Karina Sainz Borgo | Clara Rodríguez

Por ROBERTO LOVERA DE-SOLA

“El cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.

Miguel de  Cervantes: Don Quijote

Debemos comenzar nuestro comentario sobre la novela de Karina Sainz Borgo [1982] La hija de la española señalando por qué este libro se ha convertido en un hito literario: el volumen se ha editado en 28 países distintos, traduciéndose a 10 idiomas. La revista Time lo consideró uno de los más importantes libros del año 2019; recibió también los premios de Le Figaro de Francia y el O’Henry en Estados Unidos. Reiterándose también el interés que sobre los hechos sucedidos en Venezuela en estos años se tienen en diversos países. Nosotros sabíamos que un día ello se haría público. Con estos importantes logros no podemos dejar de reiterar lo que antes hemos sostenido varias veces: que la literatura venezolana vive en la actualidad un  momento luminoso, desde 1999.

Tenemos en nuestras manos La hija de la española, la primera novela de la periodista caraqueña Karina Sainz Borgo; es también su tercer libro. Es una obra en la cual los venezolanos nos podemos mirar ante un espejo en el momento trágico que vivimos. Veremos en su anécdota, tan verazmente contada por su magnífica autora, cómo destruir es más fácil que construir. Edificar fue lo que hizo Venezuela desde la creación del Estado moderno por Juan Vicente Gómez, a partir, primero, del Congreso de Municipalidades [1911], donde se trazó el programa de aquel gobierno y, segundo, desde 1913, cuando aquel presidente, un dictador creador, nombró al ingeniero Román Cárdenas [1862-1950] ministro de Hacienda. En las manos de Gómez y en la acción del doctor Cárdenas nació el Estado moderno entre nosotros, que otro dictador constructivo, Antonio Guzmán Blanco [1829-1899], había esbozado en los años setenta del siglo XIX, pero que no pudo rematar porque no tuvo los hombres con quienes hacerlo. Lo que vino tras él, especialmente con Andueza Palacio, fue la guerra civil que solo logró detener Gómez en 1903. Desde allí la construcción no cesó hasta 1998, especialmente desde 1913, y desde los años de la República Civil [1958-1998], la edificación de la Nación.

En 1999 tomó posesión el gobierno que destruyó todo lo construido, asunto que es el que nos narra Sainz en una novela tan bien hecha, que quien la abra no podrá cerrarla hasta llegar a su última línea, en donde se lee: “A mi tierra, siempre rota. Repartida a ambos lados del mar”. Y cuando el lector cierre el volumen, su cara estará llena de lágrimas, tal lo que la novelista nos narra.

Puntos de mira de La hija… son los que siguen: “Enterramos a mi madre con sus cosas… Mientras redactaba la inscripción para su tumba, entendí que la primera muerte ocurre en el lenguaje, en ese acto de arrancar a los sujetos del presente para plantarlos en el pasado. Convertidos en acciones acabadas. Cosas que comenzaron en un tiempo extinto”. Más adelante: “El desánimo se abría paso con la misma fuerza de la desesperación de quienes veían desaparecer todo cuanto necesitaban: las personas, los lugares, los amigos, los recuerdos, la comida, la calma, la paz, la cordura. ‘Perder’ se convirtió en un verbo igualador que los Hijos de la Revolución usaron en nuestra contra”. Este que hemos descrito es el ámbito en el cual trascurre esta novela, en ella aparece casi paso a paso la violencia reaparecida entre nosotros, que creímos muerta desde 1903 en las aguas del Orinoco cuando el general Gómez puso fin a nuestras guerras civiles y al caudillismo, pero reapareció en neocaudillismo, que creíamos muerto, ya  que: “El mundo, tal y como lo conocía, había comenzado a desmoronarse”. Tanto que como dice la protagonista: “Jamás pude resucitar de las muertes que se acumularon en mi biografía aquella tarde. Ese día me convertí en mi única familia. La última parte de una vida que no tardarían en arrebatarme, a machetazos. A sangre y fuego, como todo lo que ocurre en esta ciudad”.

Este libro ha sido escrito con sangre, con poca inspiración y mucha transpiración, como dijo  Herrera Luque, para atravesar “la membrana de la realidad”; “la guerra era nuestro destino, desde mucho antes de que supiésemos que llegaría”, ello porque antes había sucedido el Caracazo [1989], con todas sus secuelas de muertes. “En aquel país, lo único que funcionaba era la máquina de matar y robar, la ingeniería del pillaje. Los vi crecer y firmar parte del paisaje, al que se acoplaron como algo normal: una presencia camuflada en el desorden y el caos, protegida y alimentada por la Revolución”; “el miedo me abochornaba y me desguarecía”; tal lo que sucede que cuando la protagonista se encuentra con un querido amigo dice: “Por primera vez desde que lo conocía, vi en Santiago algo parecido a la derrota. El niño economista, que de todo sabía y todo lo podía se había esfumado. Parecía un hombre viejo. Tenía el rostro estrujado, la piel llena de costras de heridas anteriores. Estaba tan delgado que podía ver sus venas sobre el poco músculo que cubría sus huesos. Vestía unos vaqueros andrajosos y una camiseta roja con los ojos del Comandante impresos a la altura del pecho”. “Vimos cómo el país se transformaba en un esperpento”. “Hasta hace unas semanas seguía igual, en un mundo que ya no es el suyo ni el nuestro”. “Vaya mierda, ¿no?… ¿Cuál de todas, Santiago, ¿el gobierno, la escasez, el país?”. Podría decirse que el país se había suicidado.

Tal la realidad que viven los personajes de La hija… y los venezolanos de estos días.

Pero en La hija… está, y muy bien descrita, la Venezuela feliz que fue nuestro país hasta las fatídicas elecciones de 1998, en las que los electores cometieron al votar un gran acto de analfabetismo político y eligieron una dictadura. Ahora están arrepentidos.

Ese país donde “éramos felices y no lo sabíamos”, como se dice hoy entre nosotros, está muy bien y bellamente descrito por la novelista, incluso con páginas de honda belleza literaria, y desde allí de donde se proyectó el por qué debe llamarse a ese tiempo venezolano los días trágicos.

Pero como dice uno de los personajes del libro: “Vimos los mejores años del Comandante y luego el lento ascenso de sus sucesores; conocimos las primeras versiones de los Hijos de la Revolución y los Motorizados de la Patria. Vimos cómo el país se transformaba en un esperpento”.

Tal la transformación que “Hasta hace unas semanas seguía igual, en un mundo que ya no es el suyo ni el nuestro”, preguntándose qué somos: “¿El cáncer, el Gobierno, la escasez, el país?”. O “No tocábamos  para comprobar que en aquel país moribundo nadie aún nos había matado”. Es lo que sienten muchos de los que viven en este país “dulce y ácido”, algunos de los cuales susurran dentro de sí: “Maldito país: no volverás a verme nunca más”, pero que lo dicen porque no pueden desprenderse de él, forman parte de los 6 millones de compatriotas que han cruzado nuestras fronteras, muchos a pie para irse a Colombia y Brasil, otros para llegar incluso a pie hasta Chile. Pero no pueden dejar de pensar en su tierra todos los días, pese a decir lo que aquella joven muchacha con su hijito en brazos: es difícil parar a un país que no es el nuestro, pero allá no hay nada, allá no tenemos nada.


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