La muerte de Sócrates | Jacques-Louis David

Por BETULIO BRAVO

Muy atrás en el pasado remoto, compartieron el mismo camino tres respetables viajeros en cuya indumentaria se podían adivinar sus distintas procedencias. Uno de ellos, vara en mano, iba haciendo extraños dibujos en la arena obligando al paso lento de los caminantes. El segundo entornaba los ojos y movía la cabeza de lado a lado mientras intentaba mantener el ritmo de sus compañeros, quienes vincularon estos gestos involuntarios a sus hondas cavilaciones. El tercero, más inquieto en sus maneras, se apresuraba a señalar el rumbo con esmero, justificando ante los demás su posición de vanguardia por haber andado y desandado en repetidas ocasiones aquellos mismos senderos. Conformaban los tres un variopinto conjunto que, curiosamente, visto a la distancia, parecía armonizar con el paisaje. Cualquiera diría que este encuentro de peregrinos fue una mera coincidencia de no haber prestado oídos a la conversación de los caminantes.

Así transcurrió lo que a continuación se relata.

Sin ocultar la molestia por no detenerse para completar los surcos en la tierra polvorienta, el Saber se dirigió a sus camaradas, la Ética y la Política, con deseo de contarles una de sus hazañas favoritas. Probablemente ustedes ignoran que gracias a mis especulaciones los hombres decidieron salir de las cavernas para mirar las estrellas y extasiarse con su resplandor. Incurriera yo en petulancia si señalo además que en medio de aquellas penumbras me había dedicado a plasmar en las paredes, que eran muchas y terriblemente rugosas, mis cálculos acerca de las dimensiones del espacio, bajo el supuesto de que no contásemos con la trayectoria en el tiempo. Lo expreso ahora porque era muy tarde ya para distraer la atención de aquellos hombres sobre menudencias de ese estilo, absortos como estaban en la contemplación de la gran bóveda celeste. Ninguno de ellos imaginó jamás, ni siquiera en sueños, que la mente humana encuentra las combinaciones de sus propios cerrojos con solo sacudir el pensamiento.

Tu proeza es digna de alabanza y me persuade aún más del viejo adagio “cojitrancas andarían las virtudes sin el divino soplo de la sabiduría” —con estas palabras se aventuró a conciliar la Ética cuando hubo retirado la mirada del camino. Ahora bien, amigo mío             —inquirió seguidamente en actitud deliberante, responde con franqueza si conservas el tono reflexivo en cuanto sales de tus habituales terrenos. Insisto por ello en que me digas si alguna vez te has preguntado acerca de la existencia del bien y, de hablar con verdad sobre un tema tan sensible, responde entonces si ese enderezamiento que los espíritus necesitan para juzgar sus propios actos y los de sus iguales es constitutivo de la naturaleza de los hombres, o si se trata en realidad de una de las duras lecciones que los hombres habrán de aprender con su consentimiento y, las más de las veces, contra su voluntad.Veo en tus ojos que prefieres resolver fórmulas complejas antes que ocuparte de estas diligencias y aventurarte a una conjetura.

En este punto reaccionó la Política, que había puesto especial escucha al asunto de las diligencias, término mal empleado para el caso, pues refiere, según indica mi experiencia, a las acciones emprendidas y de ninguna manera a elucubraciones de convento. En cuanto a lo que se traen en su conversa sugiero hablar mejor de beneficios y no perdernos en preguntas sin respuesta. En definitiva, dudo que el bien adquiera algún sentido para el entendimiento si no se traduce en beneficios mensurables. La vida nos empuja hacia situaciones apremiantes, nos pone frente a las cosas simples y concretas para que devolvamos soluciones materiales y efectivas cuya utilidad no deje lugar a dudas. No parecía dispuesta la Ética a tolerar cargas de pragmatismo como lo que observaba con espanto. Tomó distancia en signo de protesta, desplazándose lentamente hasta el borde del sendero y componiendo en silencio esta conclusión en su propio alivio: “El bien sólo es bueno para un espíritu que lo pondera, para el resto suele ser poco menos que insignificante”.

Hay que solazarse en la ignorancia para no ceder a la fascinación de los astros en su extraordinaria magnitud —así mascullaba del otro lado el Saber sus peroratas y, asimismo, habría que bloquear con grosería el raciocinio para no sentir curiosidad y temor ante lo inmensidad de lo pequeño. Ahora mismo, mientras creemos dominar el mundo con una sarta de palabras, poblaciones de seres diminutos pueden estar levantando tienda en cualquier lugar de nuestras entrañas, sin que podamos entender las señales que ellos envían a su escala y a su modo, sin que oigamos sus truenos rabiosos y sin que nuestros lenguajes alcancen a identificar sus capitulaciones. ¡Por todos los cielos! ¡Que me trague la tierra! Exclamamos ingenuos, lejos estamos de entender el número y el tamaño de lo que estamos invocando.

Después de escuchar esto, la Política se sacudió con insolencia y de nuevo solicitó la atención de los presentes. Si esos minúsculos especímenes, parásitos, virus o bacterias fueran todos como los que fermentan la cebada o abonan los cultivos, ya habríamos creado comunidades con estos seres invisibles para que compartieran sus modos particulares de reproducción y sus técnicas de sobrevivencia en la materia muerta, y si acaso quisiéramos subir hasta el cielo, mejor hubieran crecido las alas de gran plumaje. Entretenidos en el vuelo ya no pretendiéramos disputar las mejores explanadas al resto de los animales. Sostengo esto para que no se diga después que renunciamos a nuestras ventajas naturales y nos obligamos a pagar el costo de oportunidad. Lo hago con voz altisonante para obligar a desoír ofertas fraudulentas con vasijas de alquimista y aureolas de santos.

Hasta ese momento había sido cordial el diálogo, y lo sucedido, como era de esperarse, rompió la calma usual en el ambiente, dejó de soplar el viento, los insectos corrieron a sus hoyuelos y los rayos del sol se nublaron por instantes. La Ética por su parte consiguió en esto mayores motivos para mantenerse en los márgenes y el Saber, hinchado de orgullo, juntó los restos de entereza y replicó con sus acostumbradas admoniciones. Es evidente que si pusiera las cosas en perspectiva,  querido amigo,  traspasaría los muros de lo urgente e inmediato para obrar con proyección. Obviamente se olvida usted de que también lo distante, abstracto y confuso merece nuestra consideración y escrutinio, incluso aquello que ha estado ausente o no se ha manifestado ante la fijeza de su mirada.

Aplaudo su desafío —dijo la Ética con vivacidad, aprovechando la circunstancia, pues no ha de ser nada fácil ampliar la visión a posibles inexistentes, eso amerita el sacrificio de las ganancias primeras para una inteligencia detenida en el paisaje. Una variación de perspectiva ayudaría a sacudir el argumento impuesto por el sentido práctico según el cual se afirma que es racional todo lo potencialmente efectivo y necesario todo lo conveniente. Además —agregó la Ética con convicción, esto serviría para elevar las almas desde la contingencia y de la movilidad de los éxitos efímeros del mundo hasta las realidades superiores trascendentes. Veremos en consecuencia una vuelta a los fines, los cuales han sufrido el atropello de los medios, originalmente puestos al servicio de los primeros. La finalidad ha de ejercer un sano magisterio sobre la acción que a casi nadie obedece, es su guía y le alerta cuando aquella se encuentra en riesgo de perderse, y cuidémonos de confundir los fines con las metas.

¿Cómo confiar a la justicia nuestro punto de equilibrio —continuaba así su disertación cuando su carreta viene tirada por la conveniencia, fornida para torcer y entrenada para desviar? No se podría distinguir lo justo si nuestra capacidad de juzgar es burlada con frecuencia por los intereses creados. Tu discurso se escucha como lecciones de académico   —ripostó la Política con renovados bríos, crees en las fantasmagorías que tu propio pensamiento levanta sobre estacas quebradizas. ¿Acaso no sería un fantasma lo que desaparece como gotas de rocío con la llegada del sol? Precisamente por eso, respetado compañero, por esa falsa percepción de las personas sobre la vida y sus requerimientos es que lo justo en su humilde presencia y la templanza como el rocío sutil se transformaron en ley y en norma para aquellas sociedades que no se enderezan fácilmente hacia el bien colectivo.

Por primera vez desde el encuentro inicial la Política ha hecho un largo silencio que debió preocupar a sus compañeros, pues ambos se estaban recriminando a sí mismos las duras palabras y los excesivos desafíos lanzados sobre su ensoberbecido camarada. Reanudaron la marcha y todos iban atentos de sus pisadas en la arena, se dejó escuchar un jilguero sobre las ramas de un árbol, luego el balanceo de las ramas y el silbido del viento completaron el fondo sonoro. A la distancia divisaron una encrucijada de caminos y un anciano sentado a la vera con gesto de cansancio. Lo saludamos, respetable señor, somos la Ética, el Saber y la Política —ésta última había avanzado algunos pasos hacia el desconocido—, dígame, si es de su conocimiento, cuál de los caminos debemos tomar pues me invade la duda y no quiero errar el camino a causa de mis vacilaciones. El viejo levantó la mirada para buscar la voz y su dueño, permaneció pensativo por breves instantes hasta que finalmente, dirigiéndose a su interlocutor, respondió sin prisa.

Entienda usted, mi don, no hay encrucijada que se oponga a la buena escogencia del caminante. La solución se encuentra de su lado, quiera Dios que haya obtenido abundantes aprendizajes de sus compañeros. Si además ha disfrutado de su compañía supongo que llegará por sí sola la respuesta correcta a su pregunta. Se lo dice un anciano que no olvida errores cometidos durante los muchos años vividos. Puedo asegurarle que sin la égida de la Ética y sin la indagación y la reflexión del Saber, mañana sabrá usted  que ha tomado el camino equivocado. Su inteligencia, señor, me dice que querrá hacer lo correcto.


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