Palabras
Como pensador, Nietzsche siempre tuvo una profunda preocupación por el desarrollo humano, particularmente su vinculación al lenguaje, a la moralidad y al sufrimiento

Por SAMUEL ROTTER

Muchas estadísticas a nivel mundial coinciden en señalar que los índices de soledad y depresión están en ascenso. En Inglaterra, por ejemplo, las incidencias han aumentado casi 15% en los últimos cinco años. Lo mismo ocurre en Estados Unidos, Japón, Brasil, España, etc. Y ni hablar de lo que arrojarían si este trastorno mental pudiese ser cuantificado en países como Venezuela. Es comprensible, por tanto, que frente a esta epidemia psicológica el uso de antidepresivos también esté incrementándose.  ¿Pero es realmente lo único que podemos hacer por nosotros? Los catalizadores de esta crisis son numerosos y no absolutamente claros así como múltiples sus causas que varían en cada cultura. Algunos psicólogos la vinculan, en el caso de la población juvenil (una de las más afectadas) al uso excesivo de redes sociales y de Internet.

Es por ello que debemos indagar en posibles soluciones a este problema, para lo cual algunas «viejas» e incluso lamentablemente olvidadas estrategias pueden resultar de gran utilidad.

Muchas veces nos vemos consumidos por una realidad que nos secuestra el espíritu y donde nuestras conciencias resbalan por egoístas y vacías rutinas. No lo hacemos malintencionadamente. Se entiende que entre amistades, responsabilidades, dinero, amor, antojos, política, sexualidad, adicciones, familia, aburrimiento y noticias, caigamos en eso. Nos cansamos y le perdemos el gusto a la vida, como una fiesta que comienza de manera divertida y en un instante se transforma en  una prisión de presión. Así, la existencia se estanca en medio de la recurrencia, el tedio y la sombra. La cotidianidad es necesaria, pero también peligrosa: con lentitud nos quiebra el espíritu y llegamos a sentir que transitamos una indetenible cinta de Moebius.

¿Dónde entra entonces el poder de las palabras? ¿Realmente son capaces de elevar el espíritu como proclaman pensadores y poetas? Estoy convencido que sí. Pero más de uno dirá –especialmente aquellos que se criaron con una pantalla pegada a los ojos– que la literatura es un modo de entretenimiento; una distracción existencial tanto para quien la escribe como para quien la consume. Pero libros que se venden mucho y estimulan poco generan excesivo ruido y luego pasan. Se convierten en rellenos de bibliotecas (ya poco frecuentadas) leídos por suerte o por equivocación. Sin embargo, las obras que se imponen sobre la historia siempre han tenido otra finalidad: la transformación del lector y el desarrollo del espíritu humano. Son obras que dan tanto qué pensar, que no basta una generación para internalizar su calado individual y colectivo. Esto se debe a su carácter universal, capaz de traspasar cualquier tiempo o  cultura y proveer una reflexión profunda acerca de la condición humana. Si no,  cómo explicar, por ejemplo, que las tragedias griegas o las obras de Shakespeare sigan siendo tan relevantes a nuestra realidad contemporánea. Aun tienen mucho que enseñarnos acerca de la psicología humana y los problemas presentados en ellas bien pudieran ser los mismos que los nuestros bajo otras circunstancias históricas.

En el mundo de hoy esas pretensiones no son bien vistas, o al menos no son alentadas. Si las auspicias te catalogan de soberbio, prepotente o poco humilde. Te desprecian argumentando que solo figuras como Kafka y Cervantes pueden ocupar esos puestos tan sagrados; que suficientes problemas nos causaron las ideologías en el siglo XX y ahora debemos enfocarnos en sanar la economía. Entonces nos asustamos. Los escritores olvidamos el poder de nuestras propias palabras y el lector prefiere dedicar su tiempo libre a desasociarse y pensar en lo divertido, en lo ligero, en lo barato. A casi 20 años del inicio del nuevo milenio, la literatura y la filosofía son esferas cada vez menos relevantes en una era digital en la que todos los genios del marketing promueven la idea de reducir tu mensaje a treinta segundos si quieres ser escuchado. El fenómeno viene siendo señalado por escritores de todas partes del mundo desde finales del siglo XX (Jonathan Franzen en su libro de ensayos How to Be Alone es un buen ejemplo). Por lo tanto, no parece ser una coincidencia (aunque pudiese serlo) que mientras los índices de depresión estén incrementándose, el consumo de literatura esté en descenso. La falta de arte y literatura ha dejado un gran vacío y ahora, tras tanto desarrollo económico, recordamos que el ser humano no solo vive del pan.

¿Entonces, cómo lograr transmitir al millenial y las nuevas generaciones tecnológicas el poder de las palabras? ¿Cómo mostrarle al abatido, a aquel que perdió la esperanza, que las palabras son lo suficientemente poderosas para cambiar su conciencia y, por lo tanto, al mundo? No es tarea fácil, pero propongo empezar por rescatar la gran pirámide literaria que se impone sobre la historia. Una estructura compuesta de miles de pensamientos accesibles e interpretables, capaces de otorgarle significado a la vida, entender mejor cómo opera la conciencia, tener perspectiva histórica y desarrollar el gran potencial psicológico y espiritual que albergamos.

Lo trágico y  lo hermoso

No es una exageración afirmar que uno de los filósofos más influyentes en el pensamiento moderno es el alemán Friedrich Nietzsche; figura citada frecuentemente por políticos de todas las tendencias, constituye uno de los pensadores más malinterpretados de la historia. A pesar de jamás haberse declarado existencialista (el término surgiría casi cuarenta años después de su muerte) muchos fundadores del movimiento han admitido –entre ellos Jean-Paul Sartre–, haberse inspirado en él. Lo mismo ocurre con otras líneas de pensamiento. Nietzsche llegaría a ser adorado en la China de Mao,  en la Alemania nazi, en el movimiento anarquista, en la nueva visión de la  psicología propulsada por Carl Jung y en una larga lista que abarca todas las esferas de pensamiento, por más opuestas que puedan parecer.

Hay algo en la retórica Nietzscheana que parece afectar a todo pensador que interactúa con ella. El lector siente, a través de «meras» palabras, la grandiosidad del pensamiento y su capacidad de manifestarse como realidad. Como pensador, Nietzsche siempre tuvo una profunda preocupación por el desarrollo humano, particularmente su vinculación al lenguaje, a la moralidad y al sufrimiento, identificando varias causantes de esta insatisfacción del espíritu. En otras palabras, Nietzsche quería que el humano aprenda a aüfbluhen (florecer).

Muy similar a nuestra época, Nietzsche vivió un momento histórico en el que grandes transformaciones del pensamiento estaban ocurriendo. Darwin acababa de publicar El origen de las especies y filosofías seculares empezaban a reemplazar creencias religiosas. Entre estas corrientes se destaca la del filósofo Arthur Schopenhauer, quien en su libro El mundo como voluntad y representación, afirma que la vida  es una larga travesía de sufrimiento, sin significado y repleta de deseos inacabables nunca satisfechos, conduciendo a resignación y que por lo tanto  «hubiese sido mejor no nacer del todo».

Frente a esta visión tan pesimista de la vida, Nietzsche intentó reformular varias ideas de Schopenhauer, con la intención de afirmar la vida, proponiendo que a través del arte (y esto abarca todas las expresiones artísticas) se podía generar una nueva cultura trágica. Utiliza la palabra «trágica» como referencia a la cultura griega porque, según él, tenían una manera eficiente y profunda de enfrentar al nihilismo sin recurrir a explicaciones religiosas.

Así, la tragedia griega representa para Nietzsche el epítome de su propuesta estética, expuesta en su primer trabajo El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música.  Bajo ella, el arte y no la religión, la moral o la razón, se convierte en la nueva actividad metafísica del hombre. Se transforma de una actividad cultural a la manifestación más vital de su ser. A partir de esta nueva filosofía estética, propone crear una nueva cultura en la que los seres humanos aceptan la falta de una verdad absoluta capaz de abarcarlo todo, canalizando su sufrimiento existencial a través del arte, con la intención de exaltar su belleza y hacerlo ver como necesario para su desarrollo y aüfbluhen.

Si bien el sufrimiento y la depresión no pueden ser exterminadas de la vida y forman parte de un ente completo,  sí poseemos, de acuerdo a Nietzsche, la libertad de elegir la actitud con la cual los enfrentamos. Según él, la mejor versión que podemos adoptar es la artística/estética, ya que nos permite afrontar el sufrimiento y caracterizarlo como hermoso. Y al hacerlo, desarrollamos una madurez emocional que nos permite ver el sentido de la vida para a su vez poder deshacernos de lo que él denomina la «amargura cristiana».

Nietzsche, a diferencia de muchos otros pensadores, jamás habló en términos absolutos. Sabe que no posee «la verdad absoluta» a la cual arraigarse para justificar sus argumentos. Piensa utilitariamente, buscando la forma más provechosa de abordar estos grandes problemas. Reconoce que somos libres de otorgar nuestras propias interpretaciones al mundo; interpretaciones que son codificadas en palabras y que pueden darnos un gran consuelo frente a la soledad y el sufrimiento. Por tanto, su labor no es realmente exaltar la vida, sino exaltar el lenguaje y su grandioso poder de moldear nuestra realidad. «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» dijo Wittgenstein en su famoso Tractatus logico-philosophicus, haciendo alusión también al poder de las palabras.  Independientemente de qué elijamos, al menos reconocemos que tenemos la capacidad, como seres humanos, de tomar decisiones existenciales (palabras, en fin) capaces de impactar en nuestra perspectiva.

Verdades y mentiras en sentido extra moral

Tanto para Nietzsche como para Schopenhauer, el sufrimiento es un fenómeno intrínseco de la existencia. Pero Nietzsche ataca a Schopenhauer acusándolo de operar bajo la protección de una verdad absoluta y de un sistema de moralidad basado en nociones reduccionistas como «el bien» y «el mal» (de ahí el título de su famoso trabajo Más allá del bien y el mal) o en términos más sencillos,  cosas que «complacen al espíritu» y «no complacen al espíritu», por lo que aborda el sufrimiento sin estar condicionado moralmente. Considera la vida amoral y la moralidad (judeo-cristiana y platónica) como un sistema pesimista que no conduce al florecimiento.

Su actitud frente a la moralidad es agresiva y severa por una muy buena razón. La moralidad es enteramente subjetiva y tiende a simplificar aspectos muy complicados de la existencia. Nos prescribe, consciente o inconscientemente, una idea acerca de lo que «debería ser la vida» como si nos fuese útil para abordar nuestra falta de significado. De aquí derivan la gran mayoría de nuestras desilusiones; de sentir que la vida no sido justa con nosotros y habría de ser una experiencia carente de sufrimiento.

En su famoso ensayo Verdad y mentira en sentido extra moral, Nietzsche revoluciona en pocas páginas nuestra relación con el lenguaje. En uno de sus párrafos más destacados se lee: «cómo, no obstante, podríamos decir legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo duro de otra manera y no únicamente como excitación completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros, designamos al árbol como masculino y a la planta como femenino: ¡qué extrapolaciones tan arbitrarias! ¡A qué altura volamos por encima del canon de la certeza!». Aquí, nuevamente, hace alusión al poder de nuestras palabras. No son, como muchos pensarán, términos metafísicos absolutos. Por el contrario, son mentiras subjetivas que comunalmente hemos categorizado como verdades. Podrá parecer una tontería, pero en esas pocas páginas propulsó una revolución lingüística que hasta hoy día sigue ocurriendo. Revirtió la noción agustina del lenguaje y dio paso para que pensadores como Wittgenstein y Jacques Derrida cambien nuestra relación con las palabras.

Hoy, hemos olvidado nuestra capacidad de definir nuestro mundo. Toda sociedad y todo individuo opera bajo una edificación de metáforas y conceptos que a veces   juegan en su contra. Nuestras nociones de éxito y reconocimiento, por ejemplo, tienden a conducirnos hacia la ansiedad y el deseo de reconocimiento. Por tanto, queda en nuestras manos, con la ayuda de las palabras, rehacer nuestra relación ante el mundo y la vida y crear nuevas edificaciones. Con la ayuda de grandes pensadores y el arte seremos capaces de retomar el poder que hemos olvidado y afrontar más serenamente el sufrimiento y la depresión que nos acecha en estos tiempos tan complicados e interconectados. Demostrémosle al abatido que en muchos casos (los que trascienden la química cerebral) están en capacidad de derribar su edificación de conceptos y metáforas y sustituirlos por unos que les permitirán continuar viviendo, pase lo que pase, independientemente del dolor sufrido o causado. Creemos edificaciones conducentes al florecimiento y no la desilusión. Pensadores como Nietzsche siempre nos sirven en tiempos complicados. Y no es el único; como él hay miles de hombres y mujeres creyentes en el poder de las palabras y convencidos de su capacidad de transformación. Si nos exponemos más a este tipo de pensamiento y arte transformador, poseeremos una mayor variedad de herramientas psicológicas para abordar nuestra depresión y sufrimiento. No estamos solos ni ciegos en esta lucha.


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