Por MIGUEL GOMES

Las contribuciones de Pedro Lastra (Quillota, Chile, 1932) a la literatura hispanoamericana han sido abundantes. Poeta, ensayista, crítico, profesor, académico y editor, lo que aquí pueda decirse acerca de su labor se limita a una apretada síntesis que no le hace total justicia. Entre otros libros de poesía ha publicado La sangre en alto (1954), Traslado a la mañana (1959), Y éramos inmortales (1969), Cuaderno de la doble vida (1984) y Transparencias (2014). Muchos de sus estudios y ensayos se recogen en El cuento hispanoamericano del siglo XIX (1972), Relecturas hispanoamericanas (1987), Leído y anotado (2000) y Sala de lectura (2012). No podría soslayarse la repercusión —testimoniada por varias reediciones— de sus Conversaciones con Enrique Lihn (1980), auténtico ensayo dialogal, y conviene igualmente recordar lo que le debemos en su faceta de coordinador de compilaciones críticas sobre Julio Cortázar o Enrique Lihn; sus insustituibles antologías de la poesía y el cuento hispanoamericanos; así como su certera difusión de autores de envergadura —José María Arguedas, Alejo Carpentier, Ernesto Sabato— en la época en que dirigió la colección Letras de América de la Editorial Universitaria de Chile. Los reconocimientos internacionales no le han faltado: el Premio Pedro Henríquez Ureña de la Academia Mexicana de la Lengua o el grado de profesor honorario en la Universidad Mayor de San Marcos (Lima, Perú) y la Universidad de San Andrés (La Paz, Bolivia). La docencia, de hecho, no ha sido una experiencia secundaria para Lastra, profesor emérito de Stony Brook University (Long Island, Nueva York), donde formó a muchos investigadores.

Sus relaciones con Venezuela y sus poetas no han sido escasas. La presente conversación, que tuvo lugar en Nueva York, se centra en sus vínculos con Juan Sánchez Peláez.

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MG-Tu amistad con Juan tuvo un marco internacional. Sé, por ejemplo, de tus encuentros con él en EE UU y en Venezuela. También me consta que no ha sido tu único amigo venezolano.

PL-Entre mis relaciones más próximas y constantes han significado mucho para mí las que he tenido con Juan, Eugenio Montejo, Arturo Gutiérrez Plaza, Antonio López Ortega, Blanca Strepponi, Rafael Cadenas. Debo decir que con Juan y con Eugenio el diálogo continúa, y sé que no cesará. Con ambos nos comunicábamos a menudo, en esos años en los que el teléfono y el fax eran recursos muy socorridos. A veces yo encontraba, al regresar a mi casa en Sound Beach, los mensajes grabados y la voz inconfundible que me decía: «…Pedro, soy Juan…».

MG-Entiendo que era una relación muy fluida, que te permitió incluso descubrir gustos literarios de Juan que no habría sido fácil conocer a través simplemente de la lectura de su obra.

PL-En cierta ocasión, y teniendo en cuenta un viaje a Caracas que haría yo en cuatro o cinco meses más, le anuncié a Juan que iba a llevarle las poesías completas de Gabriela Mistral. Pero pocos días después me llamó para preguntarme si podría cambiar ese libro por otro, que tal vez no me sería difícil conseguir aquí y que él necesitaba más: la poesía de Gil Vicente. En efecto, la edición de Cátedra, de 1993, estaba en alguna librería de Manhattan y pude entregársela en ese próximo viaje.

MG-Estoy seguro de que uno de los temas en común que tuvieron fue Chile, por su estadía juvenil en tu país. Me gustaría saber qué te contaba de esa experiencia chilena, en particular de sus interacciones con otros escritores.

PL-En agosto de 1996, Juan y Malena estuvieron varios días en Manhattan. Hasta ese momento con Juan solo había tenido una breve relación epistolar, a propósito de una autorización que nos había dado, a Rigas Kappatos y a mí, para incluir «Retrato de la bella desconocida» en cierta antología titulada Los cien mejores poemas de amor de la lengua castellana que una editorial chilena publicaría próximamente. Me llamó uno de esos días, y quedamos en encontrarnos en la librería Macondo, en la calle 14 del Village, que tú también frecuentaste en tus años de Stony Brook, para ir luego, en la cercanía, al restaurante Pedro Páramo, del que Rigasera propietario.  A Juan le pareció muy divertida la ocurrencia de ese desplazamiento, desde Macondo a Pedro Páramo, donde nos esperaría Rigas, poeta y conocido traductor al griego de la poesía hispánica.

De muchas cosas hablamos los tres en esa ocasión, pero los años de Juan en Chile estuvieron en el centro de ese diálogo, especialmente su participación en las actividades augurales del grupo Mandrágora, y de sus afinidades con Gonzalo Rojas, Braulio Arenas y Jorge Cáceres, sin menoscabo de la mutua simpatía con Enrique Gómez Correa y Teófilo Cid, que no le fueron tan cercanos. Hay datos que corroboran, a mi entender, la mencionada y productiva afinidad con los primeros, y en un caso muy puntual con Braulio, cuyo interés por la obra de José Antonio Ramos Sucre fue siempre muy manifiesta: a comienzo de los años cincuenta, Braulio publicó un breve y cuidado cuadernillo, destinado a una difusión muy controlada y minoritaria, con algunos textos del notable poeta, casi desconocido en Chile. Braulio tenía en su biblioteca los dos últimos libros de Ramos Sucre, ambos editados en 1929, Las formas del fuego y El cielo de esmalte, rarezas bibliográficas que Braulio me regaló posteriormente, con generosidad de la que he hablado en otro lugar.  Yo pienso que tal interés de Braulio por la obra del gran escritor venezolano fue motivada y animada por Juan, e incluso creo ahora que la obtención de esas singulares ediciones de 1929 no habrá sido ajena a una decisiva intervención y ayuda suya.

El segundo encuentro con Juan, a pocos días de la reunión con Rigas en Pedro Páramo, fue una cena en otro restaurante del Village. Esta vez, Malena, cuyo apellido paterno era Bilbao, nos habló de sus vinculaciones familiares con la patricia familia chilena de Francisco y Manuel Bilbao, a quienes las turbulencias políticas de mediados del siglo XIX habían llevado primero a Perú y finalmente a Buenos Aires. Lo mismo que en la reunión anterior, íbamos de un asunto otro, con la fluencia propia de las viejas amistades, aunque esta no era sino nuestra segunda oportunidad de encuentro. Entre otras cosas, Juan evocó algunas de sus experiencias como agregado cultural de la cancillería venezolana, más largamente en Francia y luego por un tiempo en Colombia. Estaba muy animado y su sobrio relato, matizado con algunos desvíos humorísticos, me pareció lleno de buenos apuntes memorialísticos, aunque él no veía esto como una necesidad, de cuyo interés descreía. Yo pensaba lo contrario, y Malena apoyaba mi sugerencia y decía que ella solía insistir en lo mismo. «Bueno», dijo Juan, «en algún momento empezaré a escribir algo de todo esto». Yo agregué que sería muy bien recibido por sus lectores, que apreciarían debidamente las vivencias, lecturas y encuentros que podría registrar en esas páginas. Entonces Juan escribió en una servilleta, que conservo entre mis papeles en Santiago, y de la cual debe tener una fotocopia Arturo Gutiérrez Plaza, el siguiente compromiso: «Hoy empiezan las memorias memorables. Y para constancia firman Malena Bilbao de Sánchez Peláez, Pedro Lastra y J. S. P.». Y siguen nuestras firmas, el lugar y la fecha.

MG-Se puede advertir de inmediato afinidades entre la obra de Juan y ciertos momentos de Braulio Arenas, pero las claves comunes con otros integrantes de Mandrágora quizá no sean tan evidentes. La poética de Juan, en varios sentidos, parece más compatible con la de Gonzalo Rojas, que a la larga se distanció y fue crítico del espíritu de Mandrágora, y con la de Rosamel del Valle, muy independiente, que yo sepa poco dado a los activismos, a la dinámica de los grupos.

PL-Del joven surrealista Jorge Cáceres tenía Juan muy intensos recuerdos, e incluso de los versos iniciales de uno de sus poemas más conocidos: «A la llegada de los pájaros ellas son víctimas del sol / ese sol que tú respetas, sol de la costa…». Y esos versos dichos por Juan nos llevaron a la elegía que años después le dedicó Gonzalo Rojas: «Una vez el azar se llamó Jorge Cáceres / y erró veinticinco años por la tierra,/ tuvo dos ojos lúcidos y una oscura mirada, / y dos veloces pies, y una sabiduría, / pero anduvo tan lejos, tan libremente lejos / que nadie vio su rostro…».

La presencia de Jorge Cáceres nos llevó a otra, aún más significativa para Juan y para mí, no emparentada con el anterior sino por el azar del apellido: fue la de Luis Omar Cáceres, autor de un libro que hasta ese momento era una leyenda entre los lectores de la poesía chilena de los años treinta:  Defensa del ídolo, publicado en 1934, y casi simultáneo en su aparición y en su desaparición, pues el autor, igualmente misterioso y fantasmal, había condenado al fuego la edición, de la que solo eran conocidos cuatro o cinco ejemplares.  Pero algunos de esos poemas sí circulaban y eran a menudo citados, gracias ala Antología de poesía chilena nueva de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim. En esa antología de 1935 había leído Juana Omar Cáceres, y pudimos reconstruir al unísono algunos de sus versos: «En vano imploro al sueño el frescor de sus aguas, / auriga de la noche, quién llora a los perdidos…». Y seguimos con otros más.

De los poetas más significativos de la generación anterior a la irrupción de la Mandrágora, la admiración y el afecto mayores de Juan eran sin duda los que tenía por Rosamel del Valle, a quien mencionas, menos apreciado en Chile de lo que largamente se merece. Las ediciones de Rosamel —cuyo nombre civil era Moisés Gutiérrez, casi borrado por la prestancia del nombre que asumió tempranamente como escritor, autor de narraciones memorables como Las llaves invisibles, de 1946, y poemas de gran poder de sugerencia—, fueron difundidas en Venezuela por Monte Ávila Editores y desde ahí a otros ámbitos gracias a las recomendaciones de Juan, lo que es muy de reconocer porque en su país de origen, salvo pocas excepciones, Rosamel no ha tenido semejante acogida.

MG-Me parece de gran importancia la conexión que estableces con Omar Cáceres. Cuando reeditaste Defensa del ídolo mencionaste a Juan como uno de los lectores de este poeta vanguardista. ¿Podrías hablar un poco más al respecto?

PL-Las afinidades más notorias de Juan estuvieron en el grupo de los surrealistas chilenos y, junto a estos, escritores influyentes en las modificaciones poéticas de esa hora: leyó con especial interés a Huidobro, a Eduardo Anguita y a Omar Cáceres. En la Antología de poesía chilena nueva Huidobro es presencia central; yen esa antología, como he señalado, se encontraban poemas de Defensa del ídolo.

Por eso, cuando le conté a Juan que yo había copiado textualmente el libro de Omar Cáceres —que me facilitó un poeta amigo que era funcionario de la Biblioteca Nacional, y esto bajo toda especie de recaudos, promesas y hasta juramentos de que lo devolvería a los dos días, después de copiarlo a máquina en mi casa sin que nadie se enterara de esa transgresión a una rigurosa disposición legal—, Juan se entusiasmó con semejante noticia e incluso entendió equivocadamente que yo era ahora poseedor de una copia del manuscrito original de Defensa del ídolo. No: yo lo había copiado con la máxima fidelidad y sobre ese texto había preparado finalmente una reedición que la Editorial Lom publicaría en los próximos meses en Santiago y que el poeta mexicano Víctor Manuel Mendiola iba a incluir casi al mismo tiempo, finales de 1996, en sus ediciones de El Tucán de Virginia.  Fue entonces cuando Juan sugirió que ese libro apareciera también en Venezuela, en Pequeña Venecia, dirigida por Antonio López Ortega, Blanca Strepponi y Yolanda Pantin. Desde luego, me traspasó el entusiasmo por una edición paralela, y en esas lindas publicaciones. Así fue: las tres ediciones aparecieron casi al mismo tiempo —fines del 96 en Chile y México, y a comienzos del 97 en Caracas—, una suerte de hazaña editorial, en gran parte debida a la tan oportuna sugerencia de Juan, quien a su regreso a Caracas habló sobre esto con nuestro amigo Antonio. Recuerdo una carta de Antonio, recibida muy pocos días después del regreso de Juan, en la que se refiere a la posibilidad cierta de editar rápidamente ese «original» del que yo sería poseedor. Hay, por cierto, una buena dosis de surrealismo en esa creativa modificación de los datos reales imaginada por Juan y transmitida así, y sin demora, a Antonio: pero el resultado fue el feliz y multiplicado rescate de un gran poeta.

MG-¿Qué conocimiento se tiene en Chile de la obra de Juan? Y te preguntaría lo mismo sobre el resto del mundo hispánico, puesto que tienes un diálogo permanente con poetas y críticos de muchos países. Álvaro Mutis llegó a afirmar en alguna ocasión que Sánchez Peláez era «el secreto mejor guardado de América Latina».

PL-En sus años chilenos y en tiempos posteriores en que siguió activo ese grupo, la presencia de Juan fue más notoria en el mundo hispánico, como lo fueron las variadas y a menudo polémicas intervenciones mandragóricas. Eran tiempos en que las preocupaciones por la producción literaria hispanoamericana tenían centros de verdadera irradiación, desde Venezuela, México, Perú, Argentina, e incluso Chile. Me parece que en la actualidad la poesía, de aquí y de allá, es un género poco frecuentado: su inexistencia en las universidades es cada vez mayor, a lo que se suman graves falencias de la distribución editorial.

A diferencia de otros tiempos, ahora es España el principal foco de atención para los poetas hispanoamericanos: Pre-Textos, Visor, Lumen, especialmente, y revistas como Sibila y Palimpsesto. La aparición de la obra de Juan en Lumen y ahora en una antología de Visor editada por Marina Gasparini Lagrange es esperanzadora. Se trata de un referente principal en el panorama hispanoamericano, y su gran poesía permanecerá entre nosotros, a pesar de tantas limitaciones.


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