Juramento en el Monte Sacro | Tito Salas

Por MARTA DE LA VEGA V.

En 1771 nació Simón Narciso Carreño Rodríguez. Su hermano menor, músico, Cayetano, formó parte de la Escuela de Música de Chacao alrededor del Padre Sojo. No pertenecían al grupo de los notables caraqueños, ni tenían gran fortuna. Según J. A. Cova, en el prólogo a la edición facsimilar de Sociedades Americanas (1828, reeditado en Lima en 1842) de Rodríguez, es falso lo que Alfonso Rumazo González, en El pensamiento educador de Simón Rodríguez, afirma, al describirlo como “niño expósito”. Significaba que, al nacer, fue abandonado en algún lugar y recogido por alguien, gracias a la solidaria cooperación de vecinos, muy frecuente entonces. Aunque no fue encontrada su partida de bautismo, así lo describe el párroco en su partida de matrimonio, en la iglesia de Altagracia, el 25 de junio de 1793: “… Presencié el matrimonio que por palabra de presente contrajeron don Simón Rodríguez, expósito de esta feligresía y doña María de los Santos Ronco”. Al parecer, también su hermano fue expósito. Sin entrar en tal polémica, hay que destacar que se criaron con sensibilidad artística y curiosidad intelectual, como apunta Arturo Uslar Pietri en el “Prólogo” a sus Escritos, compilado en dos tomos y con un estudio bibliográfico de Pedro Grases.

Adolescente, lo deslumbra la lectura del Emilio de Juan Jacobo Rousseau. De allí emergió su vocación apasionada y su práctica, irrenunciable, por afianzar un proyecto de pensamiento que fuera también liberador en el plano de la educación. “Nadie estudia lo que debería saber. Nadie aprende para mejorar su vida”. Son sus consignas decisivas per viamnegationis. Uslar lo describe con un físico poco atractivo, “huesudo, basto y algo desproporcionado de cuerpo”. Algo tuvo que ver su aspecto corporal en “una personalidad peculiar y difícil”: “Gruesas manos velludas, pesado andar, cabeza alargada y grandes orejas. El color moreno, la nariz ganchuda, la boca grande, recta y delgada y la quijada saliente”. Aunque muy poco se sabe de su existencia, ciertos rasgos seguramente determinaron su carácter, según Uslar: “Es orgulloso y violento, rudo y sarcástico; sus pensamientos toman espontáneamente la forma de autoritarios axiomas, y tiene un modo socarrón y despectivo de manifestar el desprecio intelectual que le merecen las más de las gentes que lo rodean” (p. XII).

Salvo Bolívar, casi nadie lo tomó en serio, escribió Uslar. Tuvo la suerte de convertirse en el preceptor del niño huérfano, rico, perteneciente a la clase social más alta y tradicional del país, gracias a su trabajo como amanuense del abuelo de Bolívar, don Feliciano Palacios, quien le pidió que enseñara a su pupilo las primeras letras. Esta circunstancia fortuita fue de inmensas consecuencias para ambos, maestro y discípulo. Más que buena ortografía, su enseñanza esencial bajo inspiración del ginebrino fue un casi sagrado amor a la naturaleza, con largas caminatas de observación reflexiva y aprendizaje filosófico sobre ideas liberales y republicanas, desarrollo de destrezas físicas que templaron el carácter y facilitaron las posteriores hazañas del héroe, como nadar en condiciones adversas o contra la corriente o montar a caballo al galope en extensos recorridos. Lo señala Uslar: “Lo que Bolívar recibió de Rodríguez en aquel primer encuentro no fueron lecciones ni nociones precisas, sino una inclinación de la mente, más emocional que racional, hacia las nuevas ideas que estaban transformando el mundo” (p. XVII).  El propio Bolívar lo reconoció muchos años después, cuando se dirigió a Rodríguez en carta en Pativilca del 27 de enero de 1824: “Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso”. Esta formación de Bolívar se truncó a sus trece años de edad, por los graves sucesos de la conspiración de Gual y España en 1797 que obligaron a Rodríguez, de veintiséis años, a huir.

Con su modo frontal de encarar a los otros, muchos lo detestaban por sus impertinencias o lo consideraban como un ser extravagante y pintoresco. Descuidado en su vestir, esta tendencia se acentuó con los años, hasta sus días finales, como testimonia el relato del viajero francés Paul Marcoy, en su visita al pueblo de Azángaro, cerca del lago Titicaca, donde encuentra a Rodríguez, de más de ochenta años, quien le da cobijo una noche helada en el tenducho donde vivía. Cita J.A. Cova (p. XLII): “Su traje, preciso es confesarlo, no era el más propio para realzar su fisonomía; llevaba la camisa sucia, con el cuello arrugado, corbata deshilachada, poncho de color amarillo, indefinible, que dejaba ver un pecho velludo y curtido por el aire; pantalón de balleta azul y zapatos claveteados”; y Uslar (p. XXXIX): “Era un viejo de cabeza blanca, fuerte contextura y cubierto de un sucio poncho amarillo”. Su cultura, la fluidez al hablar en francés, sus conocimientos de ciencias naturales, historia, arqueología, cautivan al visitante. Allí el maestro, “cansado de vagar de una ciudad a otra”, fabrica velas de sebo para sobrevivir, sin “persistir en una quimera irrealizable”, sin haber podido publicar la mayor parte de su obra, que quedó inédita, y perdidos muchos de sus escritos; llega a San Nicolás de Amotape, donde muere en 1854.

En 1791 el Cabildo de Caracas le otorga a Rodríguez el título de maestro, cuando tenía veinte años. Así comenzó el ejercicio legal de su profesión docente, que no abandonará, incluso anciano y retirado, dedicado a la enseñanza de los niños. En 1794 presenta al Ayuntamiento sus “Reflexiones sobre los defectos que vician la escuela de primeras letras de Caracas y medio de lograr su reforma por un nuevo establecimiento”. Sorprende la meticulosa organización de todos los aspectos técnicos, curriculares y administrativos previstos. Sus ideas innovadoras fueron vistas con recelo, desconfianza y temor. Su plan fue objeto de maniobras dilatorias y hasta la Real Audiencia fue consultada. Sin resultados. El 19 de octubre de 1795 el maestro renunció a sus labores, que buscaban “disponer el ánimo de los niños para recibir las mejores impresiones y hacerlos capaces de todas las empresas”, siguiendo a Uslar (p. XV). En 1797 parte hacia Kingston, Jamaica.

Abandona Venezuela, deja por el resto de su vida a su esposa, con quien nunca se llevó bien, y a dos hijos a quienes había puesto nombres de legumbres, tal vez —dice Uslar— por rememorar el calendario revolucionario de F. d’Eglantine y en audaz provocación a los convencionalismos sociales. Tuvo hijos de concubinas del pueblo, de los que nunca se ocupó, como afirma J.A. Cova en su prólogo (p. XVI) a Las sociedades americanas de 1828. Así también fue Rousseau. Cambia su nombre por Samuel Robinson, que mantiene hasta su regreso a Cartagena, en 1823, cuando vuelve a llamarse Simón Rodríguez.  En este lapso hizo un largo periplo, que retoma desde 1824, esta vez hacia América del Sur, con encuentro de Simón Bolívar en Lima en 1825, hasta su muerte en un pueblito del Perú, sin regresar más a Venezuela. Viajó por algunas ciudades de Estados Unidos y Europa; Baltimore, Bayona, París, Viena, Lyon, Chambery, Milán, Venecia, Ferrara, Bolonia, Florencia, Roma, donde en 1805, el 15 de agosto, con Simón Bolívar, hizo el Juramento en el Monte Sacro de consagrar sus vidas a la lucha por la independencia de América. En 1806, de nuevo París y en 1807, pasa por varios países europeos, Alemania, Prusia, Polonia, Rusia, hasta 1823, cuando viaja a Londres a encontrarse con Andrés Bello antes de su retorno a Cartagena.

Dio clases en siete países de Europa y cinco de Suramérica, y a la vez escribe sin pausa, siempre con la idea de sentar las bases de una educación popular y republicana, pese a las adversidades, presentes desde su nacimiento hasta su muerte, y del menosprecio e incomprensión de sus contemporáneos. A los setenta y ocho años, escribió su penúltimo trabajo, un “Extracto sucinto de mi obra sobre la educación republicana”, para el señor gobernador de la provincia de Túquerres, coronel Anselmo Pineda.  Fue publicado, respetando el diseño tipográfico singular que Rodríguez le daba a sus textos, en los números 39, 40 y 42 del Neo-Granadino de Bogotá, entre abril y mayo de 1849. Desde sus primeras líneas escribió: “¡Hace 24 años que estoy hablando, y escribiendo pública y privadamente, sobre el sistema Republicano, y, por todo fruto de mis buenos oficios, he conseguido que me traten de loco!”

Sin duda, era un trashumante y un inquieto que, desadaptado y solitario, tuvo un comportamiento amargado, errático y sin asideros. J. A.Cova, uno de sus historiadores, califica su conducta con rasgos psicopáticos, sin negar su genialidad. Su talento improvisador, sin la posibilidad de atenerse a sus propios planes, sin disciplina, embrollador, desordenado y con una irregular vida privada, le trajo malquerencias con autoridades y con vecinos. Así ocurrió en Chuquisaca, con un ambicioso Instituto Modelo auspiciado por Bolívar y apoyado por el mariscal Sucre, que duró menos de un año, de noviembre de 1825 hasta mediados de 1826. A pesar de sus agudas reflexiones para corregir el descuido y la desidia en todo lo relativo a la educación de su época, a pesar de sus propuestas de extender la escuela a los pardos, apoyado en el principio de igualdad de todas las almas que la ética cristiana nos prescribe, aunque no mezclados con las castas, y que aprendieran un oficio mecánico; a pesar de querer una enseñanza para la libertad y dirigida a lo útil, gobernada por el interés del alumno y combinada con juegos, diversiones y paseos, hoy él no podría ser un modelo que deje huella constructiva en la formación infantil.

Aunque en 1831 probablemente contrajo segundo matrimonio con Manuela Gómez, gravemente enferma en Túquerres en 1847, casi toda su vida, señala Uslar en el “Prólogo” ya citado, “hasta la extrema senectud, vivió amancebado con mujeres de muy diversa condición” (XIV). Lo que nos resulta inaceptable en una perspectiva actual, tal vez formaba entonces parte de una mentalidad excluyente de la mujer, salvo por ventajas o conveniencias sociales, a la que no le correspondía ser reconocida como sujeto histórico pleno, como persona cuya dignidad le es inalienable, como interlocutora válida, como compañera, como amiga  del hombre,  sino que, siguiendo las costumbres del patriarcado tradicional y de las arraigadas prácticas del machismo cultural, ni era cuestionable ni se ponía en tela de juicio el desprecio casi misógino hacia ellas, la falta de compromiso mutuo, el irrespeto y la utilización de las mujeres como objetos de placer, infraestructura doméstica o simplemente confinadas al ámbito privado, como administradoras del hogar o reproductoras.

Simón Rodríguez, en sus propias palabras, cuando fracasó el instituto de Chuquisaca, dijo que buscó formar ciudadanos. La única palanca del progreso era la educación. En Sociedades americanas en 1828 leemos: “Las instituciones sociales no se sostienen por las tramas y artimañas, que hasta ahora se están llamando política; sino por el conocimiento general de sus fundamentos y de su estructura, y por el convencimiento… general… también de su utilidad” (p. 44).  Una sociedad republicana es la que se compone de hombres íntimamente unidos por un común sentir de lo que conviene a todos —viendo cada uno en lo que hace por conveniencia propia, una parte de la conveniencia general” (p. 87). Acerca de la educación social afirma: “No puede haber hoy quien pretenda, con razón, que debe haber clases ignorantes y pobres… los que crean haber aprendido, en la historia, el arte de gobernar hombres libres”. Sobre el método de Enseñar: es hacer comprender; es emplear el entendimiento, no hacer trabajar la memoria”. Y en el Extracto… de la educación republicana sostiene: “No habrá jamás verdadera sociedad, sin educación social; ni autoridad razonable, sin costumbres liberales” (Escritos, T. II, p. 325)”. Y agrega: “Enseñen, y tendrán quien SEPA, Eduquen, y tendrán quien HAGA”. Tengo el honor de haber recibido el “Premio Simón Rodríguez a la docencia” durante mi desempeño como profesora en la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Hoy me honra rendir tributo al maestro.


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