Néstor Mendoza / José Antonio Rosales

—Su experiencia con las redes sociales. ¿Le estimulan, le inquietan? ¿Le han provisto de alguna interlocución? ¿Han tenido alguna utilidad para usted?

—Las redes sociales son plataformas útiles para la dinámica laboral y, en mi caso concreto, para compartir lecturas y publicaciones recientes (quien escribe desea eventualmente mostrar y mostrarse). Desde lo social busco interlocutores afines; por ejemplo, intercambios con autores latinoamericanos que leo. Uno siempre tiene en mente torcerle el cuello al cisne de las redes sociales. No obstante, en último momento, claudico. En el camino vamos abandonando viejas amistades, quizás nos dejan de importar ciertas actitudes, dejamos de “seguir” sus actuaciones públicas. Y desaparecen, aunque publiquen cada media hora. Las redes estimulan por su alcance gratuito. En todo caso hay que ser muy selectivo en un espacio en el que todo se vale y no hay varas para medir los excesos. Sin que te des cuenta, con algunos amigos digitales, observas una fina inteligencia que de pronto muta en un exhibicionismo injustificado.

—Un tema, cada vez más recurrente, es la degradación del lenguaje en redes sociales, intercambios políticos y, en una perspectiva más amplia, en su uso cotidiano. ¿Siente ese deterioro? ¿Debemos alarmarnos? 

—Más allá de una preocupación lingüística por el discurso escrito de cada quien, me preocupa lo que hay detrás del propio lenguaje (degradado o no). Ciertamente hay usuarios de las redes sociales que no se expresan en “correcto español” (que nos avergüenzan, seamos sinceros), y enseguida juzgamos sus incorrecciones. Pero resulta que hay cínicos que escriben con destreza, y tienen cierto poder para incidir en los demás. Son una especie de influencers del caos, y eso debería preocuparnos. Hay canallas que se visten muy bien y saben usar adecuadamente las aposiciones.

—Un fenómeno, asociado al anterior: la corrección política. ¿Tiene impacto entre los escritores? ¿Ha corregido el impulso de una primera frase para evitar los ataques de los defensores de la lengua políticamente correcta? 

—Es un tema muy delicado. Sí, tiene impacto entre los escritores, pues se suele esperar una postura argumentativa ante ciertas circunstancias (el llamado compromiso, que hemos leído desde el boom). No he prestado mucha atención al eslogan actual de lo políticamente correcto. Hay muchos oportunistas que callan o gritan, sospechosamente, según la temperatura del momento. Las redes sociales, por una supuesta libertad expresiva con dudosos filtros, se han convertido en patíbulos interactivos. Eso sucede porque muchos se sienten seguros, como si juzgaran desde sus propias casas y sin detractores. Es una extensión del bullying colegial, en algunos casos. Lo público hace que la gente se convierta en masa. Hay temas muy sensibles y venimos de una sociedad, la venezolana, con un sometimiento mediático de 20 años. Eso nos determina de algún modo. Hemos perdido mucho tiempo y hemos recibido insultos de toda índole.

—Hay algunos expertos que sostienen que estamos lejos de comprender los riesgos del cambio climático. En su espacio cotidiano, ¿está presente la preocupación por el cambio climático?

—El cambio climático, como problemática, se ha tratado de manera diversa, según la instancia que haga campaña para disminuir sus estragos. Hay esfuerzos mancomunados, esfuerzos independientes y estatales, pero sucede que, lamentablemente, para un cambio positivo, debe ocurrir una calamidad global, y sin ánimos de ser exagerados, de dimensiones bíblicas. No estamos preparados para actuar colectivamente. Creo que somos incapaces de ponderar el mal hasta tanto no se nos muestra sin velos; es decir, negamos la muerte hasta tanto no vemos el cuerpo descendiendo en la urna, a su descanso final. El covid-19 nos lo ha enseñado de la peor manera. Va más allá, por ejemplo, de un pico y placa para disminuir las emisiones y bajar el índice, la tela sospechosamente densa que cubre el cielo de Bogotá (alerta roja o naranja, según los expertos).

—Está en desarrollo una tendencia planetaria que promueve derechos: para las minorías, animales, plantas y más. ¿Cómo experimenta usted este fenómeno? ¿Tiene sentido preguntarse por los deberes? 

—Siempre ha habido voluntades individuales que ganan partidarios en el camino. Al principio, estos esfuerzos no son bien comprendidos. Pero luego cobran fuerza, con sangre incluso, y dejan de ser iniciativas minoritarias para formar bloques ciudadanos que inciden en las decisiones gubernamentales. Lo que debe cuidarse, en estos casos, es que no se contaminen con las grietas del populismo, que todo lo gangrena. Siempre recuerdo a una gran amiga, quien desde hace años, y aún en esta crisis venezolana, colabora en acciones sociales en beneficio de los perros sin hogar ni alimento. La admiro, aunque pocas veces se lo he dicho.

—Inevitable la pregunta por las distintas formas de acoso y violencia, ahora en auge. ¿Le han afectado de alguna manera? ¿Qué efectos produce? 

—Es un proceso moderno de concientización, de reivindicaciones. Todas las iniciativas para la erradicación de la hostilidad, de la violencia, del acoso, son bienvenidas. El maltrato a la mujer es un escenario vigente y sensible y a todas luces repudiable. Y también, aunque menos televisado, el acoso escolar. He visto en noticias recientes el maltrato de niñas y niños, que aquí en Colombia llaman “matoneo”. Por ejemplo, una adolescente de 14 años, en Bogotá. Aquí un fragmento de la agresión, aparecido en nota de prensa: “Fueron diez las que le pegaron a mi hija el pasado miércoles 12 de febrero. Lo primero que hicieron fue tirarla escaleras abajo dentro de la institución, y luego, como si fuera poco, la siguieron agrediendo a la salida del colegio. Fue en frente del plantel en donde la niña fue arrojada al piso. En ese momento, entre todas, la encendieron a puños y a patadas, y con una navaja le dieron dos puntazos en el cuello. Además, le cortaron el pelo e intentaron pegarle un chicle”.

—Hemos ingresado en una nueva era: el capitalismo de vigilancia. Sus defensores sostienen que vivimos un tiempo donde la intimidad ha perdido valor. ¿Cómo lo vive? ¿Protege su intimidad? ¿Es un bien necesario para su actividad creativa?

—Desconfío del grosor histórico de algunos ismos (capitalismo, comunismo y demás). Creo que está en cada uno la defensa de la intimidad, mostrar lo necesario. Es una época, la nuestra, en que es casi imposible no tener visibilidad pública. Los límites los impone cada quien, y creo que tiene mucho que ver con nuestros hábitos de infancia. Protejo, sí, mi intimidad, ciertas zonas que definitivamente deben quedarse en el ámbito de lo privado. Y para ser sinceros, es risible mucho de lo que se lee y se ve en redes sociales. No lo digo con prejuicio ni desde un peldaño superior, lo digo porque parece que todo es “importante” y debe publicarse, que merecemos conocer la densidad de lo que le ocurre a la gente en el baño o su habitación.

—En 25 años, de acuerdo a las proyecciones de los demógrafos, entre 72 y 75% de la humanidad vivirá en ciudades. ¿Disfruta usted de la gran ciudad? ¿Se ha propuesto vivir en un espacio distinto al de una gran ciudad?

—Quizás vaya a contracorriente y no es mi intención desmentir a los demógrafos. No provengo de una gran ciudad, incluso ni siquiera de una ciudad (en esto hay cierta ironía), vengo de un pueblo: provincia dentro de la provincia. Nací y me crié en un municipio dormitorio: Mariara, un pueblo entre dos ciudades, Maracay y Valencia; un pueblo sacralizado por mis recuerdos de la infancia y mis desaciertos de bachillerato. De manera que la ciudad es tardía en mi experiencia vital, digamos que se materializó en mi experiencia universitaria valenciana y luego con mucha fuerza debido a la migración, ahora que vivo en Bogotá. Sí, disfruto de la ciudad, en este caso, del caos delimitado de Bogotá, del centro, de los hábitos culturales de La Candelaria. Podría estar aquí, indefinidamente, o establecerme en algún poblado. Volver a Mariara (cómo extraño su sol gratuito y su facilidad para caminarla), volver a Maracay (la ciudad de mis veinte años y la de un gran amigo, en la 19 de Abril), o establecerme cerca de mis hermanos, en Jamundí, ciudad vallecaucana que se parece mucho a las ciudades soleadas de Venezuela.

—¿Qué percepción tiene del estado de la democracia en su entorno inmediato? ¿Se la valora? ¿Se la percibe amenazada? ¿Se la entiende como opuesta del modelo populista? 

—Siempre hay la sensación de que, al menos en Latinoamérica, la experiencia democrática se encuentra en formación, en un estado larvario, que parece estar signado por las posturas burocráticas y la fachada institucional. Creo que los niveles de corrupción han hecho que el ciudadano pierda progresivamente la confianza en sus instituciones públicas. Lo veo en la brutalidad policial, por ejemplo, y en algunos discursos erráticos. Yo creo que hay que reforzar la formación ciudadana, más allá del voto y sus dimensiones populistas. El siglo XXI nació degenerado, con las taras del siglo XX. Costará enmendar los errores.

—Por último, ¿cuál es su sentimiento general hacia este tiempo que le tocó vivir? ¿Le preocupan las incertidumbres? ¿Qué le gusta de las realidades en curso y de las que se anuncian? ¿Es mayor su malestar que sus expectativas? 

—Los libros de historia nos describen las calamidades del pasado y algunos buenos historiadores actuales lo hacen en columnas de prensa (le debo muchos domingos gratos a Elías Pino Iturrieta). Venimos, al menos en Venezuela, de una malformación que ha ocasionado el éxodo vigente y las desgracias conocidas y padecidas por todos. Ahora se suma la pandemia del coronavirus, que magnifica los males universales. No son buenos tiempos, sin lugar a dudas. Lo que no significa que seamos negligentes o devotos de la desesperanza. Me preocupan Geraudí (mi esposa) y mi suegra (Audilia), ambas, en mi entorno familiar inmediato de Bogotá; mis hermanos de Jamundí (Griselda y Rubén) y mi hermana y mi mamá (Norelis y Mary), que aún viven en Venezuela, a quienes acabo de ver hace tres meses, luego de dos años (un reencuentro trágico, pues tuvo como contexto la muerte súbita de mi papá, Néstor Antonio, en diciembre pasado). Hay que seguir. Permanecer.


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