LILIANA LARA, AUTORRETRATO

Por LILIANA LARA

En cierto momento de su vida, sobre todo cuando tuvo que pasar largas horas fuera de su casa a causa de su trabajo, quiso que alguien la siguiera y que le tomara fotos en los diversos recovecos por los que transitaba cada día. Fotos de cada paso por los atajos que tomaba cuando iba camino a la oficina o de regreso a la parada de autobuses. Cada gesto de su rostro cuando iba sentada en transportes públicos, mientras veía la pantalla de su teléfono o el pasar de edificios y carros por la ventana. Cada conversación con cualquier extraño en aquellas calles o su propia figura difusa entre los árboles, en los estacionamientos, sorteando contenedores de basura, cruzando apresurada la calle lejos del paso de peatones. Por ejemplo, una foto de cuando entró a cierta floristería cercana y compró una planta acuática que luego llevó a su casa y floreció sobre la mesa. O cuando le “sacaron un ojo de la cara” en una minúscula panadería con ínfulas de pâtisserie en la que compró una ugat shmarim rellena de halva. También mientras lavaba la manzana o la pera, o cualquier fruta de cáscara dura que compraba en la frutería de los árabes de la esquina. Esa única fruta que luego guardaba en su bolso para comerla cuando fuera en el autobús de regreso a su casa. ¿Qué cara ponía ante la promesa de belleza de la planta en ese momento sin flores, o mientras la recibía o la pagaba? ¿Cómo había quedado la cuenca vacía de su ojo en aquella panadería? ¿Cómo sonreía cuando ya no tenía que pedirle al árabe que le permitiera lavar la manzana porque con un gesto bastaba para poder entrar detrás del mostrador, ir directo al pequeño lavamanos y abrir la llave del agua?

¿Qué miran los otros cuando me miran? Repitió la frase de aquella artista francesa de quien había robado la idea de que la siguieran y la fotografiaran, sin saber si realmente había sido dicha por la artista o por otra persona refiriéndose a su obra. Daba igual. Lo cierto es que la idea no era suya y ni siquiera había llegado hasta ella por algún tipo de interés en el arte contemporáneo o qué sé yo. Se la había implantado algún algoritmo, algún meme que circulaba por allí, algún video de esos que encapsulaban cualquier tema, aplanándolo para que cupiera en algunos pocos minutos. Videos en los que ella recalaba sin querer mientras iba mirando su teléfono en el largo viaje en autobús desde el trabajo hasta su casa. Una vez había visto incluso cómo minúsculos caballitos de mar daban a luz a otros caballitos. En fin, ella no quería hacer arte con esas fotos, sino mirarse en los otros, verse fuera de sí, seguirse, tratar de entenderse o de encontrarse.

Si tuviera plata, le diría a su madre que contratara a un detective, como hizo aquella artista francesa, para que la siguiera y le tomara fotos siendo otra en aquellas calles tan lejanas y tan diferentes de su propia calle y mucho más aún de la calle de su infancia. Que hiciera un informe gráfico de sus pasos. Que diera cuenta de lo que hacía mientras estaba tanto tiempo fuera. Pero ni con la fortuna más grande del mundo su madre se habría prestado para tal pendejada, como sí había accedido la madre de aquella francesa. Ellas ni eran francesas ni eran artistas. No tenían plata y no tenían tiempo para ridiculeces. El arte era una estupidez, además. Y lo peor era que ella ni siquiera quería hacer arte con eso, solo quería verse como si estuviera fuera de sí. Encontrarse. ¿Qué haría luego con esas fotos? Con la supuesta plata para pagar al detective sí que había lo que hacer: podía escuchar a su madre diciéndole que le pagarían a un abogado para que arreglara todos los temas legales que dejaron pendientes del otro lado del mundo antes de venir a vivir en éste.

Pretender que alguien la siguiera y le tomara fotos siendo esas calles, esas panaderías, esas fruterías, esos transeúntes extraños que de tanto verla ya pensaban que ella era de allí e incluso la saludaban, era realmente una locura. Tal vez bastaban algunos selfis en aquel callejón, o con el árabe de la frutería, o detrás de los empleados de un banco de la zona que salían, uniformados, a la misma hora que ella y tomaban su mismo camino y sus mismos atajos hasta la parada del autobús en una avenida más grande. Pero no, los selfis tan solo la mostraban a ella viéndose a sí misma, siendo ella misma en tomas tan cercanas que perdían el contexto.

Era una locura querer encontrarse en unas fotos tomadas por un extraño al que no le importara recalcar su belleza que no era tal o su cara olvidable, sino su paso por ese espacio que le era aparentemente ajeno. Ella quería saber cómo era ella cuando estaba allí. Porque cuando iba por esas calles sentía que voces le hablaban desde los desperdicios, las hojas secas, los balcones, la mierda de los perros, la gente que salía o entraba en aquellos pequeños y antiguos edificios. Como si se tratara de vidas que había ya vivido, aunque se estuvieran sucediendo en ese mismo momento puertas adentro de esos apartamentos ubicados en aquella zona “tradicional” de la ciudad. El aire de aquellas calles la contagiaba, o la despertaba, o la iluminaba.

Temía o ansiaba, eso no lo sabía bien, descubrir en aquellas fotos que era otra, que era de allí, que su madre, su casa, su país eran historias escuchadas al pasar. Saber que ella tan solo había bajado un momento a sacar la basura o comprar una ugat shmarim rellena de halva para la merienda.


*Liliana Lara (Caracas, 1971). Autora de los libros de cuentos Los jardines de Salomón (Premio de narrativa de la XVI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre, en 2007), Trampa – jaula (finalista del premio Equinoccio de cuento Oswaldo Trejo en 2012), Abecedario del estío (finalista del XIII Concurso Transgenérico de la fundación para la cultura urbana en 2013), Método rumano para dejar de fumar (Lp5 Editora, 2022) y la novela La música de los barcos (2019). Cuentos y artículos suyos han sido traducidos al inglés, alemán, polaco y hebreo, y han aparecido en diversas publicaciones periódicas y antologías. Doctora en Literatura Iberoamericana por la Universidad Hebrea de Jerusalén. Actualmente vive en Israel.


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