This must be the place | Ricardo Armas

Por HUMBERTO VALDIVIESO

The only difference between courage

and unrealistic hopefulness is success.

Jack kerouac

En el otoño de 2021 fue inaugurada la muestra This must be the place: Latin American Artist in New York 1965-1975. Permanecerá en la Americas Society de esta ciudad hasta mayo de 2022.En ella puede apreciarse la producción de los artistas latinos que emigraron o estuvieron de paso ahí durante esa década. Se trata de una investigación rigurosamente documentada con obras, datos biográficos e inmersa en el espíritu de aquellos años. Con todo, la museografía, lejos de cultivar un discurso nostálgico, permite a lo reunido en las salas trazar ciertas líneas estéticas, conceptuales y sociopolíticas que pueden rastrearse hasta nuestros días. Su curadora, Aimé Iglesias Lukin, explica en el catálogo que los cuarenta y un artistas y diez colectivos presentes conformaron una escena cultural heterogénea con ideas, pasados, experiencias migratorias y modos de expresión diversos. Asimismo, que ahí no se muestra un conjunto uniforme de individualidades sino una red de grupos superpuestos interactuando e intercambiando.

Aquel “lugar”, en los años 60 y 70 del siglo XX, tenía un ambiente propicio para transformar conceptos, modos de vida y estructuras sociales anquilosadas. También, para la participación en luchas políticas urgentes y la reivindicación de la dignidad humana ante las injusticias sociales. Había un ímpetu por revisar las identidades, liberar al cuerpo de las estructuras de poder y expandir la conciencia. Experimentos con nuevos medios, materiales y formatos comulgaban con performances, acciones y happenings. Nueva York no era la tradición sino un laboratorio del presente. Aquellos jóvenes inconformes, y en muchos casos desplazados de sus países de origen por regímenes totalitarios, llegaron ahí para convertirse en investigadores del devenir. Tal como los “aeronautas del espíritu” de Nietzsche se lanzaron al infinito sin considerar los límites. Integraron el aliento que los sacó de sus tierras con experiencias de otras partes del planeta y la energía de aquella megalópolis que los recibió. Habitaron los círculos de las élites que habían hecho de esa urbe el centro del mundo. Colaboraron en sus talleres, participaron de sus exposiciones y militaron en sus luchas poéticas e ideológicas.

Con todo, la producción hecha por los latinoamericanos durante aquella época permaneció al margen, un tanto invisible para la historia y la crítica. No importa el alcance posterior de maestros como Marta Minujín, Juan Downey, Luis Camnitzer, Liliana Porter, Hélio Oiticica o Rolando Peña, entre otros, lo hecho durante sus inicios en Nueva York estaba relativamente oculto en las grietas de la historia. Tampoco había sido reunido de esta forma. En realidad, se hallaba en los intersticios de la escena generada por celebridades como Andy Warholcon, las cuales algunos de ellos compartieron. Otro tanto ocurrió con colectivos como Charas, CHA/CHA/CHA, Contrabienal, New York Graphic Workshop y todos los que están presentes en la muestra. Incluso, vale acotar alguno que no lo está. Es el caso de Fundation for the Totality, integrado por Rolando Peña, Juan Downey, Manuel Quinto, Waldo Balart y Jaime Barrios.

Un poco antes de esta oleada, aclara Aimé Iglesias, ya había una comunidad latina influente integrada por los artistas Marisol Escobar y Fernando de Szyszlo, entre otros. La importancia de esta muestra consiste en que ha revelado en su conjunto un territorio fértil y complejo. A partir de él, podrán elaborarse relaciones aún desconocidas, reconocer trabajos pioneros y sopesar lo que significa esa heterogeneidad, esa voz contestataria y desplazada del arte latinoamericano en Nueva York en la segunda mitad del siglo XX.

The American Way

Dos versos del poeta Gregory Corso esbozan la crisis que conmocionaba a los Estados Unidos, y a casi todo Occidente, en aquel tiempo: “Do I say the Declaration of Independence is old? / Yes I say what was good for 1789, is not good for 1960”. Ante una tradición que lucía decrépita era indispensable encontrar respuestas diferentes a los dilemas humanos. En este sentido, ambiente y expansión constituyeron los leitmotiv de buena parte de lo vivido y elaborado por estos artistas.

Lo primero es una propiedad del espacio energético, más que del físico. El movimiento ¾danza, performance, happening, activismo¾, aunado a la tecnología audiovisual y a la electrónica, urdía una nueva escala de percepción, en el sentido que McLuhan le dio. Había cambiado el “territorio” y con ello el espacio, el tiempo y el modo de actuar. Los artistas latinoamericanos estaban inmersos en el ambiente de la contracultura y ahí lo diferente no era la idea de obra de arte sino el arte mismo como medio, todo su sistema de producción y expresión. El “proceso”, la acción: el instant replay constituían el modo expresivo dominante. El “arte vivo” de Alberto Greco, Kidnappening de Marta Minujín, Untitled de Liliana Porter y los fotomatones de Rolando Peña son muestra de ello. El “hacer” y tener conciencia del instante presente era no solo una vía de redención poética sino un ejercicio de libertad. No había “el camino” sino la experiencia de deshacer el camino establecido, tal como lo indica el verso de Corso: “The only way out is the death of the Way”.

El carácter experimental de ese ambiente coincidía con la necesidad de expandir el espíritu, el cuerpo, las ideas y la libertad. La psicodelia tenía mucho de visión cósmica. Las búsquedas dentro de ese espacio abierto, inconforme y hasta cierto punto inocente ¾tal vez mucho de serendipia aunada a la reflexión y el espíritu combativo¾ estaban guiadas por la intuición. Si el mundo carecía de una vía segura por la cual transitar, todo debía ser imaginado de nuevo. El arte era experimental en el sentido que le dio John Cage: “Lo que sucede antes de que haya habido oportunidad de medirlo”. Semejante talante empírico provenía de la conjunción entre la indetenible necesidad de revisar lo establecido, las disquisiciones ideológicas y mucha pasión libertaria. El deseo, emanado de un Eros transgresor, movía el arte fuera de todo límite. Para Rolando Peña “fue una era de iluminación que estaba acompañada, aunque parezca contradictorio, de una gran inocencia. En el fondo, nosotros éramos unos grandes inocentes, hicimos todo ese trabajo con el corazón: por amor al arte, a la aventura, a caminar sobre la cuerda floja sin malla protectora. No pensamos en nada de económico. Alrededor de nosotros muchos se hicieron millonarios con esas cosas que hicimos”.

Más allá de formatos y medios pensados para grillas, escalas, normas de concatenación de imágenes o palabras; más allá de los principios dogmáticos de las ideologías en boga estaba el impulso hacia otras lecturas del cuerpo y la identidad. El asunto no era el perímetro adecuado sino lo que lograba infringirlo y fugarse. Aquello que conllevaba a preguntas distintas sobre la vida y la expresión. Ejercicios donde desarmar los límites tenía algo de redención social y espiritual. Scape Point, grabado sobre papel de Anna María Maiolino, muestra unas líneas abandonando el cuadro, fugándose y cayendo hasta adoptar un ritmo sinuoso. Emancipación, feminismo, libertad y otros tantos caminos fomentaban rituales alternativos. Los artistas procuraban prácticas artísticas asociadas a la subversión del margen, la descomposición y el remix, la liberación sexual y la trascendencia del alma. Adbias Do Nascimento creaba desde el candomblé, Zilia Sánchez indagaba en el cuerpo femenino y el equilibrio, Waldo Balart abordó la abstracción y Alicia Barney catalogaba y reordenaba el desperdicio urbano.

Para la curadora, algunos de los artistas expuestos ¾imposible mencionarlos todos aquí¾ trabajaron en “los intersticios de categorías culturales tradicionales e ideas avanzadas sobre la identidad que no fueron discutidas por los teóricos sociales hasta la llegada del multiculturalismo en los años 80”.

El juego del mundo

Escribió Jacques Derrida que “es el juego del mundo lo que es necesario pensar ante todo: antes de tratar de comprender todas las formas de juego del mundo”. Lo expuesto en Americas Society deja ver un juego de entrecruzamientos artísticos, ideológicos y técnicos a medio camino entre la ruptura y el empoderamiento. Rituales comunes que permitían reorganizar cuerpos, conceptos, espacios y tiempos. Aunque cada artista tenía su propio mapa nada entre ellos parece estar separado: la experiencia de uno está vinculada a la de los otros por el pulso de aquella década. Quizá, dando una mirada más atenta al material hallaríamos un rico intermezzo cultural no siempre evidente. Ese espacio impreciso nos mostraría cómo el esfuerzo por deconstruir los discursos políticos y sociales de sus regiones de origen estaba sensiblemente afectado por las vibraciones culturales y espirituales de Nueva York. Definir la propia conciencia humana suponía a la vez un juego con la universalidad de la tecnología y el camino hacia la globalización. El happening El Chede Rolando Peña es muestra de ello. También lo son, de forma más intima, los gestos gráficos de José Guillermo Castillo.

El “juego del mundo” en esta ciudad que era “centro del mundo” estaba lleno de identidades plagadas de clichés e infinidad de micro narrativas de lo que suponía ser latinoamericano, artista e inmigrante. De ahí que la reorganización del espacio y la conciencia pidiesen un esfuerzo de experimentación que no necesariamente conducía a un programa específico, a la conquista de un territorio. ¿Cómo podía haber un territorio si aquel “lugar” era energía en movimiento? Las Situaciones límites de Anna Bella Geiger, por ejemplo, sugieren las mutaciones del cuerpo de la ciudad, del cuerpo político y social, y de su propia mirada como artista en una poética del deshacer y representar la contradicción. Otro tanto ocurre en las performances de Silvia Palacios Whitman, donde el cuerpo experimenta con tensiones y maneras de lidiar con la fuerza de gravedad. En general, hallamos poéticas múltiples en diálogo con lo íntimo y lo público, la libertad o el amor universal. Raquel Rabinovich, en sus estructuras de acrílico, se aproxima sutilmente a experiencias espirituales: lo invisible, la oscuridad y el silencio.

La integración de medios y formatos, la incorporación de la informática en ciernes y los vínculos entre la imagen del robot y la figura humana eran inherentes a la materialidad lumínica y mediática de la ciudad. El arte del video, la fotografía intervenida y el registro, la gráfica panfletaria, las técnicas de la industria publicitaria y los espectáculos multimedia eran habituales en la contracultura de aquellos años. También de las experiencias vinculadas a la psicodelia. Las ideas de Walter Benjamín, Marshall McLuhan y Guy Debord flotaban en el ambiente y pueden rastrearse en estos trabajos. Había una necesidad, quizá una vehemencia, no siempre consciente en esos artistas latinos¾la cual sabemos continúa hasta el arte contemporáneo¾, de relacionar lo que el presente les ofrecía. No como programas o datos ordenados que pudiesen leerse de manera uniforme sino como fragmentos de búsquedas a veces inconexas: moléculas chocando en el espacio.

The illustration of art de Antonio Días ¾quien trabajaba apropiación, intervención y medios mixtos¾ muestra un hilo conductor que conecta las técnicas de re-ensamblaje similares a la de afamados artistas ¾Cut upde William Burroughs, por ejemplo¾ con la promiscuidad de medios posmoderna que llegaría unos años después. Anthropomorphicals I y II de Enrique Castro Cid es un proyecto pionero de la simbiosis entre humano y máquina (conciencia y cibernética) que anuncia el ciborg por venir. Los trabajos de Juan Downey donde los medios dialogan con lo humano en una ecología de interacciones multimedia, las performances y los foto matones de Rolando Peña con su mezcla de imagen-expresión-instante y los videos de José Rodríguez-Soteldo están en ese “devenir-inmotivado” del cual nos habla Derrida y que podemos sopesar en la experiencia de estos artistas como un existir justificado en el hacer: espacio, identidad, política, libertad: vida.

Mucho hay por decir a partir de esta muestra. También son cuantiosas las relaciones por establecer y los vacíos por llenar en la historia de estos artistas en Nueva York. Esto nos indica que el resultado de la investigación es un valioso aporte y una invitación, ciertamente provocadora, a seguir desocultando la labor de los latinoamericanos en esos años luminosos.


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