Janette Ayachi | Captura de video

Mar Adriático

Oh Adria, ¿qué se siente tener el Mar Jónico a tus pies,

escuchar a tu espalda el aullido de los linces en la lejana Sarajevo,

o a Dubrovnik diagnosticando tus males con una punción lumbar

o los suaves murmullos italianos de Pescara chupando tus senos?

 

¿Qué se siente dejar que Venecia gobierne tu cerebro

o tener un movimiento de mareas tan leves como el tiempo?

El río Po te ofrece sus condolencias

en sedimentos y piedras ceremoniales

y el Mediterráneo te agradece por tu sonrisa de agua dulce.

 

Sé que acuchillas a los guardacostas para escaparte de noche,

aunque tus olas paralicen como una fuerte droga.

Has sufrido la mano dura de Roma

y no le debes nada al paso del Imperio Otomano.

 

Los trajes te sientan como dones, llevas bajo la manga armas asesinas

y Napoleón sintió en la boca tu gusto amargo,

después de asegurar un trozo de tus costas para Austria.

 

Esas balas de cañones, esas reinas inconscientes

incrustadas todavía en tus entrañas,

abundantes en flora y en fauna

tu biodiversidad reducida por capricho.

Diecinueve puertos marinos, diecinueve campanas en tu cinto

toda esa carga que va y viene, y aún así nada puede quebrarte.

 

A cuántos de esos líderes sorprendiste

con el avance de tus trece mil islas,

esos atardeceres en Croacia, como rubores en tu espejo empañado

despertando a los dioses con la resaca de la Bora

o el premestrual oleaje empujado por la tormenta del siroco

que hace que tu flujo oscile en un constante llanto.

Oh triste Adriático,

cuántas veces has inundado los cónclaves de Venecia

o recogido arena del Sahara para lanzar

un conjuro de polvo sobre los ojos de tus pretendientes.

 

 

Sesenta y tantos

 

Mi mamá sigue cruzando mares,

seguro que ahora viaja en sueños de Escocia a Irlanda

cuando cierra los ojos sobre órbitas huecas como almejas lacustres,

sus pestañas cubiertas de algas, oscurecidas por la lluvia.

Me llama desde los monasterios, las torres, los castillos, las inmensas praderas

para hablar de batallas, de expulsiones, del auge y caída de sus dos países.

Madrigales y espantos enturbian su llamado

mientras ella tropieza entre muertos antiguos,

un tren de carga bajo la media luz del cielo que tiembla,

ancestros que regresan para compartir secretos.

Su abrigo se agita sobre el mágico libro de la costa,

la cara iluminada como una lámpara de halógeno.

Cuando la visito veo temblar el mar que cruza

reflejado en sus ojos y un letrero de “vacancies” le cuelga en la cara.

Hay cuartos que ya no van a poder llenarse,

mientras en otros se acumulan fechas; historias, cuadros a medio terminar,

memorias de una juventud en minifalda, con los ojos pintados de azul.

 

Así que le traigo nietos para que espanten el archivo de telarañas.

Ella los alimenta con chocolate y cuentos viejos,

hay pájaros posados sobre la cúpula de su espalda

mientras arropa sus cuerpos mínimos.

Me alejo de mi generación, doy un paso atrás para ver cómo se aprietan,

mientras ella despliega sus alas de sábila y sus pecosos nudillos sobre el nido.

 

 

Caminando en la madrugada

 

Qué país es este

al que vuelvo otra vez

buscando respuestas

un país que me pertenece

sólo a pedazos

pero que reconozco

cuando la noche sacude

su negra capa

y el polvo de las décadas

se convierte en estrellas.

 

Las estrellas me muestran

heridas de amor esta noche;

agujeros de balas de plata

atravesando la superficie,

las arterias congestionadas

en constelaciones,

el deseo goloso

en la sangre que fluye.

La punta más roja

de mi destrozado corazón

te quiere cerca.


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