Elisabetta Balasso | ©Inger Pedreañez

Por JOSÉ URRIOLA

Comenzaré por reconocer que no soy buen lector de poesía. Me parece que la buena poesía está hecha de una materia distinta, similar a la que se utiliza para hacer el mejor cine experimental o para construir el llamado cine ensayo. En esta misma línea cinematográfica, los narradores estaríamos más cerca del lenguaje y las estructuras del cine de ficción; porque estamos al servicio de una historia y de una palabra que, aunque pueda gozar de cierto vuelo lírico, su misión es la de comunicar, la de hacer avanzar la acción y proveer a los personajes de un arco dramático.

Le tengo mucho respeto a la poesía. Me parece, literalmente, palabras mayores. Es el mismo que le tengo a cierto cine experimental que me hace admirar algo que yo no sé hacer, que no se me hubiera ocurrido, en fin, algo que no sería capaz de ofrecer. Hay una libertad y una sabiduría para jugar con esa misma materia prima que yo utilizo pero para ponerla a funcionar distinto, para que sea portadora de otros significados, otra simbología, otra sensibilidad y otra sensorialidad.

Hace unos años Elisabetta Balasso compartió conmigo el manuscrito de una novela experimental que me gustó enormemente. Era una obra extraña. Inclasificable. Muy poética, muy sensual, mística, diría también que muy sinestésica. Tocamos algunas puertas con editoriales a ver si era posible publicarla, pero en aquel entonces no corrimos con suerte. Seguimos, eso sí, en contacto; recuerdo que en algún momento compartimos nuestra fascinación por El color de la granada, una magnífica película de 1969 del cineasta Serguéi Paradzhánov, tocada por toda esa carga sensorial y simbólica tan presente en la obra de Elisabetta.

Fue en abril de este 2021 cuando, por medio de Luna Benítez, recibí el manuscrito de La fuerza de las cosas, el poemario de Elisabetta que hoy nos reúne. Y ahí me reencontré con el mismo espíritu de aquella novela lamentablemente inédita que hacía años había leído de la misma autora. La fuerza de las cosas es un libro que no solo se lee y suena y te dibuja imágenes prodigiosas, sino que incluso diría que huele a tierra mojada, a jardín tropical, a flores nocturnas que se abren e impregnan las páginas con su aroma, también rebosa de algo que llamaré felicidad vegetal. Es un poemario también táctil, uno puede tocar sus hojas (las del libro, pero también las de las plantas que lo habitan), uno roza esos pétalos, uno está allí, físicamente, presencialmente, en esa casa mientras afuera cae la lluvia y el hogar es tomado por el olor a jardín exuberante y contento con el aguacero.

Pido permiso para abrir aquí un paréntesis. Hay un cineasta experimental que ocupa un lugar privilegiado en mi canon personal, el estadounidense Stan Brakhage, fallecido en 2003. Brakhage hizo centenares de películas, la inmensa mayoría de ellas con una duración menor a los diez minutos, en la inmensa mayoría jamás filmó algo que estuviera frente al lente de su cámara. Brakhage lo que hacía era pintar a mano fotograma por fotograma, sometía al celuloide al efecto del ácido, lo rayaba con una hojilla, espolvoreaba los fotogramas con alas de insectos, con trocitos de corteza, con semillas, ramas, espinas y hojas recogidas del suelo del bosque. Y cuando ponía todo eso en movimiento se producía la magia: había jardines de la delicia enteros como pintados por la brocha de Jackson Pollock, había también algo cósmico y sideral, como si la combinación de esas pequeñas cosas pudiera conformar galaxias, nebulosas, supernovas, bóvedas celestes extraterrestres. Stan Brakhage decía que él no estaba interesado en hacer cine, que él quería hacer visual poetry: poesía visual. Y tiene una frase que de alguna manera recoge la esencia de su propuesta: “Cuando miramos un bosque, ¿cuántos colores vivirán bajo la dictadura del verde?”. Porque por medio de las limitantes impuestas por el lenguaje y la percepción llamamos verde a una cantidad enorme de matices presentes en el amplio espectro de la naturaleza, tonalidades que van desde el rojizo, el naranja o el dorado, pasando por el plateado, los azules y el violeta.

Brakhage utilizaba el dispositivo del cine pero para hacer otra cosa que no se parecía a una película. De la misma manera en que Elisabetta Balasso utiliza el lenguaje y los espacios de la cotidianidad en La fuerza de las cosas para ponerlos a funcionar de una manera distinta, nos transporta a un universo sensorial, sensual, sinestésico, donde las imágenes hechas con palabras incluso se olfatean o se pueden acariciar.

Leí con fascinación este libro de Elisabetta y luego recibí una invitación por parte de su editora, Luna Benítez, para incorporar algunas imágenes de mi autoría de esas en las que me empeño en fotografiar charcos. Los mapuches tienen una palabra que no existe en nuestro idioma: alumco. Alumco es la belleza del paisaje que se refleja en las aguas calmadas de un lago o en la superficie de los charcos dejados por la lluvia. Yo no lo sabía, pero desde hacía años me había dedicado con obsesión a cazar alumnos en cada temporada de lluvias. Era mi osadía de hacer poesía visual, mi licencia para atreverme a ser poeta sin contar con el talento para hacer poesía. Así que en esos espejos acuosos donde se asomaba el mundo invertido, con la textura de las aguas empozadas en el suelo reflejando el cielo, por fin me daba permiso para pasear en ese espacio fascinante e inasible de Elisabetta Balasso y de Stan Brakhage.

Agradezco enormemente a Elisabetta Balasso, también a Luna Benítez, a Oscar Todtmann Editores por esta oportunidad de aparecer en un libro de poesía, por hacerme parte de esta extraordinaria obra que es La fuerza de las cosas, tocada por la magia de Elisabetta y su fascinante universo simbólico. Siento que con esos humildes alumnos insertados entre los magníficos poemas de la autora, como en el juego del escondite, ante mi incompetencia para lograrlo solo, alguien se ha tomado el hermoso gesto de tocar la meta y librar por mí.

Muchas gracias y felicitaciones a la autora, también a la editorial por su encomiable labor en estos tiempos en que publicar libros son un auténtico gesto de resistencia.

José Urriola / Ciudad de México, octubre de 2021.


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