El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, aborda el Air Force One antes de partir del Aeropuerto Internacional de Tampa, Florida, el 31 de julio de 2020 / AFP

Por BETULIO BRAVO

La política se ha convertido para la ciudadanía en un concepto vago cuando se le quiere definir y de muy mala reputación cuando se reprochan sus desvaríos. No obstante, a juzgar por las tertulias de cafés, los conteos de opinión pública y la crítica de turno en boca de los taxistas, el tema político goza de gran popularidad entre el común de la gente pues sigue ocupando un sitial de preferencia en las conversaciones diarias, con la particularidad de que todos creen haber alcanzado dominio suficiente sobre sus avatares hasta el punto de suscribir, después de haber barajado  dos o tres certeros cuestionamientos, sentencias condenatorias de fácil apelación.

Aunque no forma parte del catálogo de profesiones auspiciadas por las sociedades modernas, la política gana cada vez más adeptos y tiende a constituir un estamento especializado en los asuntos públicos, toda vez que a sus filas llegan quienes creen poseer alguna conexión emocional con las demandas sociales y gestionan recursos del entorno para que éstas sean respondidas o al menos sean transformadas en motivación al logro postergado. Una mirada desatenta subestimará posicionamientos de este tipo, bien porque estos se decantan en el precipitado de las relaciones sociales, con escasas repercusiones de momento, o tal vez porque el resto de la sociedad se ha desembarazado de la carga que los operadores políticos llevan sobre sus hombros, sin medir las consecuencias de su indiferencia. Más allá, sin embargo, se vislumbra en el horizonte una lengua de fuego.

No debe sorprender entonces el hecho de que nadie pagaría un centavo por la buena fe en la política y, no obstante, las mayorías acuden con gusto a depositar su confianza en unos sujetos con los cuales jamás tendrán la oportunidad de compartir un saludo de extraños ni mucho menos sus más urgentes preocupaciones. La ambigüedad de esta conducta constituye acaso una de las múltiples manifestaciones de la fluctuante valoración a la que profesionales de la política se encuentran sometidos por el criterio corriente, dependiendo en gran medida de generalizaciones sancionatorias predominantes entre la población, así como de la intervención de factores aleatorios ajenos a sus pretensiones originales, a lo que se agrega también la demasiada exposición al escarnio público dada la naturaleza de sus ejecutorias. Como animal bifronte a los ojos de las masas: manso en la servidumbre y fiero con su báculo de oro.

A los intentos de romper las fuertes ligaduras en el entramado social por parte de grupos de la sociedad civil, quienes pugnan por recuperar espacios tiempo atrás abandonados y que ahora le son ajenos, los profesionales de la política responden con  gesto de superioridad en defensa de las prerrogativas conquistadas, esgrimiendo que lo suyo son las soluciones rápidas y oportunas mientras que del otro lado es pura circunspección. Se definen a sí mismos como vanguardia de los fines prácticos y avanzan con paso firme en busca de resultados efectivos de largo alcance, mientras que los otros  parecen perder control poniendo las cosas en perspectiva. Auténticos activistas de causas colectivas, ellos presumen de su espíritu despierto y de su habilidad oratoria frente a conglomerados humanos. Los discursos de ocasión, pronunciados con énfasis de titanes, remueven los afectos a límites tan elevados que la audiencia no se detiene a examinar por menores de su contenido.

Simpatías como las suyas podrán menoscabar la capacidad de juicio de las personas pero nadie dudaría de su potencia movilizadora, confundir por momentos el pensamiento de sus oyentes pero jamás apagarán los impulsos instintivos que han venido a sublevar. “El soldado del día —observa José Ortega y Gasset— tiene mucho de capitán; el ejército humano se compone ya de capitanes. Basta ver la energía, la resolución, la soltura con que cualquier individuo se mueve hoy por la existencia, agarra el placer que pasa, impone su decisión”. Son los signos de los tiempos modernos.

Así lo demuestran los que abajo marchan en ordenada fila, los mismos que son celebrados desde los balcones y se ufanan de interpretar las más caras aspiraciones en nombre de la muchedumbre.

Se puede ver con claridad  que la mala reputación rinde ciertos beneficios en lo que concierne a la opinión pública. A despecho de los críticos más férreos, el desprestigio de la política supone como contrapartida un crecimiento en la popularidad de esta antigua profesión. No debe causar asombro entonces que su nómina de miembros conserve un flujo constante de nuevos liderazgos, algunos de los cuales superan con esfuerzo los obstáculos impuestos por sus propias estructuras partidarias, las que a su vez  buscarán desestimular o ejercer mando sobre la militancia en progreso, como es habitual en las organizaciones jerarquizadas.

La probabilidad para los activistas de realizar un sostenido ascenso en este campo se vincula necesariamente a la capacidad de alcanzar el umbral de la notoriedad. Cumplida la meta, las buenas causas vendrán acompañadas de buenas y apropiadas puestas en escena. En los nuevos escenarios serán otros los requerimientos y a este nivel  ya no sucederá nada espontáneo salvo que se encuentre en alguna línea del libreto principal. Todos en las tribunas buscan los destellos. La solemnidad del acto reclama rostros severos que sepan ocultar rastros de picardía. Luces y sombras desdibujan el contorno de los cuerpos y la política se ha despojado de sus apariencias monstruosas. Es compartida la opinión de que las masas soportarían mejor el peso de su realidad con un poco de espectáculo.

Hay que reconocer en este punto la intervención de otros factores que hacen posible tal encumbramiento sin merecerlo del todo. Podríamos suponer que la fama ganada por sus protagonistas se debe menos a los propios frutos cosechados que al turbión  de la industria de la comunicación masiva, comprometida con hacer de la controversia política un producto más del mundo del entretenimiento. Antes lo había hecho la dramaturgia explorando el sesgo tragicómico de las disputas palaciegas, más tarde los cines se encargarían de elevar el  perfil de  acres personajes con altas dosis de drama y heroísmo. Ha correspondido en la actualidad a la televisión y  a los medios de prensa dar lustre de relato a la circunstancia política como en los mejores episodios de las novelas por entrega, manteniendo la expectación viva de un próximo capítulo. El antiguo pregón y mensajero se ha transformado en productor del show y  su director teatral.

Medios de publicidad  llevan en sus portafolios los artificios del  montaje, pero la política tiene sus propias provisiones. Para tranquilidad de los expertos ella cuenta con dilatada experiencia que le permite además desarrollar estrategias para una perfecta representación en los dominios del discurso: armonizar, por ejemplo, promesa y denuncia en debates infinitos, fabricar conflictos y deshacerlos de la noche al día con malabares de escándalo, girar la rueda una y otra vez  hasta reducir la verdad y sus formas complicadas a un mutis de sospecha. Es sabido que la simulación —así lo reafirma Jean Baudrillard— produce cortocircuito en la realidad, reduplicándola a través de los signos. Puede que la vida haya sido envuelta en el juego de los simulacros y las mayorías pudieran entender que la política sea su reflejo a grados superlativos.

La política es percibida como se percibe de ordinario a un huésped molesto en casa. Lo hemos recibido con gusto y su charla resulta agradable según se puede apreciar en las caras sonrientes de los miembros de la familia. Aparece por la mañana en la puerta de la habitación con su elegante traje, luciendo una imagen retocada. Pero algo comienza a cambiar con el correr de los días. Nuestro huésped camina de un lado a otro sin poder ocultar su nerviosismo y ahora ha intentado sugerir un nuevo orden en nuestra despensa. Ninguno de nosotros tiene hoy plena confianza en el tono solemne de su discurso ni en la compostura de sus hábitos de mesa. A ratos, metiéndose en el papel de un artista de festival, hace cabriolas para burlar a los presentes como en  un juego inocente, y todos ponemos en entredicho sus verdaderas intenciones. No obstante, nos embarga la sensación de  que ese huésped molesto de los últimos días de algún modo ha contribuido a la interacción familiar y le debemos gratitud por  soluciones prácticas a problemas que nos irritaban sin resultados.

El ejercicio de la política impregna el sentido común con lemas y frases acuñadas y lo conduce hacia  certezas que con frecuencia no podrían soportar un juicio crítico autónomo y riguroso. A todos incomoda hacerse eco de conceptos que en otras esferas morirían por su propio desgaste. Sin embargo, las enunciaciones provenientes de este estamento son recibidas con el beneplácito de la inteligencia en su dimensión más complaciente, y también del sentimiento porque toca el cuerpo sensible de las simpatías en el sentido que le otorga Michel Foucault. La simpatía puede nacer de un solo contacto “pero su poder es tan grande que no se contenta con surgir de un contacto único y con recorrer los espacios; suscita el movimiento de las cosas en el mundo y provoca los acercamientos más distantes”.

Tenemos pues que aquel personaje haciendo cabriolas con su discurso desde un escenario sigue despertando en su público una “semejanza secreta y esencial” que algunos atribuyen a propiedades carismáticas extraordinarias, pero si se le observa mejor pudiera ser interpretado  como un dispositivo especial de tipo psicológico que permite hallar esa especie de frecuencia de onda necesaria para la activación automática de la semejanza en su contradictorias apariciones: atracción y repulsión de lo mismo, diferencia e identidad en un solo acto. El sentido común —afirma Antonio Livi— envuelve aquello que “todos espontáneamente saben y piensan respecto a lo que todos poseen en común como personas humanas”. Cada una de ellas —solitaria, congregada  o en grandes masas— hace uso de la racionalidad que el sentido común pone en funcionamiento.

Las preguntas permiten, después de todo, reflexionar nuevamente sobre temas que producen cierto hastío. Quizá ha llegado la hora de realizar una nueva exploración fuera de los esquemas acostumbrados. Para ello habría que perder el miedo a pensar nuestra percepción de la política para entender así las causas de nuestras ambigüedades y, como parte del mismo propósito, interrogar a la política acerca de sus desdoblamientos y de su aparente inautenticidad.


*Betulio Bravo es profesor de la Universidad de Los Andes.


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