“Esta novela, elegida en un certamen internacional bien dotado, tenía detrás una promoción no desdeñable y no es otra que el país estrujado por la tragedia, esto ha debido pesar en la consideración del jurado”

Las noticias recientes permiten aseverar que no todas las transformaciones estructurales del campo literario venezolano llevan la impronta de los colapsos comunitarios y financieros. Así como el uso de sus aparatos de producción y circulación sufre de una escisión radical entre esferas estatales y privadas; así como las escalas de valores con que se someten a escrutinio los agentes culturales están igualmente en pugna; y así como se constata un desajuste demográfico que coloca a numerosos escritores e intelectuales en el extranjero, esta última situación genera otro cambio nada desdeñable: más ocasiones de comunicación directa entre la sociedad literaria nacional y la internacional. Simultáneamente, de hecho, habiéndose convertido el referente Venezuela en objeto de intrincadas disputas en otros países –que interpretan los más de veinte años de chavismo según horizontes de expectativa política locales–, se verifica en lugares con mercados del libro muy desarrollados una demanda de textos literarios venezolanos en los que no escasean ni la poesía ni las novelas de incuestionable calidad. Una lista de ninguna manera exhaustiva arroja autores como Eugenio Montejo, Juan Sánchez Peláez, Rafael Cadenas, Yolanda Pantin, Igor Barreto, Adalber Salas Hernández, Juan Carlos Méndez Guédez, Alberto Barrera Tyszka o Juan Carlos Chirinos. La incorporación de sus obras en catálogos de editoriales europeas viene acompañada de esporádicos galardones que brindan una notoriedad inusitada, tal vez sin parangón desde el Premio Biblioteca Breve concedido a Adriano González León en 1968.

No es necesario acotar que Rodrigo Blanco Calderón destaca en esta aparente nueva fase de las letras venezolanas. Su talento y su virtuosismo narrativo, de sobra conocidos en su país natal, ya constituyen una certidumbre hispánica que se divulga en otras lenguas. En efecto, antes que se le adjudicase a su primera novela, The Night (2016), el premio de la Bienal Vargas Llosa en mayo de 2019, la traducción al francés de Robert Amutio había merecido el Rive Gauche à Paris du Livre Étranger. La publicidad de estas distinciones podría, no obstante, opacar un dato esencial: la labor infatigable de Blanco Calderón ha venido creciendo por lustros y es, además de diversa, coherente. Sin agotarse ni en un título ni en un género, una de sus máximas ambiciones consiste en el esbozo de un sistema de expresión personal gracias a recurrencias argumentales y estilísticas articuladoras de una cosmovisión. Me propongo en estas líneas una sucinta cartografía de las cuatro grandes regiones que a mi ver definen ese mundo literario.

1. Fábulas del deterioro

Junto con The Night, las colecciones de relatos Una larga fila de hombres (2005), Los invencibles (2007), Las rayas (2011) y Los terneros (2018) se insertan en una de las corrientes más poderosas de la narrativa venezolana de entre milenios, caracterizada por la sostenida plasmación del desencanto que han dejado los triunfalismos modernizadores nacionales prevalecientes en la segunda mitad del siglo XX. En otras palabras, la captación de las abyectas variantes del deterioro, la postración, el fracaso palpables en la Venezuela post-saudita que intentó rectificar en 1998 los errores cometidos en sus etapas de bonanza petrocéntrica confiando en que una figura de su pasado –el caudillo providencial– podría abrirle una vez más el camino del futuro.

La pieza que da título a Los terneros revela las tonalidades trágicas con que Blanco Calderón retrata el estado actual del país. No acudo en vano el verbo retratar, porque la écfrasis interviene. Específicamente, aquella que Liliane Louvel denomina notional ekphrasis, la de una obra visual ficticia (“Types of Ekphrasis: An Attempt at Classification”, Poetics Today, 39:2, 2018, pp. 245-263). Un profesor de Arte, apesadumbrado por la tortura policial infligida a un pariente y por la asfixiante sensación de hallarse inmerso en el totalitarismo, habla con el pintor Thomas von Hertrich, quien le enseña, en el recogimiento de su hogar caraqueño, un cuadro que no se atreve a compartir con nadie más. En este, comparado por el narrador con el Guernica, se sintetiza el proceso de descomposición de Venezuela:

“Aquí está el Caracazo ―dijo Von Hertrich señalando el extremo izquierdo―. Y aquí Puente Llaguno ―dijo, señalando el otro extremo―. Estas dos ciénagas que ves en el medio son las intentonas de Chávez en el 92. La del 4 de febrero y la del 27 de noviembre. Todo esto lo empecé a hacer en 1983. Cuando en 2002 vi la masacre de Puente Llaguno, decidí no trabajar más en esta obra. Incluso, pensé en botarlo a la basura. Pero no he podido. Aunque no le he vuelto a colocar un dedo encima, a veces vengo en la noche y me quedo observándolo. Y sin necesidad de agregarle nada, veo cosas. Aquí, por ejemplo, hacia abajo y justo en la mitad, estamos nosotros. Aquí estamos todos”.

En dicha voluntad de representación de una historia colectiva –el cuadro secreto de “Los terneros” actúa como modelo a escala reducida de buena parte de la narrativa de Blanco Calderón– surge el sentimiento de agobio que embarga tanto a las generaciones de venezolanos que aprecian por su edad todas las oportunidades perdidas como aquellas que no las han conocido pero intuyen que se les ha robado el porvenir. Cuando el narrador le pregunta a Von Hertrich si había oído el caso de un estudiante de la UCV vejado y desnudado por paramilitares chavistas, el pintor continúa su autopsia de la realidad:

“El país se ha transformado en una cárcel. Lleva años construyéndose. Las alambradas, las celdas, los pabellones, los guardias, los reos comunes, los pranes. Todo se ha dispuesto según las órdenes del Carcelero. Pero ahora el Carcelero ha muerto y ha dejado abierta la puerta de la calle. Pronto será imposible distinguir, incluso a plena luz del día, quiénes son los verdugos, quiénes son los esclavos y quiénes son los terneros […]. ¿Alguna vez has tenido que sacrificar a un animal? ¿No? Me lo imaginé. No tienes idea del terror que se acumula en los ojos del ganado cuando sabe que van a matarlo. Es ese miedo, ese pavor que es como un linaje oculto, lo que hace de ellos unos animales mansos. La única liberación que obtienen es a través del sacrificio. Lo peor que le pudieron hacer esos malditos malandros a ese muchacho de la universidad fue no matarlo. Lo llevaron al matadero, desnudo y después lo soltaron. Le dejaron ese miedo atarugado para siempre en los ojos y en el pecho. Le robaron la pureza de los terneros y lo convirtieron en un esclavo”.

No solo en “Los terneros” Blanco Calderón aborda el deterioro venezolano. Uno de sus primeros cuentos emblemáticos, “Una larga fila de hombres”, ya lo perfilaba con crudeza:

“El rostro se le recompone y asume los rasgos y el color de todos los días; ese rostro que encara violadores, asesinos, traficantes, filicidas; ese rostro, el único frente al cual lo más sórdido y asqueroso de Caracas busca aparentar amabilidad, inocencia o locura […]. Es lunes en la mañana y los muertos típicos del fin de semana caraqueño se acumulan en los depósitos de la morgue. Desde ahí, a solo diez o quince metros de la Medicatura, los cadáveres emanan su señal explícita y a la vez sutil […]. Moviendo lentamente la cabeza [Miguel Ardiles] se dice a sí mismo: esta ciudad se jodió”.

A veces, la visceralidad se traduce en violencia extática, desde los sangrientos crímenes descritos en “Uñas asesinas” (Una larga fila de hombres) hasta los del doctor Montesinos (The Night). Más llamativo aun, puede traducirse en una auténtica escatología –aprovecho el accidente etimológico que funde en español dos términos griegos, éschatos y skatós, que designan, respectivamente, las doctrinas acerca del fin de los tiempos y el empleo de una retórica excrementicia–: Venezuela, para uno de los personajes del cuento “Flamingo” (Las rayas), “es una mierda”; “Vinieron los sucesos de abril de 2002 y las cosas comenzaron a irse definitivamente a la mierda”, comenta el narrador de “Nuevo coloquio de los perros” (Los terneros); y, en The Night, las muestras abundantes del topos inspiradas por el entorno nacional amenazan con erigirse en una tortuosa metafísica: “las cosas se fueron a la mierda. O mejor dicho, […] las cosas siempre se van a la mierda y uno nunca sabe bien por qué. Nunca se sabe, pero al mismo tiempo no puede sino preguntarse por qué”.

Tras todo acecha la depresión y la melancolía de un “sol negro” que alumbra, en negativo, a la Venezuela en ruinas de “El último viaje del Tiburón Arcaya” (Los invencibles), recién salida de los deslaves de 1999, pero no de la hubris, la soberbia titánica, que el narrador condena en un Gobierno que no supo enfrentarse a las circunstancias, embelesado con el espectáculo y la verborragia de sus campañas políticas.

2. Nación y dispersión

En la segunda región de la poética de Blanco Calderón se atisba el inventario minucioso de una existencia errante, al azar de la emigración o el exilio.

Pese a su estricta atmósfera claustrofóbica, en la que la Venezuela del siglo XXI se erige como oscura caverna de la prehistoria, The Night añade el telón de fondo biográfico del poeta Darío Lancini (ficcionalizado como “Mancini”), su regreso de muchos mundos hacia el espacio del lenguaje, tal cual lo esquematiza Miguel Ardiles en su cuaderno: “la época de su infancia transcurrida en Santiago de Chile […]; el periplo por Ciudad de México, París y Varsovia […]; el inicio de los viajes y la vida diplomática”. Por supuesto, aunque la fascinación por los desplazamientos de distinto cariz pudiese relacionarse hoy con la lógica de la mundialización, no ha de soslayarse el peso de los eventos venezolanos sobre esta peculiar preferencia temática. Numerosos relatos de sus libros iniciales – “Calle Sarandí” y “Los golpes de la vida” (Los invencibles), para no ir muy lejos– pronto se afianzan con puentes que se tienden entre lo local y lo transnacional tanto en Las rayas como en Los terneros. “Malena es un nombre de gato”, “Pausa limeña” y “Flamingo”, del primero, registran no solo el ascendiente de los viajes sobre la intimidad sino, por motivos heterogéneos, las dimensiones íntimas de la extranjería, mientras que la mitad de los cuentos del segundo se sitúan en el exterior de Venezuela y alguno más incluye decisivas rutas lejos de sus fronteras.

Que la mayoría de las expatriaciones coincida con una Venezuela que se desmorona confirma la urgencia vital –casi política– de dicho motivo y no la complacencia con modas intelectuales que sucesivamente pusieron sobre el tapete, desde fines del siglo pasado, la globalización y el fin de la nación como referente.

3. El Eros en muletas

Lo esencial de la impresión de nomadismo que se desprende de innumerables páginas de Blanco Calderón es su eslabonamiento con inestabilidades anímicas, la perenne crisis sentimental que acorrala a la mayoría de sus criaturas. Esta es la tercera región de su universo literario. Ya la borgiana “Noticia preliminar” a Una larga fila de hombres evocaba la “paranoia”, el “despecho” y el “amor” como fuentes del decir, pero creo que la aseveración es extensible a casi todos los volúmenes del autor. Si bien las disquisiciones previas permiten colegir la relevancia de la locura o diversos desórdenes de conducta –por algo, Ardiles, personaje retornante en los cuentos y la novela, se dedica a la psiquiatría, no exento de una complicada e interesante gama de síntomas–, sospecho que los conflictos del Eros nos ofrecen una perspectiva más abarcadora del tipo de inestabilidad que sugiero. Lo digo entendiendo lo erótico en una acepción amplia, como capacidad de relación con el Otro, tal como insistió en concebirlo C. G. Jung: aquello que le proporciona a un ser humano, además de capacidad de amar carnalmente a otro, “la capacidad de amistad, lo que a veces crea lazos de asombrosa ternura entre individuos de un mismo sexo e incluso rescata la amistad entre sexos del limbo de lo imposible” (Collected Works 9, pár. 164). Si traigo a colación a Jung, es por constituir una referencia crucial para Blanco Calderón, según se deduce de las citas o paráfrasis del psiquiatra y pensador suizo en sus crónicas y entrevistas, en especial la muy reciente que la periodista Karen Lentini Gómez titula “Rodrigo Blanco Calderón: Creo en la sincronicidad jung[u]iana. En cómo el afecto más puro conecta y acerca aquellos seres y cosas que están lejos” (revistavenezolana.com, 26/04/2019). El Eros y sus dilemas, desde luego, se inmiscuyen en cada aspecto de la vida, sin excluir la política, como ocurre, por ejemplo, en dos situaciones límite: una, el noviazgo infeliz de “Los terneros” –“La masacre de Puente Llaguno y el golpe de Estado de Carmona Estanga dividieron las aguas. Isabel se declaró revolucionaria. Yo, de oposición” –; otra, la más pura y arquetípica amistad reencarnada en Antonio y Vitelio, dos estudiantes de “Nuevo coloquio de los perros” (Los terneros):

“Como muchos otros locos que pululaban por la Ciudad Universitaria, Vitelio aspiraba […] a obtener un título de la UCV. En el pasillo de Letras y Filosofía eran conocidos sus escándalos. Se decía, incluso, que trabajaba para el gobierno. Que era un infiltrado de los Círculos Bolivarianos. Más de un conocido llegó a advertirle a Antonio, cuando los empezaron a ver juntos, que tuviera cuidado […]. Antonio le recomendaba autores, le prestaba libros, le dictaba largas conferencias públicas en los bancos de la entrada de la facultad. [Hasta que] se enteró de que Vitelio había plagiado varios de sus trabajos para presentarlos, sin mayores modificaciones, en algunas materias de Filosofía. Antonio quedó tan hondamente herido, se sintió tan traicionado [que] sucedió algo insólito pero también normal en la Venezuela de aquellos días: don Quijote y Sancho Panza se declararon enemigos a muerte”.

Más sutiles resultan “Una larga fila de hombres” y su variación cosmopolita de Los terneros, “Petrarca”. Si bien una lectura superficial del primer cuento podría intentar rastrear una homosexualidad reprimida por su protagonista, Miguel Ardiles –a quien, por cierto, atormenta el pasaje de una novela de Ricardo Piglia: “hay que ser muy macho para hacerse coger por un macho” –, el Eros en esta historia depara, más bien, un intento de aproximación a la Sombra, los contenidos ignorados de nuestra psique, no rara vez antropomorfizados como un Doble onírico. El intento se frustra puesto que, por una parte, el extraño con quien Miguel está a punto de tener un episodio sexual nocturno en un mirador de la Cota Mil –si no fuese un sueño– acaba demolido a puñetazos y, por otra, porque las alegorías religiosas implícitas en los nombres de la pareja –Miguel y Jorge– indican binarismos patriarcales; la diplomacia angélica de la espada o la lanza; el combate con una otredad identificada con el mal y la Bestia.

El relato de Los terneros agrega ironía al andamiaje psicológico y alegórico anterior, adensándolo con lecturas sociológicas, en una amalgama desconcertante que raya en lo bufo. Condenado por la onomástica a buscar experiencias sublimes o trascendentales y condenado a hacerlo lejos –porque su país parece expulsarlo a él y a sus seres queridos–, el protagonista venezolano siente que un viejo invidente con quien entabla amistad en Ciudad de México trata de aprovecharse sexualmente de él, lo que acontece justo cuando el inocente recién llegado se entrega a la contemplación arrobada y numinosa de la urbe, ya no desde una autopista, sino desde las alturas de un rascacielos. Que el ciego anuncie, en broma, llamarse Tiresias, y que Petrarca se lo lleve al Metro –los estratos más profundos de la ciudad, su inconsciente– solo para extraviarlo ahí en la amorfa multitud, vaticinan otra anécdota de fallida asimilación de lo soterrado en la psique; otro caso de falsa iniciación e individuación incompleta.

4. La parte del lenguaje

He aludido a la écfrasis entre los recursos elocutivos característicos de Blanco Calderón. Esta no se reduce a remisiones a las artes visuales, teniendo prominencia en sus narraciones la música. El hecho de que The Night lo ratifique desde el título –préstamo de una canción de la banda de rock Morphine– nos obliga a percatarnos de que uno de los sustentos de esta escritura, la cuarta región que me propongo describir, es el arte mismo, o toda manifestación de lenguaje mediada por la inquietud estética. El papel de Lancini-Mancini no es ornamental, legislando hasta la estructura de la narración, que nos incita a recobrar el significado perdido entre fragmentos y discontinuidades. La clave del orden en un mundo de valores reversibles es lo que se agazapa en el centro del rompecabezas. Y lo que, al final, no alcanzamos, porque el sentido, igual que en los palíndromos de Lancini, radica en el imperativo constructivista de la lectura, indeslindable de la búsqueda misma: la hermenéutica como fin, no como herramienta. La red de citas, alusiones, parodias y la autorreferencialidad –consolidada con personajes que transitan entre libros– subrayan el otro gran polo de atracción psíquica en el quehacer de Blanco Calderón, el Logos, que Jung, no por casualidad, solía asociar con el Eros: “En términos modernos el concepto de Eros puede expresarse como tendencia psíquica a la relación, y el de Logos como interés objetivo” (Collected Works 10, párr. 255), es decir, todo aquello que nos permite distinguir, discriminar, categorizar; la “palabra” cuya eficacia puede argumentarse o probarse. La representación de un mundo desgarrado afectivamente movilizada desde el formalismo y el racionalismo severos: no encuentro manera más apta de sintetizar la empresa creadora que aquí nos ocupa. Su atractivo se origina en la intersección de esas actitudes y esos elementos.

Tal aserto nos exige colocar la estética de Blanco Calderón más cerca de la de Bolaño que de la de Piglia, sus dos mayores modelos confesos. Cuentista no accidental sino vocacional, en ello ni un ápice se aparta de las recomendaciones que debemos al Horacio Quiroga del “Decálogo del perfecto cuentista”: “Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov– como en Dios mismo […]. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia”. Pero hemos de reparar en que, al saberse todo él producto de sus lecturas y los signos que emite, el autor, despojado de su papel social como individuo, acepta gustoso también una lección borgiana –absorbida por Bolaño– y se entrega de lleno a la tradición, a la pertenencia a un torrente transpersonal, en el que no falta el diálogo con la sociedad donde abrió los ojos a la literatura. Más allá de sus hipotéticas deudas con The Pillow Book de Peter Greenaway, un relato como “El biombo” (Los invencibles) reposa en la fabulación de esos estímulos locales, y lo hace aventurándose, a guiños, celebratoriamente, en la ambigua frontera entre el chiste y el homenaje, el mito y el camp. En ese cuento, pródigo en alusiones poco veladas a escritores venezolanos de los últimos cuarenta años, daremos con un fugaz presagio de lo que con el tiempo se convertiría en The Night. Mariano, algo así como un hermano mayor literario, le relata al narrador lo presenciado en una de las alucinantes orgías extracurriculares de un taller (privado) de poesía que frecuenta gente de la UCV. La voz de Mariano es capturada, a su vez, por la del narrador en un laberinto enunciativo como los de la novela venidera:

“[Vio Mariano que Sarita Calcaño] abrió la pequeña gaveta y extrajo un pincel y un potecito de tinta china […]. Humedeció el pincel y, a la altura del pecho de [Pedro] Álamo, dibujó con lentitud unos trazos. Por la poca luz y porque la espalda de Sarita tapaba el pecho de Álamo, Mariano no pudo leer nada. De todas formas, a pesar de la oscuridad que borraba la palabra, estaba completamente seguro de haberla descifrado. A Mariano le llamó la atención que a la escritura correcta de la Calcaño (de izquierda a derecha) siguiera una lectura también correcta (de su izquierda a su derecha) por padre de Pedro Álamo. Como si esa palabra fuera un palíndromo o, más bien, tuviera la agilidad de un gato para caer siempre de pie, para ser siempre entendida sin importar la dirección del trazo”.

En esa encrucijada de erotismo y lenguaje se concentra la visión –inmejorable– de un proyecto narrativo con el cual Rodrigo Blanco Calderón se ha comprometido del todo y cuyos resultados son ya ostensibles.


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