De izquierda a derecha: Luis Góngora retratado por Diego Velázquez, Lope de Vega en un retrato atribuido a Luis Tristán y Francisco de Quevedo en un retrato atribuido a Diego Velázquez

Por EDUARDO AGUIRRE ROMERO

Mi padre extrajo un volumen de su biblioteca e informó al muchacho de doce o trece años que uno era entonces: «Este es el mayor tesoro que hay en casa». ¿Un incunable, acaso una primera edición del Quijote? No, un manoseado estudio de Dámaso Alonso sobre el Siglo de Oro: Poesía Española. Ensayo de Métodos y Límites Estilísticos (Gredos, 1952). Y con un largo subtitulo: Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Lope de Vega, Quevedo. En tapa blanda y sin ilustraciones, ni siquiera en la portada. Asentí con respetuosa perplejidad, pues este hijo suyo ignoraba entonces que la pureza del saber se mide en quilates. Ahora figura ya en un estante privilegiado de mi despacho; quizá en algún aspecto concreto esté ya superado, y bienvenida sea toda superación, pero el oro no se oxida. Ninguna sociedad puede prescindir −sin derrumbarse− de los pilares culturales sobre los que se sustenta.

He otorgado a esta crónica la libertad de ser lo que quiera ser, incluso sueño. Me dispongo a escribir acerca de un recital de poesía clásica celebrado en España, en León, el 3 de octubre de este año. Mi ciudad fue esa tarde todos los lugares, cuando la poeta Margarita Merino y el gongorista Juan Matas Caballero recitaron −en la Fundación Sierra Pambley− versos áuricos. Llevaba el título: Fulgor y conciencia. Palabras de oro. Y un subtítulo clarificador: Recital-reflexión de poesía de los siglos XVI y XVII.

El término Siglo de Oro contiene un plural de plurales, en el que segundos y terceros espadas resultan casi tan extraordinarios como los primeros. ¿Queda hoy algo de aquel dorado resplandor, más allá de la lealtad quijotesca de sus estudiosos? Queda, pues es luz viva y renunciar a ella causaría un daño a nuestra cultura equiparable a la destrucción de todos nuestros bosques centenarios.

Todo empezó con un artículo que publiqué en Papel Literario (25/7/ 2019) sobre los sonetos completos de Góngora, en la edición de Juan Matas para Cátedra. Una obra mayor de la filología española, que nos permite creer que no todo está perdido frente a la gran máquina devoradora. Tras leer mi reseña de Sonetos, Merino me comentó por correo electrónico, como a quien un atardecer le inspira un anhelo imposible: «Sería estupendo recitar en León poesía del Siglo de Oro». Me limité a preguntar: «¿Cuándo vienes?», pues reside desde hace décadas en Estados Unidos. Luego, con la fecha me dirigí a mi biblioteca y pasé los dedos por el libro de don Dámaso. «Un recital de versos áuricos… Margarita… rigor universitario con verdad emocional…». Llamé a Matas para proponérselo, quien se entusiasmó con la idea, y se puso a buscar un espacio. Sería un recital entre la poeta y el gongorista. Sancho Panza hubiese apuntado: el buen paño en el arca se vende… pero el infierno de las buenas intenciones está a rebosar de paños y de arcas.

Elegir es más fácil que descartar. Acordaron no recitar poemas enteros. Estrofas, ráfagas de versos. A mí me correspondió ser el guardián del reloj. ¿Nos respondería el público o estábamos confundiendo anhelos con la dura realidad?

Merino es licenciada en Ciencias Políticas y Sociología, máster en Arte, doctora en Literaturas Hispánicas… Y excelente poeta (Viaje al interior, Baladas del abismo, Halcón herido…), además de dibujante, articulista, editora y diseñadora. En 1985 ganó el premio González de Lama de poesía. Hizo su tesis doctoral sobre Gamoneda y ha sido ella misma objeto de una. Ajena a clanes, crea su obra en soledad, con la clarividencia de quien aún desea ser parte del Bien.

Matas Caballero, catedrático de Filología Hispánica y Clásica, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, en León, además de su ya citada edición gongorina ha publicado artículos académicos sobre Jauregui, el petrarquismo, el exilio literario, Lorca, Machado y el Barroco… también ajeno a clanes, en una entrevista declaraba a Luis Miguel Suárez: «La enseñanza tiene que ser siempre crítica y no puede tener un corto plazo a la vista (…) las humanidades deberían estar en todos los planes de estudios (…) de la misma forma que el humanista debe tener también formación en enseñanzas técnicas». (Astorga Redacción, 20-10- 2019). En la misma consideraba que la escisión entre ciencias y letras «es una tragedia para un país». Matas y Merino son, pues, mucho más que sus respectivos currículos. Y lo que nos ofrecieron fue más que un recital: una declaración vital.

Poco antes de comenzar el acto, con la sala repleta, el catedrático le cedió su tiempo de intervención, algo que ella aceptó a regañadientes y siempre que Góngora fuera recitado por él. Había comprendido que el recital era un reencuentro de la poeta leonesa con sus raíces.

Empezó recalcando −sin papeles− que el resplandor y la esencia del Siglo de Oro son «imprescindibles en un momento como el actual de total opacidad y desamor respecto a las Humanidades, pues no se puede defender lo que se desconoce». ¿Comprende, lector, por qué hubo inmediata afinidad entre ambos? No se conocían personalmente, pero pertenecen a una misma visión de la cultura, y se niegan a aceptar el gran estruendo de vacío con el que se quiere silenciar a las Humanidades. Y añadió: «Pido perdón por los textos que no lea y por los que lea destrozados en fragmentos, y les pido a ustedes que vayan a buscar sus versiones originales de lo que yo, como un aperitivo, les acerco en esta hora y esta noche de prodigios».

Arrancó con Boscán (1493/1542), iré citando en orden pero dejando fuera −por motivos de espacio− sus excelentes comentarios, dicho a vuelapluma. «Dulce soñar y dulce congojarme,/ cuando estaba soñando que soñaba;/dulce gozar con lo que me engañaba,/si un poco más durara el engañarme». Y fue encadenando sueños con sueños. De Garcilaso (1503-1536): «¡Oh dulces prendas por mi mal halladas,/ dulces y alegres cuando Dios quería,/ al que siguió. / Oh hado executivo en mis dolores…». No quiso dejar a un lado la prosa poética de Santa Teresa (1515-1582): «Y el extremo de soledad en que se ve con una pena delgada…» y el sapiencial «la verdad nunca desedifica ni daña». Ni la de Fray Luis de Granada (1504-1588): «Mandad a la muerte que vuelva a por los despojos que dejó; y lleve a la Madre con el Hijo a la sepultura». Y escuchamos absortos «¡Qué descansada vida…» de Fray Luis de León (1527-1591). Siguió con Aldana (1537-1578): «Pienso torcer de la común carrera…». Y después con Hererra: «Osé y temí, más pudo en mí la osadía».

No faltó el aleteo de San Juan de la Cruz (1542-1591): «La música callada,/ la soledad sonora». También: «Y en uno de mis ojos te llagaste». Nos habría bastado con alzar un dedo para tocar la emoción del público, que también soñaba que soñaba.

Cervantes estuvo representado por el soneto que dedicó al túmulo de Felipe II: «Voto a Dios que me espanta esta grandeza/ y que diera un doblón por describilla» , genial anticipo del humor que impregnaría la más célebre de sus obras maestras.

Llegada la hora de Góngora, le cedió la palabra a Matas, quien recitó el soneto 195: «(…) todo mal afirmado pie es caída,/ toda fácil caída es precipicio». Y seguidamente se «repartieron» los versos de A Córdoba. Por cierto, mientras escribo esta crónica ha recibido la invitación a presentar en la Universidad de La Sorbona su edición de Sonetos, de la mano de Mercedes Blanco, como en León lo hizo con otros dos grandes gongoristas: Conde Parrado y Ponce Cárdenas.

De Lope (1562-1635), escogió Canta pájaro amante en la enramada, para seguir con el reproche de Laurencia, en Fuenteovejuna: «¿Vosotros sois hombres nobles?/ ¿Vosotros padres y deudos?/ ¿Vosotros, que no se os rompen/ las entrañas de dolor,/ de verme en tantos dolores?». De Calderón (1600-1681), fragmentos de El Gran Teatro del Mundo. Y de La vida es sueño citó versos de Estrella: «(…) que solo a una fiera toca,/ madre de engaño y traición,/el halagar con la boca/ y matar con la intención».

De Quevedo, «La vida empieza en lágrimas y caca» y «Cargado voy de mí», pero fue en el tercer poema seleccionado cuando anunció: «Esto solo puedo leerlo de pie». Y así lo hizo:

«Su cuerpo dejará, no su cuidado;

Serán ceniza, mas tendrá sentido;

Polvo serán, mas polvo enamorado».

Dejó para el final al cronista y soldado Bernal de Castillo (1495-1584), de quien ensalzó su −cervantina− llaneza, su fidelidad al rey y a la memoria de sus amigos caídos.

Y cayó el telón invisible.

Nos fuimos a cenar, pues la amistad formaba parte también de nuestro soñar que soñábamos.

¿Son las Humanidades ya un bosque arrasado? ¿La batalla está perdida? No, mientras queden juglares.

Llegué a casa, pasé los dedos por el viejo libro de don Damaso y sentí que mi padre me sonreía.


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