen en común la utilización de la violencia, el miedo y la demagogia.

Las primeras de estas expresiones es el culto a la tradición y el rechazo a lo moderno, es decir, a la búsqueda del progreso y la verdad a través de la razón, la crítica, la ciencia y los demás valores de la ilustración. El fascismo transforma lo racional en irracional. La consecuencia es el irracionalismo y la eliminación del espíritu crítico y de la diversidad. Por eso el primer llamado fascista es contra los extranjeros.

El fascismo transforma la crítica en traición: el líder fascista puede contradecirse, pero no puede ser criticado. El duce fue socialista antes de fundar su movimiento fascista; ateo y blasfemo antes de conceder privilegios a la iglesia; republicano antes de monárquico y de nuevo republicano.

Para el fascista la vida es una lucha constante donde los hechos y la ideología son siempre flexibles y están en constante movimiento. El objeto de la vida no debe ser la felicidad sino la lucha en defensa del líder y los ideales de la masa. El fascismo transforma los valores esenciales de la sociedad en resentimiento. Debe existir un enemigo, un ellos y un nosotros. Si el enemigo no existe, el fascismo lo crea.

El líder fascista, quien ocupa la cúspide de una estructura de poder piramidal, es el único intérprete de la voluntad del pueblo. Le impone su voluntad y es su voz: el pueblo es el líder y el líder es el pueblo. Los derechos quedan reducidos a una sombra que se refleja de forma momentánea en aquellos que interpretan el papel ficticio de muchedumbre anónima o pueblo.

Los movimientos fascistas crean lo que George Orwell llamó neolengua, es decir, el apoderamiento del lenguaje para mantenerlo rimbombante pero vacío y sagrado pero simple. El lenguaje fascista es un instrumento de dominación y las palabras no son más que un mandato. El efecto es el envilecimiento de todo aquello que puede transmitir una idea.

El fascismo eterno es fundamental para entender que en nuestra época la amenaza fascista no vendrá en un río de camisas negras marchando por la calle, sino en discursos cotidianos. El fascismo está presente allí donde existe democracia. El hecho de que hoy democracia muchas veces sea lo contrario a libertad le da la razón al autor de El nombre de la rosa.

III

Apocalípticos e integrados

Las categorías que Umberto Eco propone en Apocalípticos e Integrados, el importante ensayo sobre la cultura de masas, son útiles para descifrar el camino a tomar contra el fascismo. La obra explica que hay dos perspectivas antagónicas frente a la cultura de masas: la de los apocalípticos y la de los integrados. Los primeros, de carácter pesimista y conservador, creen que los medios comunicación transmiten un entretenimiento vacío que vulgariza la cultura y crea un público complaciente, consumista que persigue un ideal que no tiene conexión con su realidad. Por su parte, los integrados son optimistas porque consideran que los medios de comunicación democratizan la cultura, unifican a la población y promueven la construcción de valores comunes.

Frente a la amenaza fascista un apocalíptico adoptaría una visión maximalista, dogmática, sin conexión con la realidad. Para él, un adversario es equiparable a un nazi o un colaboracionista. El riesgo de esta perspectiva no es sólo que erosiona el valor de las palabras e introduce la irracionalidad y la intolerancia en la política, sino que supone que la libertad es únicamente posible a través de una guerra total, similar a la librada contra el nazismo. Por su parte, la posición de un integrado sería vivir sin libertad y formar parte de lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal.

Pero si el fascismo no puede ser enfrentado por un apocalíptico ni por un integrado, entonces, cabe la pregunta: ¿según Umberto Eco, con cuáles herramientas contamos contra el fascismo? Eco nos propone: el olfato semiológico, el humor y la memoria. El primero se traduce en mantener siempre nuestro sentido crítico. El segundo le arrebata el elemento sagrado a la neolegua. Y el tercero evita que repitamos experiencias atroces. De acuerdo con el gran pensador italiano, para derribar el fascismo debemos convivir en el sistema, manejar su dinámica.

En definitiva, el compromiso que Umberto Eco nos invita a hacer contra el fascismo es el mismo que nos dicta la memoria. Es el camino liberal de liberación y libertad que tomaron Nelson Mandela, Lech Walesa y Václav Havel. Fue también el camino que tomó Charles de Gaulle cuando en 1958 el destino le dio una segunda oportunidad de convertirse en dictador y por segunda vez la rechazó. Prefirió refundar lo que es hoy una de las democracias más solidas del mundo. Y años más tarde, luego de una derrota electoral, renunció a la presidencia de Francia y se marchó a vivir una vida apacible, como cualquiera de sus conciudadanos.


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