Por CARLOS EGAÑA

The difference between poetry and rhetoric

is being ready to kill

yourself

instead of your children,

Audre Lorde

29 de enero, 1928: Charles Lindbergh lucha contra la niebla mientras atraviesa los Andes. Desde su punto de salida, Bogotá, la brisa ha resultado maliciosa. Le cuesta reconocer por dónde va —primera vez que este viaje se logra con un avión, las referencias tampoco son muchas—, pero cuando ve la costa guaireña detener el mar Caribe, se llena de confianza. Podría detenerse en Caracas un rato, descansar ante los embates de la naturaleza, pero cumplirá con la promesa de llegar a su destino.

Desde Maracay, seis mil personas esperan su llegada. Juan Vicente Gómez, el vicepresidente —su hijo— y virtualmente toda la colonia norteamericana de Venezuela miran a los cielos. Son las 3:30 PM y las nubes siguen intactas. “¡Ahí se ve!”, señala alguien poco después de las 4. Falsa alarma: un águila que vive por la burla aterriza en su lugar. Pasan las horas, el nerviosismo se respira, la noche comienza a asomarse. De repente, desde el sudeste, las alas doradas del Spirit of St. Louis resplandecen. A las 6:10 PM, pues, el público deviene en aplausos y silbidos. Antes de que el monoplano toque el suelo, resuelve con piruetas nunca vistas antes el tiempo perdido por los espectadores. No cabe duda: ante los ojos de venezolanos, gringos y otros tantos inmigrantes y sus hijos, se está revelando la Historia.

Venezuela is his for the taking” (1), diría el Benemérito según los periodistas del New York Times pendientes de registrar el evento. Cornelius Van H. Engert, embajador de los Estados Unidos, abraza al piloto y lo guía a través de la multitud hasta la cabecera del país. Este se relame los bigotes y, ya con Lindbergh de frente, le pone una medalla alrededor de su cuello —la Orden del Libertador—. A comienzos del siglo XX, ¿quién hubiera pensado que esta hacienda fragmentada, repleta de próceres caídos, tendría visitantes tan insignes?, ¿quién hubiera pensado que la modernización y sus garantes tendrían el terruño como pedestal, y no como mera referencia?

Mientras tanto, a más de cien kilómetros de distancia, las estrellas de Caracas les dan la espalda a los reclusos de La Rotunda. Uno de ellos, aguantando las lágrimas y el dolor de los grilletes en los tobillos, las observa y se inspira en ellas a pesar de su desdén. Las observa y escribe versos sobre el engaño del presente, sobre lo que no ven los turistas y los héroes extranjeros en Venezuela. “Aunque sepas que el Bagre se desmaya, / no se lo digas al Doctor Arcaya. / No digas que está enfermo o que está viejo / y fuma Tocorón. No seas pendejo”, anota Andrés Eloy Blanco. Le han servido vidrio molido en la comida, pero abre la boca y ríe. Literalmente no puede caminar, pero mira hacia el futuro más allá de los barrotes de hierro.

The poem is always a record of failure” (2), escribe Ben Lerner en The Hatred of Poetry. Si creemos en esta sentencia, podríamos resaltar entre los poemarios de Andrés Eloy su Barco de piedra. Después de todo, el texto consta de versos escritos y aprendidos de memoria en el tiempo que atravesó el poeta entre La Rotunda y el castillo de Puerto de Cabello —en el tiempo que la libertad que cantaba se volvió, sin lugar a dudas, una fantasía—. Si bien no participó en las protestas de la Generación del 28, pues Andrés Eloy era mayor que ellos, hizo girar por años un periódico clandestino llamado El Imparcial que promovía las mismas ideas. Así pues, fue encarcelado junto a otros tantos que profesaban el fin del gomecismo.

No solo vale la pena revisar el libro por el contexto crudo en que se escribe, cada poema también encierra dificultades y decepciones. Es decir, el libro no solo consigue sus alas al nacer de las entrañas de Medusa, sino que cada fragmento que lo compone es una gorgona decapitada. Barco de piedra nos expone sin pena ni gloria los remolinos que el poeta ha atravesado para que no nos quede duda de cómo logró seguir navegando.

Tomemos, por ejemplo, Tren. Allí se lee lo siguiente:

De repente, en el mediodía

ha llegado a nosotros el silbido de un tren.

Neto e inconfundible, llegó todo el pitazo,

hasta con aquel eco más débil

que dice que el tren se aleja,

aquella cola larga y moribunda

que va arrastrando el núcleo del sonido.

 

Los silbidos son cometas de música.

 

Nos alegramos súbitamente

y súbitamente nos entristecemos.

En el mediodía, el tren

nos ha llevado a todos los campos azules;

en este sopor, ese pito

es la válvula de escape del día

y pensamos que el mundo iba a soltar los frenos

y todo iba a marchar.

 

Ahora hemos quedado

oyendo este silbido, ya casi imperceptible.

Todos somos un indio; se fue la última flecha

y no ha dado en el blanco;

el indio oye silbar el astil que se aleja

y afloja lentamente el corazón y el arco…

 

La fugacidad y sus distintas alusiones centran estos versos. Más allá del fracaso explícito en la escena, de la esperanza fallida, hasta ridícula de los presos que escuchan el tren pasar, el poema falla doblemente al describir un instante y su pesadez en tantas líneas. Falla, claro, por lo que se distancia del azul del cielo, de lo apenas visible, y cae sobre el suelo que fractura sus sentidos en pedazos de metáfora, de estilo.

Pero, ¿para qué quedarnos en escenas que se nos presentan con tanta sobriedad, que se nos hacen tan fácilmente imaginables? Bien sabemos todos los que hemos sido golpeados por un futuro que no se da —muy bien lo sabemos, además, luego de tantas bombas lacrimógenas estos últimos años—, que la derrota también altera nuestra percepción, no se queda en las emociones que sentimos en algunas circunstancias. Ojeemos un par de poemas del libro que delatan este efecto:

 

Todavía me asusto al recordarlo.

Anoche vi en el techo de la cárcel

un gato verde.

 

Me miraba con ojos de vidrio,

arqueaba su cuerpo enlunado

y en su rabo bailaba una víbora

verde.

 

Puede que sea un gato negro,

que, de viejo, ya estuviera verde,

o un gato de piedra forrado de musgo,

pero lo he visto y era

un gato verde.

 

Me miraban los ojos

de mujer del gato

y transparentaba como diluidos

venenos aquel gato verde.

 

Debe ser amarillo en otoño

y blanco en invierno.

¿Será el alma quizá, de un astrólogo

ese gato verde?

 

Solución de cobres,

magnética esencia,

¡cómo estaba toda la noche metida

en el gato verde!

 

El gato verde, se titulan estas estrofas. Las sigue La obsesión:

 

¡Le agarré por el cuello al gato verde!,

él se enrollaba y tendía las manos

para cogerme;

le hice girar diez, cien, mil veces,

como una honda, y lo lancé al espacio;

allá arriba giró como un pelele,

subió, dio tres piruetas y se agarró al tejado,

se echó, se puso a verme,

con una risa entre los labios,

guiñándome los ojos, con el rabo pendiente,

como un retoño de árbol;

meditó un poco, masculló dos erres…

después, dio un salto

y entre mis brazos cayó el gato verde

y aquella noche se durmió en mis brazos.

 

¿Será que el veneno que les introducían a los alimentos en la cárcel lo hizo, muy literalmente, delirar? No lo sé, la respuesta tampoco tiene por qué evitar que profundicemos en los poemas. En cualquier caso, resalto un comentario de la Teoría de los colores de Goethe sobre el verde: “The eye experiences a distinctly grateful impression from this color (…). The beholder has neither the wish nor the power to imagine a state beyond it (3)”. Podríamos pensar, pues, que el verdor que secuestra la mirada de Andrés Eloy representa la peor de las conformidades, la desesperanza aprendida de los prisioneros. Un gato verde es el abrazo que le pedimos a la sombra; un gato verde es el cariño que buscamos en la página doblada.

Otro poema que no podemos pasar de largo del libro es Soledad. Forma parte de un segmento titulado La casa de Abel, escrito a partir de la noticia que se les dio a los presos sobre el terremoto de Cumaná en 1929 —una noticia que devastó particularmente al protagonistas de estas páginas, pues nació y se crió allá—. Vayamos con sus versos:

 

Soledad y obediencia.

Veo caer lo mío en torno mío

y doblo la cabeza.

 

Vamos camino arriba, oh gozo doloroso,

lejos de todo y cerca

lejos vistos de cerca, cerca, vistos de lejos,

como las estrellas.

 

¿Quién nos dirá si es cierto

que la ciudad, la cuna ya es mar y ya no es tierra?

¡Adelante! Probemos a mirar hacia arriba:

¡algo puede que traiga el sorbo de horizonte

que bebe el centinela!

 

Náufrago en el sudor de la noticia;

Náufrago el corazón en el golfo del pecho.

Soy aprendiz de grande: soledad y obediencia.

Pero tiemblo en la misma sacudida

que mi clara ciudad echó por tierra…

 

Doblegado por la naturaleza, derrotado por los juegos de la razón, torturado por los maleantes del gobierno. Definitivamente, en Barco de piedra, Andrés Eloy se erige como la figura trágica que, según Ben Lerner, es necesariamente el poeta. Ahora bien, en todos estos poemas se mira más allá, se mira hacia afuera, se evita cerrar los párpados como conclusión de la propia historia. ¿Podríamos resignarnos, como tal vez nos invitan a hacerlo desde La Rotunda, a la esperanza?

***

“Mi padre no nos recitaba poemas de niño”, me cuenta Luis Felipe Blanco, hijo primero del cumanés, “pero lo podías escuchar desde el otro lado de la puerta cuando se encerraba en su cuarto a escribir”. Pocos años luego de su salida de la prisión, murió Gómez y pudo participar libremente en la política. Más años después, tras haber cumplido como presidente de la Asamblea Nacional Constituyente y durante su ejercicio como ministro de Relaciones Exteriores, tuvo que exiliarse de Venezuela por el golpe de Marcos Pérez Jiménez —Luis Felipe con apenas tres años de nacido—. Pero no pensemos que la consecuencia de estos hechos fue el encierro del corazón.

A pesar de la anécdota anterior, la consciencia de la función poética no se escapaba de su trato con sus hijos. “Él nos enseñaba sobre las guerras de la historia con barajas españolas”, comenta Luis Felipe. Se sentaba con ellos, sea en La Habana o después en Cuernavaca, a darles el rol de cierta figura histórica a cierta baraja y escenificar eventos del pasado. Según se cuenta, la muerte de Sucre fue particularmente anonadante, y la guerra de Waterloo y la llegada de Cortés eran de los capítulos favoritos de su padre.

Ben Lerner, su supuesto odio de la poesía, vienen al caso otra vez: cree que Philip Sidney exageró en su Defense of Poesy su descripción de la poesía, pues el renacentista inglés decía que “it can move us, not just teach us facts (4)”. Si nos quedamos con lo menos, pareciera que cierta intención de enseñar —o, sin lugar a dudas, un gran ímpetu de exhibir— es un mínimo que requiere la poesía. Y el poeta que fue, que muy bien performó Andres Eloy Blanco, tuvo la pedagogía muy presente en la construcción de sus ilusiones, fueran en la página o en la tragedia. Más allá de la escena con los chamos antes retratada, Luis Felipe hace énfasis en la labor educativa de su padre cuando estuvo en La Rotunda. No todos los presos allí tenían carácter político, muchísimos no sabían leer ni escribir: no fue hasta los cuarenta que se hicieron planes nacionales de alfabetización en el país. Así pues, el cumanés lideró talleres de lectoescritura para buena parte de quienes lo acompañaron con grilletes en sus pies. Un participante estrella de estas sesiones era “un obrero que mataron de una paliza, de esas que les daban a los presos”. Por ello, bautizaron esas sesiones luego como la Cátedra Libre Cipriano Martínez, en su honor. Lo popular como componente del arte lírico estuvo muy claro para Andrés Eloy —recordemos, siempre, las figuras del aedo, del juglar, del trovador—, prefirió con plena razón sellar la memoria de sus alumnos, pues, que repetir su nombre en cada proyecto suyo.

La búsqueda de otras caras que se proyectaran más allá de la suya, también iba de la mano de pensamientos que se movieran en otros caminos a los suyos. “Amortiguador de la democracia, lo llamó Rafael Caldera por su labor en la Asamblea Nacional Constituyente”, comenta Luis Felipe. Por otra parte, el poeta tenía varias hermanas ligadas al gomecismo hermanas con quienes comulgaba en almuerzos los domingos, a pesar del cambio rocoso que fue la Revolución de Octubre: Lola Blanco de Palacios era esposa de Juan José Palacios, quien fue presidente —el término hoy sería gobernador, aunque aquellos se elegían desde el ejecutivo— del Estado Monagas; Luisa Antonia Blanco de Sotillo fue esposa de Pedro Sotilla, Secretario de Gobierno cuando presidía Medina Angarita el país, y María Luisa Blanco de Silveira, quien estuvo casada con Manuel Silveira, exministro de Obras Públicas. Están claro que la familia fundamenta la vida digna para nuestro cumanés: ¿o acaso la tradición no nos ha legado Los hijos infinitos entre sus textos más recordados?

En cualquier caso, el aferramiento  —¿o la sumisión?— a un mejor después siempre lo mantuvo tirando flechas, lanzando dardos, dictando conferencias en público o en privado. Durante sus últimos años de vida, montones de venezolanos lo visitaban a Cuernavaca; muchas veces se quedaban a dormir, incluso. Pero los encuentros a veces resultaban agridulces: “A él le incomodaba que algunos venezolanos dijeran que Venezuela no se podía arreglar, que no había futuro allí”. Siete años de exilio, de recibimiento más que grato en otros lados de América Latina, no bastaron para que dejara a su país en el pasado. Verdaderamente trágico, pues, su muerte como consecuencia de un accidente de tránsito: venía de salir de una cita con un especialista del corazón, de una cita que le daba razones para seguir en la prédica de la poesía y la política.

***

Para Jacques Rancière, no todas las expresiones artísticas que se hacen llamar políticas lo son del todo, algunas son policiales. En El espectador emancipado, lo último, la policía, vendría a ser el orden “que anticipa las relaciones de poder,” la “lógica de los cuerpos en su lugar en una distribución de lo común y de lo privado, que es también una distribución de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido”. Por otra parte, la política sería lo que rompe ese mismo orden mediante “la invención de una instancia de enunciación colectiva que rediseña el espacio de las cosas comunes”. El arte, entonces, idealmente político, debería “[movernos] a la indignación al mostrarnos cosas indignantes (…) y [transformarnos] en opositores al sistema dominante al negarse a sí misma como elemento de ese sistema”. Si bien hay quien podría sospechar que, por haber estado en puestos altos de gobierno un par de años, los escritos de Andrés Eloy pueden emparentarse con las fuerzas de seguridad, creo que su labor poética fue sobre todo disruptiva.

Pienso que en Barco de piedra, la cuestión queda clara: los poemas no solo se desdoblan en su forma, sino que refleja las condiciones de una muchedumbre puesta presa por mera arbitrariedad, por las ganas de un sistema que necesita mostrar el tamaño de su pene después de la crítica. Pero en su composición, también se rediseña la escritura. No todas las hermanas del poeta tuvieron vínculos amorosos con gomecistas, hubo una que fue, si se me permite el término, revolucionaria. Me refiero a Rosario Blanco, cuya participación en relación al libro —y a la Cátedra Libre Cipriano Martínez— es muy difícil de ignorar. Según Luis Felipe, metía libros en los pliegues de su falda para dejarlos cuando visitaba a los presos. En particular, pues a su papá le gustaba darle cuerda al cuento, recuerda que en una ocasión les dejó un libro de Fray Luis de León: “En los márgenes, los presos anotaban poemas, experiencias, cualquier cosa”. Nuestro cumanés se buscó cualquier salida, y jamás hubiese logrado su cometido sin el rol protagónico de una Rosario que se entregó al riesgo total por el arte.

Valdría la pena, creo, también detenerse en el rol de humorista de Andrés Eloy. Bien el humor suele ridiculizar una tragedia, dar luz sobre un sinsentido o dar respiro a una situación ruda cuando se utiliza de forma política. Revisemos, por ejemplo, unos versos famosos pasados en un papelito en sus tiempos como constituyentista: “Cosas que no son de ley / siempre resultan un fiasco: / mujer orinando en frasco / y negro inscrito en Copei”. Sin lugar a dudas, resultan bastante problemáticos ante los avances de las luchas feministas, trans y raciales en el siglo XXI; podrían resultar, incluso, condescendientes. Pero hay que resaltar que el receptor de ese chiste en cuatro líneas, José Camacho, era muy querido por el poeta. Distintos tiempos y distintos lugares dan pie a distintas formas de expresarnos, supongo, y la intención del protagonista de estas páginas pareciera ser visibilizar ironías dentro de su concepción de lo típico, no discriminar activamente.

En cualquier caso, a Andrés Eloy le gustaba definirse a sí mismo como un poeta prestado a la política. Que si bien comenzó, en sus palabras, como “poeta de juegos florales,” la devoción por el país y por el otro superó la afinidad por el amor más egoísta en su trayecto. Y esa devoción se tradujo en rediseñar su realidad, oponerse a las garras de quienes ni necesitan comer ratones y demostrar la belleza detrás de lo maquillado, tanto en las páginas como en las calles. Me atrevo incluso, muchas décadas después a corregirlo: Andrés Eloy era un Poeta —con P mayúscula, no cabe duda— precisamente porque sus versos eran políticos.

***

Yo no quiero tener hijos. Estas palabras las he repetido demasiadas veces desde mediados de bachillerato. Me he justificado la afirmación, en ocasiones, bajo el pretexto de que soy muy ambicioso, de que me entrego muy ansiosamente a las causas que me interesan: no quisiera ser un padre ausente, menos si me dedico a otras personas a costa de una hija, de un hijo. También está mi contexto profesional: como escritor o profesor, oficios bien complicados en nuestro mercado contemporáneo, ¿cómo garantizarles a mis hijos un techo mínimamente decente, algo de buen entretenimiento? También está mi trastorno bipolar: ¿podría cuidar bien a mis niños si todavía sigo aprendiendo, tropezón tras tropezón, a cuidarme a mí mismo?

No hace falta reducir eso de no querer chamos a mi individualidad. La cuestión económica para mi generación ha sido particularmente ruda en el globo entero. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos:

The cost of living has become increasingly expensive for the middle class, as the cost of core services and goods such as housing have risen faster than income. Traditional middle-class opportunities for social mobility have also withered as labour market prospects become increasingly uncertain: one in six middle-income workers are in jobs that are at high risk of automation. Uncertain of their own prospects, the middle class are also concerned about those of their children; the current generation is one of the most educated, and yet has lower chances of achieving the same standard of living as its parents (5).

Si ese es el caso para la clase media, sale bien rudo imaginar el panorama de quienes se encuentran en estratos inferiores. Si eso es en los países supuestamente desarrollados, ni pensar cómo será la cosa para países como Venezuela. Vale, ni hay que tratar de pensarlo, quienes nacimos en los años noventa hemos vivido muy claramente esta debacle económica: nuestros cuerpos están repletos de cicatrices llamadas exilio y diáspora.

Es muy posible que peque de ingenuo, pero tal vez conseguimos una buena refutación en Los hijos infinitos. Vamos, vale bastante la pena recordar cada una de sus estrofas:

 

Cuando se tiene un hijo,

se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera,

se tiene al que cabalga en el cuadril de la mendiga

y al del coche que empuja la institutriz inglesa

y al niño gringo que carga la criolla

y al niño blanco que carga la negra

y al niño indio que carga la india

y al niño negro que carga la tierra.

 

Cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños

que la calle se llena

y la plaza y el puente

y el mercado y la iglesia

y es nuestro cualquier niño cuando cruza la calle

y el coche lo atropella

y cuando se asoma al balcón

y cuando se arrima a la alberca;

y cuando un niño grita, no sabemos

si lo nuestro es el grito o es el niño,

y si le sangran y se queja,

por el momento no sabríamos

si el ¡ay! es suyo o si la sangre es nuestra.

 

Cuando se tiene un hijo, es nuestro el niño

que acompaña a la ciega

y las Meninas y la misma enana

y el Príncipe de Francia y su Princesa

y el que tiene San Antonio en los brazos

y el que tiene la Coromoto en las piernas.

 

Cuando se tiene un hijo, toda risa nos cala,

todo llanto nos crispa, venga de donde venga.

Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro

y el corazón afuera.

 

Y cuando se tienen dos hijos

se tienen todos los hijos de la tierra,

los millones de hijos con que las tierras lloran,

con que las madres ríen, con que los mundos sueñan,

los que Paul Fort quería con las manos unidas

para que el mundo fuera la canción de una rueda,

los que el Hombre de Estado, que tiene un lindo niño,

quiere con Dios adentro y las tripas afuera,

los que escaparon de Herodes para caer en Hiroshima

entreabiertos los ojos, como los niños de la guerra,

porque basta para que salga a toda la luz de un niño

una rendija china o una mirada japonesa.

 

Cuando se tienen dos hijos

se tiene todo el miedo del planeta

todo el miedo a los hombres luminosos

que quieren asesinar la luz y arriar las velas

y ensangrentar las pelotas de goma

y zambullir en llanto los ferrocarriles de cuerda.

Cuando se tienen dos hijos

se tiene la alegría y el ¡ay! del mundo en dos cabezas,

toda la angustia y toda la esperanza,

la luz y el llanto, a ver cuál es el que nos llega,

si el modo de llorar del universo

o el modo de alumbrar de las estrellas.

 

No me da vergüenza decirlo, me parece sano, hasta ideal, tener una dosis sana de utopismo en nuestras acciones. Y creo que Andrés Eloy generó varias utopías en sus cantos, así como quiso edificar algo mínimamente cercano a una desde sus instantes en el gobierno. Puede que horizontalizar la situación de un hijo muy privilegiado y el de otro literalmente miserable dentro de la experiencia paternal de uno sea, para algunos, un poco demasiado, pero para el poeta la paternidad duele, y el dolor es una de las cadenas más sólidas que nos junta a toda la humildad; la paternidad duele, pero así como ir al gimnasio o desenamorarse —disculpen si son los ejemplos más banales a los que puedo acudir—, el después desvela lo más hermoso de nosotros. Además, ¿no es habitar, sembrar espacios y posibilidades de que nuevas generaciones fantaseen de nuevas maneras, muy precisamente la cultura?

“La única diferencia entre la poesía y la retórica / es estar lista para matarte / a ti misma/ en vez de a tus hijos”, nos enseñó Audre Lorde. Y en ese sentido, Los hijos infinitos es la consecuencia natural de las crueldades que se describen en Barco de piedra. El tormento que sufrió Andrés Eloy por no poder caminar con grilletes en sus pies, se volvió una tormenta que enverdeció las calles para que otros quisieran salir a pasear. La acción política a lo largo de su vida lo acercó muy literalmente a la muerte, y sus acciones políticas insistieron en otros mundos para proteger a los demás de entonces y del después. Tras darle tantas vueltas al asunto durante el texto, ¿no son estas, al final, lo mismo?

No sé si quiero tener hijos ya, mi postura se ha vuelto más flexible. Creo, eso sí, que la biografía de Andrés Eloy Blanco demuestra que tiene sentido insistir en pensar un futuro mejor; la Venezuela de cuando fue apresado y la que quedó tras su paso por la política no tienen comparación. Creo, también, que su arte vuelve bien tangible la idea de que podemos descubrir lo más hermoso en las entrañas del horror. El ahora tal vez sea grotesco, pero no nos resignemos, mañana es mejor.


Notas

1 Traducción del autor: “Venezuela es suya para tomar”.

2 T. del A.: “El poema siempre es un registro del fracaso”

3 T. del A.: “El ojo experimenta una impresión particularmente satisfactoria de este color (…). Quien lo mira no tiene ni el deseo ni el poder de imaginar un estadio más allá del mismo”.

4 T. del A.: “Puede conmovernos, no solo enseñarnos hechos”.

5 T. del A.: “El costo de vida se ha vuelto cada vez más caro para la clase media, pues el costo de servicios y bienes básicos como la vivienda, ha subido más rápido que los ingresos. Las oportunidades tradicionales de la clase media para movilizarse socialmente se han disminuido, ya que el panorama del mercado laboral se ha vuelto cada vez más incierto: uno de seis trabajadores de ingresos medios tienen trabajos que están en riesgos altos de ser automatizados. Insegura sobre sus propias posibilidades, la clase media también está preocupada sobre las de sus hijos; la generación del hoy es una de las más educadas, y sin embargo, tiene menos oportunidades de lograr el mismo estándar de vida que sus padres”.


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