Armando Rojas Guardia y Luisa Helena Calcaño | Cortesía de Katyna Henríquez Consalvi

Por LUISA HELENA CALCAÑO

Caracas, 2 de mayo de 2004

Querido Armando:

Mi gran amigo “el poeta”,

Hace meses percibo el impulso de manifestarte lo que ha significado tu amistad; tocaste mi existencia de forma inesperada, bajo la figura de coordinador de un taller. Unas líneas realizadas muchas veces entre sueños, al amanecer, para expresarte la forma mágica como conocerte transformó mi existencia. Tu presencia hizo posible el despertar al talante creador. Le concediste a mi vida un rapto de entusiasmo para ver de manera distinta lo que me rodea, captar la realidad de una forma iluminadora, le conferiste un instante de revelación.

Una invitación a percibir una epifanía cognoscitiva para despertar de una vida poblada de tristeza. Y le asignaste una respuesta a la interrogante: “¿Qué hacer con los próximos veinte o treinta años de vida?”. Un convite a percibir la realidad con expectación.

Vegetaba hundida en la desesperanza después de tres meses terribles del paro indefinido, las marchas y toque de cacerolas todas las noches. Y sobre mi espíritu pesaban las muertes y todos los sucesos del 11 de abril del año 2002. Y estaba próxima a perder la sonrisa.

Una noche, en febrero del año 2003, leí un aviso en el periódico donde un poeta llamado Armando Rojas Guardia invitaba todos los lunes al atardecer a conversar y trabajar sobre la literatura y la ciudad. La magia de tu presencia comenzó a operar desde el 3 de marzo del año 2003; la tarde del primer taller alcancé a percibir a un hombre con una formación compleja, muy sencillo y modesto, de cabello totalmente cano, en ese momento no llevabas barba, tenías una camisa muy usada. El tono de voz tenía una sonoridad muy especial; acompañado de una mirada muy profunda, la cual parece escrutar el alma del otro cuando escuchas. Y en tu rostro observé huellas del sufrimiento. Y estabas tan emocionado como yo. Todos conocían quién eras, la importancia de tu obra. Yo solo sabía que eras: ¡un Poeta! 

Escuché una clase magistral en torno a la relación entre la ciudad y el mito. Nos expresaste la necesidad de establecer los lineamientos de una estética literaria urbana. La importancia de establecer las imágenes míticas urbanas inspiradoras de la creación individual. Un día te entregué, con una profunda timidez, una “Crónica sobre la Semana de la Poesía”; precisaba dar gracias a la vida por conocerte, y permitirme entrar a ese mundo de seres con una gran capacidad para compartir con la palabra.

Hallé el rumbo extraviado. Quizás nunca seré un gran poeta, ambiciono aprender a expresar las emociones, los sentimientos, las angustias, el dolor, el sufrimiento y el amor a la vida. Había encontrado un Maestro excepcional: Armando Rojas Guardia. Los poetas de la ciudad transformaron mi destino para ser una mujer con una doble vida.

Un día en septiembre del año 2003, alcancé a comprar El Dios de la intemperie, lo leí en un fin de semana; en esas horas pude tocar al hombre, intrigada quería saber más de tu vida. Atrapada en tu magnetismo, la vida cotidiana se convirtió en algo interesante. Un día nos conmoviste a todos con ese magnífico ensayo sobre “Patología mental y escritura literaria”. Una invitación a percibir tus sufrimientos; al transcribir este papel de trabajo, la reflexión se hizo mayor. Debo confesar, en algunos instantes lloré por tu pesadumbre, angustias y enfermedad. A principios de octubre del año 2003, nos comunicaste a los miembros del taller que te sentías mal, algunos días no podías trabajar. Padecíamos contigo tus angustias, deseábamos protegerte, evitar otra recaída de tu enfermedad. Tus nuevos amigos decidimos compartir y vivir contigo esta nueva crisis psíquica.

El psiquiatra de turno decidió otra hospitalización, efectuaste una llamada telefónica para avisarme, resolví acompañarte con gran miedo por los caminos del inframundo. Y, antes de partir para el Hospital Clínico Universitario, decidimos orar en la capilla universitaria. Los sucesos y confidencias de esa noche nunca se borrarán de mi memoria. Al despedirnos me asignaste una tarea trascendente, avisar por teléfono la noticia a una lista de tus “amigos entrañables”. Así surgió en tu mundo afectivo, relativamente complejo, una sencilla nueva amiga: “Luisa Helena”.

En ese mes de destierro, te llevé diariamente una caja de cigarros y un chocolate, para después disfrutar de unas dos o tres horas de confidencias en un pequeño jardín de la planta baja del hospital; para tú, fumar, y yo, saber más ti, durante horas de una profunda alteridad. Tu hospitalización número veintitrés. Y uno de tus grandes desconsuelos, esa necesidad de la búsqueda de un compañero de vida, que una vez disfrutaste; que tu espíritu y tu cuerpo ansía, a veces con desesperación. Y mi vida empezó a girar en torno a tu cotidianidad y la literatura. Dentro de muchos años, algún estudioso o curioso de tu vida se preguntará: “¿Quién era Luisa Helena?”. Tendrá una sola respuesta: una amiga incondicional de Caracas a partir de la década del 2000. He aprendido a vivir en la incertidumbre, para acceder a un nivel superior de conciencia. He logrado entender el amor fraterno.

Tu amiga de todos los días,

Luisa Helena


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