No nos referimos al maestro pintor, escultor y dorador del siglo XVIII Juan Pedro López (activo entre 1750 y 1787) sino a López. Alguien del cual ni siquiera conocemos su nombre de pila.

Hace unos años nos invitaron a evaluar las piezas de la sucesión de Andrés Ponte y Lola Brandt de Ponte. Ella fue una de las tres hijas del pintor Federico Brandt. Era una hermosa colección donde destacaban numerosos objetos y muebles donde reconocíamos muchos objetos cotidianos insertados en los cuadros del pintor. Pero entre tantas maravillas una pequeña pieza colonial llamó nuestra atención. Se trataba de un óleo que recreaba a una pareja de recién casados. Estaba firmado al dorso: López me fecit (López me hizo) y con una curiosa leyenda abajo, en el anverso:

Don Estevan de Ponte y Blanco, Cavallero del Orden de Alcántara, Primero de Cavallería se retrató a los 44 as y seis meses de su edad en 2 de marzo del año 1800 con Da. María del Carmen Peláez y Hurtado a los 28 años y 7 meses de su edad

Obviamente ese escrito encantador tenía que fascinar. Sobre todo porque ya Don Alfredo Boulton nos enseñó que en 1732 el maestre Don Antonio Pacheco pintó a los Condes de San Javier, pero de manera separada. Fue un testimonio de dos nobles y acaudalados venezolanos de ese tiempo que dejaron evidencia de su poder y su riqueza, reflejado en hermosos ropajes y costosas joyas. En esta pieza la pareja muestra también los escudos familiares a cada lado del lienzo. Con el tiempo la sucesión –ya en litigios por la herencia–, sacaba a relucir las joyas de la condesa para la división del patrimonio.

Los pintores hasta el siglo XIX eran pardos. No tenían posibilidades económicas. No podían viajar a Europa a aprender técnicas y su oficio lo aprendían de tradición oral, en unas escuelas de corte familiar. Así nacen las escuelas de los Landaeta, del Tocuyo, etc. Los lectores dirán ¿pero por qué tanta exaltación en un cuadro pintado torpemente y del cual ni siquiera conocemos el nombre de pila del autor? Para el investigador nunca bastan las suposiciones, sino las certezas. No poseemos la rica tradición pictórica de México mediante la cual, dada la gran cantidad de castas que se originaban, por la mezcla de razas, y la confusión que mencionarlas ocasionaba en Europa, se optó por “ilustrar” las mismas con pequeños cuadros donde se iluminan los cruces que iban desde blanco con negro: mulato, indio con negro: zambo y hasta cosas tan complicadas como salto atrás, no te entiendo o coyote. Cruces productos de las mezclas raciales en el tiempo. Llegaron a ser más de treinta variables de estas, unas piezas llenas de curiosidad que se venden millonariamente en las subastas internacionales –por el enorme interés sobre el tema.

En el caso de la convulsionada historia venezolana no tenemos un gran registro de pinturas de parejas nobles. ¿Por qué? Primero, porque éramos una Capitanía General. Dicho en otros términos, una provincia menos importante. Solo después de que emergen los grandes terratenientes o “grandes cacaos” había la posibilidad de que se realizaran este tipo de encargos. Posteriormente, los terremotos (1812) que devastaron Caracas y las Guerras de Independencia y Federal –hicieron el resto para acabar con las pocas piezas de interés. En 1813 el Libertador proclamó el Decreto de Guerra a Muerte. Y en 1814 ocurrió la terrible huida a Oriente por miedo a Boves y sus tropas. Un tiempo que fue denominado el año terrible de Venezuela. La alta sociedad caraqueña –entre ellas María Antonia Bolívar y Luisa Cáceres de Arismendi–, se fundieron con los más desposeídos, en la desbandada. Todas estas piezas eran nuevas en ese momento. Solo importaba salvar la vida. En ese momento desesperado, Mariño y Bolívar negocian los servicios del corsario Giovanni Bianchi y le dan en custodia armamentos, tesoros de la República y reliquias de plata y oro de las Iglesias de Caracas, en 24 cajones, para salvarlos de los realistas. Posteriormente, en Cumaná, ocurrió una disputa entre Mariño y Bianchi por el pago de la tripulación, y tras el derrumbe de la autoridad –cuyos oficiales desconocen a Mariño–, Bianchi se apodera del Tesoro. Piar apoya al corsario y este se escapa. Pero Bolívar y Mariño lo alcanzan en Pampatar. Tras gran disputa devolvería parte de lo robado, pero se llevó una buena parte a la isla de San Bartolomé. Dolorosamente estamos plenos de historias de este corte. De tal manera que lo poco que pudo salvarse, de nuestro arte colonial, quedó en el Zulia y Lara. Muy pocas en la zona central del país –donde estaban las mejores piezas. Que esta obra se salvara fue casi un milagro.

La pequeña pieza de López dejó el testimonio de una Caracas que vivía momentos de paz. Un momento plácido para contratar un retrato que fue, muy posiblemente, el encargo a un “fotógrafo” de la época para dejar testimonio de boda. Hoy en día sería motivo de crónica social. Así las cosas, el retrato de un “Tal López” queda para la memoria plástica venezolana como el primer retrato del que tenemos registro de unos recién desposados.


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