Cortesía galería ABRA

Por VÍCTOR GUÉDEZ

Son diversas las pautas significativas que revelan las obras de Sheroanawë Hakihiiwë. En una instancia inmediata se aprecian resultados estéticos, esquemáticos, sintéticos y sencillos sin disimular las energías vivenciales que remiten a reminiscencias ancestrales  y a indagaciones simbólicas. No obstante esta riqueza de contenidos, su espacio pictórico siempre promueve una inspiración tan serena y sensible como poética y primordial.

La esquematización de una manera semejante a lo que ocurre con las piedras preciosas que resultan de la eliminación de elementos sobrantes de una previa referencia bruta. Se trata de alcanzar lo fundamental en función de la esclarecida advertencia de Wittgenstein: cuando se quiere ir más allá de lo último se buscan los fundamentos más que las causas. Esta sensación funciona tanto en los resultados plásticos como en los procesos que asume el artista para hundirse hasta lo primigenio, es decir, en la base del basamento que generalmente se esconde en el abismo más profundo de las cosas que aborda.

En nuestro artista habita el acercamiento natural a la naturaleza primordial o a lo primordial de la naturaleza sin ningún interés de diferenciar lo que es sustantivo o adjetivo. Y lo interesante es que, simultáneamente, con esa manera de habitar su territorialidad, él habilita la capacidad de convertir esa conducta en la escalada de una redimensión mística con la flora y la fauna, así como con las costumbres y tradiciones de su contexto amazónico. En esa redimensión, el tiempo se relativiza para convertirse en el ayer que se recuerda, en el hoy que conjuga el vivir con el padecer y, finalmente, el futuro que se aspira con añoranza y con esperanza. A partir del marco de esta congregación de naturaleza, territorio, pueblo y cultura se perfilan también sus ilusiones y sus ideales, al igual que sus fantasías y fantasmas para darle vigencia a un maravilloso fragmento de Fernando Pessoa: “Que tenga en mí demasiado de lo que es más grande que yo,  / demasiado de aquello que no puedo llamar Yo…”.

Es así como la vivencia y la reminiscencia, más allá de sus equivalencias semánticas, reivindican que lo primero remite al mantenimiento de sus sentimientos infantiles, mientras que lo segundo se inscribe en el recuerdo impreciso pero imborrable de imágenes pretéritas que se convierten en siluetas de animales, datos florales y de formas ornamentales que decoran las formas corporales de su pueblo. Podría pensarse de una “memoria antropológica” que intenta conjugar una constelación de datos visuales aborígenes que se proyectan con vocación de prolongación contemporánea. Sin duda, estamos en presencia de una especie de tránsito optimista, razón por la cual se plantean estéticamente imágenes que se alejan de lo celebratorio y de lo festivo pero igualmente alejadas de denuncias explícitas y más bien cercanas a efervescencias que se enriquecen en un sosiego espiritual y de una secuencia ritual. Incluso podría admitirse un armónico y orgánico maridaje entre lo ornamental de los módulos formales y el hedonismo de un repertorio de apariencia lúdica. En efecto, en sus obras, aunque sus elementos morfológicos aluden a referencias reconciliables, ellas también le despejan el camino a datos de raíz intuitiva y fantasiosa. En este sentido, la sorpresa de sus realizaciones es que la presencia reconocible de algunos de sus módulos se libera de tal prefiguración para estimular asociaciones abiertas y abstractas. En medio de estos resultados, no sobran los asuntos bucólicos, las alusiones a ríos y los detalles de la selva, todo lo cual se materializa y se matiza a través de una memoria que asimila las nuevas circunstancias de una realidad inédita. En medio de estos registros se asoman las sensibilidades geométricas que igualmente tuvieron presente en sus ancestros. Igualmente, el espíritu selvático insurge sin esconder los juicios contra la contaminación y el espíritu invasionista. El mensaje de fondo transpira como criterio de exhortación: si se muere la selva, se muere también su entorno con la inevitable amenaza de nuestra propia existencia. La selva palpita y vitaliza todo lo que ella rodea, y esta línea de resonancia se convierte en uno de los factores que incentivan el espíritu de nuestro artista.

Adicionalmente, se nos viene a la mente la sensación de un apogeo entre lo primordial y lo primitivo que se combina con lo telúrico y lo ancestral para darle espacio a la simbiosis de un vitalismo simbólico. Por todas partes brota de esta obra una especie de regreso a lo arquetípico y a lo primigenio como fuentes que pretenden recuperarse y proyectarse. Pero lo más interesante de este entretejido juego de significados es la vehemente subyacencia de una idea: la condición natural del ser humano se identifica con la vocación natural del ser humano, y esto conforma una relación consustancial porque no puede haber una cosa sin la otra; o dicho de otra manera: cada una es la condición de posibilidad de la otra.


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