“En Soundtracks (Rockolas que no existen) el autor escribe sobre una generación y una época distintas a la suya” / Carlos Maurette

Por ISRAEL CENTENO

Caracas ha sido narrada desde muchas perspectivas y se han contado las peripecias de sus tribus con relativo éxito. Cuando leí Soundtracks (rockolas que no existen), una nouvelle de Rubén Machaen, tuve la sensación de estar releyendo la historia de uno de los Victorinos de Cuando quiero llorar no lloro.

En esta nouvelle se produce una metamorfosis que fusiona al Victorino de la clase media caraqueña con el Victorino de la clase alta. Lo reconocí en los paisajes, en la personalidad ambiciosa y narcisista del macho alfa, en el lenguaje irresponsable, arrogante y de vínculos afectivos volátiles y en un manifiesto desprecio de las voces que narran por la realidad expresada como un todo en donde el individuo es signado por su manera de interactuar con el discurso político de su época, aun cuando el relato se arma ecléctico, estableciendo un arco desde el Congo hasta el Este de Caracas. Los Victorinos de Machaen rompen el esquema de las clases, se marginan y se cuentan más bien desde una óptica lumpen y nihilista.

La clase media caraqueña en los años 80 se desplazó desde el contexto universitario comprometido con las luchas sociales a los escenarios habitados por las patotas del Este. Entonces aparece otro referente llamativo, se produce una sincronía entre Cuando quiero llorar no lloro, 4 Crímenes, 4 poderes y Soundtracks (rockolas que no existen). El autor no fuerza la sincronía ex profeso, no la busca, aparece porque está en el ADN de los personajes. En este momento las dinámicas intrínsecas de lo narrado imponen las correspondencias antes nombradas. Esta nouvelle de Machaen cabalga al mismo tiempo una tradición y pretende rendir homenaje a ciertos personajes literarios y a la música de una época, al tiempo que se disfraza a lo largo del espacio narrativo. Aparece la verdadera intención (y en esto entra en juego el inconsciente colectivo) una generación desgraciada nacida de la metamorfosis de otra generación: ambas viven al borde y casi indiferentes a los temas sociales de la misma manera que los temas sociales parecieran a su vez, desconocerlas. Pero un hilo muy sutil nos da un golpe repentino en la quijada: Lucas, uno de los actantes que aspira rendir homenaje al Tal Lucas de Cortázar, rompe el capullo de seda y nos revela más bien el perfil del Chino Cano, un personaje real de la no ficción caraqueña. El protagonista de uno de los escándalos más sonados de los años 70 nos hace un guiño.

II

Podría incursionar en el deslave de Vargas ausente en el discurso narrativo; aquí aparece una de las claves de la nouvelle, la muerte de Cayayo Troconis, del grupo Sentimiento Muerto. Se materializa de nuevo una sincronía atractiva, la tragedia nacional y la muerte de Carlos Eduardo Troconis, Cayayo, una de las figuras más importantes del rock venezolano de los años 80, las elecciones para aprobar la nueva constitución y la negación de la verdad. Todo está ausente y todo está allí con el frenesí de esos personajes que transcurren fuera de quicio narrándose a sí mismos en un pandemonio donde abundan las escenas rudas, atapuzadas de coca, violaciones, incestos, la caída libre y la carencia de escrúpulos. Todo lo anterior podría quedarse  en el costumbrismo urbano del malandraje, pero hay un punto importante en la nouvelle de Machaen y este es la voz. Una voz que narra desde el punto de vista masculino, como se entendía por aquellos años, la voz de la hermandad, de la logia, con sus códigos inevitablemente misóginos, se expone en el relato y hace visible su manierismo con oraciones asertivas, la impronta tribal del rock, una lectura diferente y el influjo de una desordenada presión social que incita a la competencia por el liderazgo de las tribus.

Esto puede sugerirnos las respuestas del por qué algunas estrellas del rock venezolano sintieron empatía por el llamado heroico, militarista y por tanto misógino de la gesta de Hugo Chávez, a quien calificaron (Paul Gillman)  en su momento, como una figura del pop.

Si forzamos la barra podríamos comenzar a entender la inclinación al romanticismo oscuro, a la exaltación de la saga y de los colectivos, antes agrupados en comunas hippies, en donde la identidad individual se rinde a la voz del jefe tribal, apareciendo de esta manera el tiznado brillo de figuras como Charles Manson o “el rockero” desorbitado, actual  gobernador del Estado Carabobo, Rafael Lacava.

Se trastroca entonces  el sentido libertario del rock.

III

Lo anterior me ha quedado luego de la lectura del libro de Machaen. Debo aclarar que en toda interpretación y en toda lectura, más que exactitud, existe arbitrariedad. Pero allí vi la movida trágica caraqueña de los años 80 y 90, años en los que Venezuela comienza el tránsito de su temprana decadencia aún encandilada por sus riquezas y por un sentido colectivo mesiánico y trascendente que la ubicaba más allá del bien y del mal, en donde cualquier historia podría haber comenzado en el Congo y aparecer de pronto frente al palacio de gobierno cuando Lucas capta la imagen de una ametralladora Thompson. Todo esto encarna la magia sucia de nuestra realidad, sus máculas quedan expuestas sin complejos.

IV

A través de los años he mantenido contacto con Rubén Machaen desde mi exilio. Lo he visto a él mismo desterrado. De alguna manera ya no éramos. Cuando yo insistía en hacer talleres literarios en Caracas y él insistía en asistir a los míos y a los de otros, pertenecíamos a una especie de fauna que aún se movía bajo un tejido social descompuesto, intentando salvar nuestras necesidades expresivas como un acto de coraje ciudadano. Al menos eso creímos, resistir y tratar de digerir la amargura. También compartimos un altar del exilio interior: El Ávila, lugar en el que pretendíamos reconciliarnos con el orden salvaje de aquel paisaje majestuoso, que mientras estuviese allí parecía garantizarnos la subsistencia de la ciudad y de nosotros mismos como ciudadanos.

Muchas cosas han pasado desde entonces, en estos años Rubén se ha reafirmado como un personaje intergeneracional. Cada ser humano tiene su épica mínima y trata de ser consecuente con ella. Puedo arriesgarme a decir, luego de leer Soundtracks (rockolas que no existen) y de pasearme por su trabajo periodístico y por las incursiones como crítico de producciones audiovisuales, que él ha afinado un estilo coherente con su vida, un signo del purgatorio: no es hijo del milenio, ni siquiera lo preludia, es una bisagra entre las distintas generaciones que lo anteceden, se apropia de las voces de sus mayores, narra cómodo con la voz del padre, con la voz del hermano mayor, y desde ellas establece una relación oracular para intuir un futuro en el que no hay cabida para los perdedores alucinados, ni para sus leyes tribales.

En Soundtracks (Rockolas que no existen) el autor escribe sobre una generación y una época distintas a la suya, con la propiedad de aquel que las ha vivido intensamente. Machaen le toma el pulso a una época a la que no pertenece. Cualquiera que lea al autor sin conocerlo, podría ubicarlo en los años 80, no solo como testigo sino como uno de sus actores.


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