Miro Popic
Dulcear

Por Lena Yau

Venezuela on the rocks! nace porque somos preguntones.

Después de tres libros (en realidad un montón de publicaciones más) dedicados a la gastronomía en Venezuela (Comer en Venezuela, El Pastel que somos y El señor de aliños), muchos le preguntaron a Miro: ¿Y toda esa comida con qué se pasa? ¿O vamos a papear a secas? ¿Dónde quedó el avión de Carúpano? ¿Sopa, seco y postre sin contentura?
Y Miro, que sí había tocado las bebidas no espirituosas, que es un escritor incombustible, un articulador de la venezolanidad desde la mesa y la garganta, no esperó dos pedidas.

Somos preguntones porque tenemos sed. Y esa sed, en este caso, se atiende abriendo lo que fue nuestro proto bar, la yuca y el maíz, dos de nuestros tres ejes culinarios, arrancados de la tierra y puestos a fermentar a través de la masticación.

Ahí comienza la intervención humana.

La naturaleza había hecho un trabajo previo, la fruta caída y pasada de maduración también fermentaba.

Miro cita a Salomon Katz, quien afirmó que “primero fue la cerveza que el pan” y lleva sus palabras a nuestro mapa: “Antes fue la chicha que la arepa.”

Lo cierto es que, como en la cocina, en el momento en el que el ser humano trasformó un elemento para su beneficio, se diferenció de los animales y comenzó a dar pasos hacia el saber, la cultura, la civilización, lo que somos.
Cocinar hizo al hombre, planteaba Faustino Cordón. Y como comer y beber van de la mano, fermentar, destilar, añejar, también hicieron al hombre.

Los libros tienen tantas lecturas como lectores.
Yo hice una lectura de idas y venidas entre continentes, de barcos que atracaron en nuestro país y ofrecieron vino a los pobladores.

De nuestros ancestros que vieron carabelas agrandarse en el horizonte y recibieron a los exploradores con chicha.

Desde ese primer encuentro, el ir y venir entre una tierra y otra se ha movido constantemente como la bola impulsada por un resorte en el pinball.
En toda historia hay un hilo conductor que discurre al ritmo de los acontecimientos y que altera su curso según la fortuna.
Aquí se cuenta nuestra historia, una historia asombrosamente circular, una historia que guardan nuestras botellas.
El hilo conductor es el alcohol que va cambiando o haciendo camino en sincronía sin mezclarse como el Orinoco y el Caroní: del guarapo y la chicha al whisky con agua de coco.

La primera vez que la palabra botiquín aparece registrada es el 3  de enero de 1812 en la Gaceta de Caracas, donde se dice que “en El Botiquín de la Posada se pondrá un libro destinado a anotar en él la entrada y salida de los buques, la calidad de sus cargamentos, la procedencia y novedades que traiga». Para Miro Popic esto indica que “aun antes de nacer la República ya el botiquín era una institución».

Botiquín en su doble acepción, bodega para beber y caja de remedios, botiquín que registra los barcos que van y vienen, que bautizados con botellas antes de zarpar por vez primera, cruzaron el océano para unir dos realidades, ida y vuelta de barcos con panza llena de toneles de vino para saciar la sed y los dolores de los marineros, para sus fiestas, apuntes que registraban aquello que atracaba para que no se escaparan las entradas arancelarias, impuestos que manejó el poder en colonia y en república.

Este párrafo, en el que además se cita a un impreso de tradición y se da vuelta a un término lingüístico, condensa al libro sin mencionar una bebida.

Habrá páginas para ello, escritura bebible de alongado disfrute, porque este trabajo de Miro no es diferente a sus trabajos previos: cada libro al que se entrega, cada libro que escribe, cada libro que nos abarca, no solo gira alrededor de la historia, la botánica, la antropología. Este,  como sus libros anteriores, nos incluye en cada uno de nuestros detalles: sentido del humor, literatura, dichos populares, música, modismos, anécdotas, todo lo que la oralidad regala y que Miro no deja escapar entintándola en caracteres impresos. Documentándola.

Quien se lleve este libro para beberlo en casa encontrará un libro salpicado de referencias literarias: Carpentier, Crónicas de Indias, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Camilo José Cela, Franz Kafka, Rafael Cadenas, Antonio Arráiz. Aníbal Nazoa, García Lorca, Job Pim.
Escuchará voces que son nuestras porque en el carrito del bar rueda un tesauro: así como en El señor de los aliños, Miro deleita con un catálogo de peces de agua salada y agua dulce y nos llena los ojos y la lengua con sus preciosos y, lamentablemente, poco usados nombres, en Venezuela on the rocks! nos obsequia un palabreo del bebercio que cae como una máquina de hielo que no para: miche callejonero, recuelo, calentaíto, ponsigué, mistela, veloenovia, guarapita, taguara, carato, pichipuro, chicha, massato, yaraque, palo, paloteado, ratafí  y en ese recitar lo acompaña Tulio Febres Cordero, a quien cita en una suerte de ABC del ratón.

¿Ratón?, se preguntará alguien.
Resaca.

¿Y por qué bebemos si conocemos esa espantosa consecuencia?
Por brindar, por celebrar la vida, por honrar la muerte, por exorcizar, por gratificación, porque tenemos derecho al placer, por recordar, por olvidar.

Porque sí.
Tal vez por lo que escribió Sahagún en sus crónicas de indias y que Miro Popic recoge en este libro: según Sahagun son los designios del zodiaco los que configuran nuestra conducta frente a la bebida.
Ya tiene excusa: yo no tengo la culpa de ser tauro.
“Todos necesitamos un gratificante para llevar la vida, un cariñito, y si viene en vaso grande y con bastante hielo, mejor”, razona el autor.
Guayabo, como botiquín, es una palabra de fronteras.
Si en Venezuela es un despecho en Colombia es una resaca portentosa.
¿Y no es lo mismo? Depechao, resaqueao, con una importante necesidad de potasio e hidratación que no son otra cosa que buen querer y equilibrio.
La frontera entre el despecho y la resaca es la barra del bar.

La locuacidad  asociada al estado de placidez y desinhibición que produce el alcohol: no solo se destapa la botella para que salga el genio de adentro. También nos destapamos y liberamos a todos los que nos ocupan, que duermen: los fantasmales, los divertidos, los sentimentales, los histriónicos, los pendencieros, los pistoneantes, los artistas.

Placer de la resaca: nivelar el potasio. Si un trago es sabroso, más rico aún es aquello que bebes y comes al día siguiente para aliviarlo. Uno de los remedios que Miro reseña en este libro habla de beber un vaso de vino y de agua a la vez. Es curioso que un remedio aprendido de los italianos (Miro dixit) me haga recordar una palabra del mismo origen: calabriar, que significa mezclar vino blanco y tinto.  Para la resaca moral como sabiamente apunta Miro, no hay remedio. Pero si nos ponemos creativos la llevamos mejor: porque pasadas las horas de la resaca, rebobinamos la fiesta que la causó: volvemos a reír, volvemos a vivir, miramos con nostalgia lo que queda de la noche como quien mira desde un vaso de cristal empañado y llorón.

Beber pasa por el pensamiento y por la desconexión: un vino complejo nos habla, una cerveza fresca nos permite soltar lastres, ser parte de su espuma y cambiarle la letra a una canción de este lado del mar para ponerle letra de aquel lado: si Lolita canta sarandonga nos vamos a comer, sarandonga un arroz con bacalao, cuhíbiri cuchíbiri, nosotros cantamos a dúo con nuestro ratón amansado: cañandonga, nos vamos a beber, cañandonga un ron roble al bar de al lao, que chévere que chévere.

Pero no todo es fiesta porque si hay algo serio es lo que comemos y lo que bebemos.

Y es que la bebida es río suelto que corre libre y va llevando en su caudal.

Importancia del libro en el contexto actual de Venezuela: no olvidar porque detrás de cada vaso y detrás de cada botella hay una historia que nos cuenta, que nos explica, que nos muestra nuestros errores y nuestros aciertos, que nos reafirma. Una historia que se caracteriza por los viajes, por la mano del azar y por tener dos caras como Jano.

El hilo que va de los tubérculos y granos fermentados por nuestros aborígenes, yuca y maíz mascado, a los hallazgos de botánicos como Henri Pittier que al probar el vino de corozo y comparar su sabor al champagne no imaginó que años después Pampero comenzaría una andadura que incluía productos como la sidra de piña champañizada. Pero no solo de antropología y botánica vienen cargadas las botellas: también de historia, una historia que, como dije al principio, da la vuelta para mirarse a sí misma: también Pampero  lanzó al mercado una bebida llamada Patria libre.

El cuento completo está en la botella y en las páginas de este libro e incluye más hilos a los que debemos halar para saber más de nosotros, Juan Bimba y hallacas enlatadas a bs 20 para un exilio que quizás fue presagio de esta diáspora. De aquellos barros, estos lodos, dicen.

Como este hay más ejemplos que reflejan el ir y venir de nuestro país: de la colonia a la república, de la dictadura y la democracia, todo en meandros de aguardiente, cocuy, ron, vino, naranjas amargas venezolanas para un licor holandés y para la historia agridulce del creador de Orange Rhum, y amargo de angostura que viaja de Prusia al sur del Orinoco para luego asentarse en Trinidad,  cerveza y whisky con agua de coco oleando al son del dedo removedor. Y el cacao que no falta, que traslada su maraqueo de la mata, a las cocteleras que lo agitan en el otro lado del mar.

Todo es viaje de ida y vuelta y de vuelta a ida, por eso unos números que se hicieron cifra caprichosa en Madrid fueron determinantes para que muchos de los que estamos aquí y fuimos niños en los 70 pudiéramos brindar jugando a ser adultos en navidades.

La fortuna decidió en esta ciudad que la bebida estacional que nos llena de nostalgia y de familia fuera una realidad, el ponche crema de Eliodoro González recibió su primer empujoncito aquí.

Y más: lo que bebían Bolívar, Páez y Miranda.
O  cómo la viuda francesa se enamoró de El Ávila y vistió su apellido Clicquot con siete estrellas.
Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo
sin imaginar que ese bloque blanquiazul sería la cuna de un oso polar embotellado en el país de al lado.

Brindamos los miaos y soltamos un chorro de ron en la tierra pa´los muertos.
Ya lo escribió Mika Watari: La vida es una borrachera y la muerte su resaca”.


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