Susana Rotker y Sergio Dahbar | Archivo familiar

Por SERGIO DAHBAR

Susana Rotker llamaba la atención en el suplemento cultural de Últimas Noticias, dirigido por Nelson Luis Martínez, a mediados de los años setenta. Era un periódico popular, tabloide y envejecido, que nació con cierta gloria en 1941. Fundado por un grupo de comunistas, entre los que sobresalían Kotepa Delgado y Pedro Beroes, sobrevivió siete años antes de naufragar. En 1948 Miguel Ángel Capriles compró todas las acciones. Lo rescató de la quiebra, y lo convirtió en uno de los más leídos. Pero también lo usó como arma arrojadiza con campañas extra periodísticas que favorecían sus intereses. El suplemento de los domingos era relevante, incluía firmas free lance que proponían lecturas atractivas. Se podían leer entrevistas imaginarias, críticas agudas, reseñas de actualidades, debates intelectuales. Eran páginas polémicas.

Susana Rotker escribía sobre cine, muy bien informada y con un criterio envidiable, a partir de estrenos de películas europeas y debates culturales de la época. Era curiosa y siempre buscaba referencias que enriquecieran sus notas. Estaba en un momento de cambio. Quería crecer. En esa época alternaba el ejercicio del periodismo con viajes que realizaba por el mundo. Anhelaba entrar a una redacción y mostrar el talento que brillaba en sus trabajos los fines de semana.

La oportunidad apareció de la mano de Tomás Eloy Martínez, que había leído sus notas en Últimas Noticias. El creador del manual de estilo y de la primera redacción la entrevistó para formar parte del equipo que iba a inaugurar El Diario de Caracas. Con escasas páginas y la propuesta de interpretar los hechos, provocó un terremoto en los medios tradicionales venezolanos. Era un equipo joven, sin vicios, con deseos de innovar, escribir bien y cambiar la mentalidad tediosa que reinaba desde hacía años en las mesas de redacción venezolanas.

Esta historia me la contaron ellos dos, cuando los conocí en una casa blanca, de una sola planta, en la urbanización Campo Claro. Fui hasta allí para conocer personalmente a Tomás Eloy Martínez y pedirle una colaboración para un suplemento que editábamos en la editorial Ateneo de Caracas. Íbamos a publicar Preso sin nombre, celda sin número, de Jacobo Timerman, escrito por un periodista al que le quitaron sus empresas y la nacionalidad. Como Martínez había trabajado con Timerman en las redacciones de Primera Plana y La Opinión, Miguel Henrique Otero me encomendó pedirle un texto. Así comencé a visitar esa casa, que siempre estaba abierta a los amigos.

La tabla de salvación

Allí escuché cómo se enamoraron en el proceso de crear El Diario de Caracas. Ambos estaban casados. Tomaron la decisión de irse a vivir a una habitación del apartamento en Parque Central donde comenzó a funcionar la redacción provisional del diario, antes de mudarse al edificio de La Urbina. En las mañanas los periodistas veían como aparecían por una puerta Rotker y Martínez, recién bañados, y se integraban al trabajo de la redacción. Habían decidido reinventar el oficio y su propia vida. No era poca cosa.

Cuando uno revisa las páginas de la primera época de El Diario de Caracas, respira creatividad en las construcciones de las grandes catedrales de la información, pero también en las esquinas donde caían las notas de relleno. No importaba si se trataba de crónicas de sucesos, reseñas culturales o políticas, sus páginas o la portada eran una fiesta para los lectores. Allí Susana Rotker escribió críticas, reseña de festivales, entrevistas a directores, pero también redactó crónicas. Le dio relevancia al cine venezolano, a sus creadores, a las películas que atraían a los espectadores a la pantalla.

Entre mediados de los años setenta y principios de los ochenta, Susana Rotker construyó una carrera como crítica de cine, como reportera y como coordinadora del suplemento “Cuerpo E’’ de El Nacional. Durante ese período decantó su mirada sobre el cine contemporáneo y clásico, en críticas que invitaban a ir al cine, porque demostraban que quien escribía conocía la carrera y la estética del director, y era capaz de articular las resonancias de un film, aquello que lo volvía significativo para los espectadores.

Su perspectiva era culta, porque Susana Rotker siempre valoró la formación. Investigaba antes de escribir, discutía los temas centrales de su exposición, reescribía una y otra vez lo que iba a publicar, y siempre sentía que podía dar más. Tenía una mirada autocrítica sobre su propio trabajo que la salvaba de los apresuramientos. Era severa y esa actitud contagiaba a quienes estaban cercanos a ella.

Al dejar mi trabajo de prensa en la Editorial Ateneo de Caracas, Miguel Henrique Otero me ofreció ingresar a la redacción de El Nacional. Me entrevisté con Susana Rotker, con quien iba a trabajar como pasante. Fue una relación que me permitió aprender al lado de una mujer que sabía estimular a sus compañeros de trabajo. Los oía. Conocía todas las historias en las que uno trabajaba y siempre aportaba ideas y puntos de vista, para enriquecer el trabajo periodístico.

Juntos participamos en la transición del “Cuerpo E’’ al suplemento dominical “Feriado’, que nació durante la guerra de Las Malvinas. Trabajamos en equipo con Luis Alberto Crespo (que también dirigía el Papel Literario), Nelson Hippolyte Ortega, Karmele Leizaola y Victor Hugo Irazábal.

La otra vida

Siempre relaciono el viernes negro venezolano (18 de febrero de 1983) con la partida de Susana Rotker del país. Tomás Eloy Martínez había solicitado una beca al Centro Internacional para Académicos Wilson Center. Mario Vargas Llosa había escrito La guerra del fin del mundo en una de sus torres de Washington DC, y Martínez escribiría La novela de Perón. Al ser aceptado, desmontaron la casa de Campo Claro. Así comenzó una nueva vida para Susana, porque ingresó al departamento de español y portugués de la Universidad de Maryland, para cursar la maestría y el doctorado en literatura hispanoamericana. Su propia reinvención como académica.

De ese febrero de 1983 guardo un tesoro como despedida: un acordeón alfabético de cartón marrón oscuro, de esos que se usaban para guardar papeles. Lo heredé de Susana Rotker. Allí coleccionaba hojas sueltas que arrancaba de revistas y periódicos. Magazine Littéraire, Le Nouvel Observateur, L’Express, The New York Times, El País… Notas que leía, subrayaba y guardaba en ese archivo personal. Los temas que le llamaban la atención. Sus obsesiones. Los autores que seguirían alrededor de su mesa de trabajo, como lecturas, influencias, ecos, para comenzar a escribir una obra notable como ensayista.

Ese proceso de mutación, que la alejaba del océano de conocimientos con un centímetro de profundidad, y la comenzaba a internar en la investigación y la formación académica, la condujo a uno de sus temas claves. El descubrimiento de las cautivas blancas, secuestradas por los indios del siglo XIX, y silenciadas por la cultura argentina. En ese trabajo aparece la lectura del gran filósofo judío Yerushalmi: “¿Es posible que el antónimo de ‘el olvido’ no sea ‘la memoria’, sino la justicia?”. Para ella el olvido era una manera de indagar en la historia de sus padres que escaparon del genocidio nazi.

Otro de sus temas que volvieron a aparecer entre sus constantes fue cómo contar el miedo en las grandes ciudades de América Latina, preocupación que en 1999 alertaba lo que viviría Venezuela en violencia e impunidad. Otro hallazgo inmediato fue entender que la fusión entre periodismo y literatura, mentada en el siglo veinte por periodistas estadounidenses, había nacido con el modernismo en las plumas de José Martí y otros líricos que contaron lo que veían.

Finalmente, cuando un automóvil inesperado salió de la bruma a su encuentro en una calle sin alma de New Jersey, en noviembre de 2000, ella tenía 46 años y trabajaba sobre los orígenes de la identidad venezolana, y la manera en que esa identidad proyectaba su sombra sobre el presente. Tomás Eloy Martínez, en la introducción a los textos de esa época, reunidos en el libro Bravo pueblo, escribe: “Sentía que su destino estaba entretejido con el destino del país donde nació, creció y aprendió a ser lo mucho que fue más tarde’’.

Mientras escribía esta nota, recuperaba imágenes del pasado, contornos de momentos compartidos, rasgos difíciles de asir. Decidí que debía volver a Campo Claro, para acercarme a la casa donde ellos fueron felices, y nos conocimos. Llegué con mi carro, como si no hubieran pasado 40 años, y me estacioné al frente de la casa a la que había ido tantas veces. No la reconocí. De pronto me sentí perdido. Un vecino, con un kipá en su cabeza, que paseaba su perro, me preguntó si podía ayudarme. Le expliqué que buscaba una quinta que había conocido a fines de los años setenta. Me preguntó el nombre de mis amigos. Los mencioné, pensó por un momento y me explicó que no los conocía. “Vivo en esta calle desde los años sesenta. Tenemos un chat con los que viven o han vivido en esta calle. Usted debe estar equivocado. Ellos no vivieron aquí’’. Me despedí. Al encender el carro, pensé que así de peligrosa es la vida.


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