Paola Romero / Lisbeth Salas©

—Su experiencia con las redes sociales. ¿Le estimulan, le inquietan? ¿Le han provisto de alguna interlocución? ¿Han tenido alguna utilidad para usted?

—No tengo Twitter, por lo cual mi experiencia con las redes está limitada a una falsa percepción de control según la cual, Facebook e Instagram me ofrecen un refugio “privado” de la polémica pública. Esta percepción es falsa, pues las redes sociales son una de las múltiples experiencias contemporáneas donde la división entre lo privado y lo público ha perdido significado. Recibimos recordatorios de esto todo el tiempo, por ejemplo, cuando un algoritmo nos define como un target para votar por un partido político en la elección de turno, o cuando una inteligencia artificial nos sugiere potenciales “amigos” quienes, seguramente, comparten de antemano mis mismas preferencias políticas. Haciendo un balance, los beneficios de las redes siempre ganan sobre lo negativo. Tengo amigos virtuales que no conozco, y amigos reales cuya vida actual conozco solo virtualmente. Me gusta expresar mis opiniones, y leer sobre todo a quienes las critican. Las redes son una suerte de termómetro para medir lo que nos preocupa. Me sorprende también evidenciar lo poco que nos preocupan ciertas cosas.

—Un tema, cada vez más recurrente, es la degradación del lenguaje en redes sociales, intercambios políticos y, en una perspectiva más amplia, en su uso cotidiano. ¿Siente ese deterioro? ¿Debemos alarmarnos? 

—Vivo, hablo y pienso entre el inglés y el español, por ser venezolana y vivir en Londres. Esta condición me ha permitido ver la forma en que el lenguaje se adapta al entorno y cómo permanece anclado en su cultura. Estando en el Reino Unido, sigo los debates del Parlamento Británico, su manera ostentosa de dirigirse unos a otros, y su sabroso uso de la ironía y el cinismo. El debate político para ellos es un arte, una suerte de performance donde lo importante siempre queda en entredicho, y donde la voluntad es más importante que la palabra. Para nosotros, en cambio, la política es más bien una lucha, literal, para que la palabra se haga voluntad. Los discursos a gritos, los dedos respingados parecieran indicar que si se grita más duro, se tiene más razón. No nos debe sorprender entonces que los británicos no tienen una constitución escrita, mientras que nosotros en Venezuela hemos tenido alrededor de 24, contando las reformas. Más allá del uso del lenguaje en lo político, no podría diagnosticar si hay o no una degradación en el uso del lenguaje en general. Si un emoji lo dice mejor, ¿por qué no usarlo?

—Un fenómeno, asociado al anterior: la corrección política. ¿Tiene impacto entre los escritores? ¿Ha corregido el impulso de una primera frase para evitar los ataques de los defensores de la lengua políticamente correcta? 

—Decía Camus que el mundo se torna horrible cuando no se llaman a las cosas por su nombre. Es curioso que él mismo decidió no nombrar al totalitarismo por su nombre, sino más bien hablar de una peste transmitida por las ratas en la ciudad de Orán. Yo me dedico a la filosofía y a la docencia. Para estas dos actividades la censura –pues la corrección política no es más que una forma de censura no-centralizada, es eso, una peste; una peste que le succiona el aliento, el sabor, y la vitalidad a toda discusión realmente importante. Lo más trágico es que, cualquiera que cuestione los dogmas de la corrección política es, por definición, un racista, un sexista, un colonialista, un fascista o todos los anteriores. Creo que esta moda (pues al ser una moda confío que pasará), lo que encubre es una resistencia a volver a los dualismos que están a la base de nuestra civilización judeo-cristiana, la idea que existe lo “bueno” y lo “malo”, la “belleza” y lo “grotesco”, y por supuesto, la “verdad” y la “mentira”. Como me dedico a las ideas, la peste sería callar y no lo haré.

—Los expertos sostienen que estamos lejos de comprender los riesgos del cambio climático. En su espacio cotidiano, ¿está presente la preocupación por el cambio climático?

—Londres es la sede de un grupo de presión Extintion Rebellion cuyo objetivo es interrumpir nuestra cotidianidad para abrir nuestros ojos al hecho de que si seguimos consumiendo y comiendo como lo hacemos, el mundo llegará a su fin. Un militante se pegó con pega-loca a un tren en hora pico. Todo el mundo llegó tarde a su trabajo, probablemente hambrientos de un sándwich empaquetado en plástico. Lo interesante de estos movimientos es la manera en que colocan la pregunta por los medios y los fines en el centro de la discusión por el cambio climático: ¿son todos los medios legítimos dado que el fin es moralmente “incuestionable”?

—Está en desarrollo una tendencia planetaria que promueve derechos: para las minorías, animales, plantas y más. ¿Cómo experimenta usted este fenómeno? ¿Tiene sentido preguntarse por los deberes? 

—Considero mucho más fructífero hablar de obligaciones. Kant pensó esto a fondo. Según él, no tiene sentido hablar de derechos, si no definimos primero quién o quiénes tienen el deber –y por ende, la obligación-, de hacer esos derechos posibles. Hablar del derecho a la educación, es hablar del deber de los ciudadanos de pagar impuestos que hacen posible la educación gratuita para todos. Pero el discurso de los derechos es popular, atractivo. Se oye hablar del derecho innato a una vida “digna”, o un derecho universal y humano a ser “feliz”, ¿y quién define todo esto? Pocos se atreven a tocar esa zona más espinosa del debate que se pregunta cuánto y quién debe pagar por todo esto y suministrar las condiciones de felicidad de los humanos. Sobre los derechos de las abejas a su miel y cómo nuestro consumo exacerbado de aguacates está alternado su hábitat natural, no sé qué diría Kant.

—Inevitable la pregunta por las distintas formas de acoso y violencia, ahora en auge. ¿Le han afectado de alguna manera? ¿Qué efectos produce? 

—La pregunta por el acoso y el abuso ha abierto una caja de pandora en la filosofía, desde la injusticia epistémica a las teorías del consenso. Esto es positivo, aunque tengo mis reservas sobre el proselitismo de estas ideas. Creo que el movimiento #MeToo en su versión Hollywood ha monopolizado el crédito que pertenece a un esfuerzo histórico de las mujeres de hacerse reconocer como personas autónomas y, sobre todo, creíbles, en nuestro afán de ser una fuente de veracidad y de valor. Esta batalla se está librando todos los días, y empieza desde el momento en que caminas al trabajo y te haces la sorda cuando te silban al pasar. Mis mecanismos de “resiliencia” frente a un acoso-soft  es grande, posiblemente porque vengo de una cultura machista en la que es uno –no el sistema, ni la ley- el que tiene que defenderse solo. En el mundo anglosajón, en cambio, he notado que los termómetros de acoso han llegado a unos extremos que hacen de cualquier aproximación física o desliz verbal, un caso de abuso.

—Hemos ingresado en una nueva era: el capitalismo de vigilancia. Sus defensores sostienen que vivimos un tiempo donde la intimidad ha perdido valor. ¿Cómo lo vive? ¿Protege su intimidad? ¿Es un bien necesario para su actividad creativa?

—Sería útil distinguir dos cosas: la primera, que la vigilancia como ataque a la esfera privada del individuo no es un mecanismo único del capitalismo de estado (como es el caso de la China actual): ha sido históricamente una estrategia política de regímenes totalitarios, no de un sistema económico. El capitalismo se ha convertido en un chivo expiatorio de nuestro angst existencial. Paradójicamente, es el modelo económico que mejor ha satisfecho nuestras necesidades materiales y muchas de ellas, espirituales, a pesar de sus problemas. El capitalismo implica un libre comercio no solo de productos materiales, sino también del capital detrás de las ideas y de los valores. La segunda confusión viene de la erosión de los límites entre lo público, lo privado, y lo íntimo. Nunca antes ha habido tanto debate “público” en el sentido estricto de la palabra –un debate fuera de casa, en la ágora virtual−. Otra de las paradojas contemporáneas es que lo privado se ha volcado sobre lo público. El filósofo coreano Byung-Chul Han llama a esto “la publicación de la persona”. Lo que hay que salvar es la intimidad, la capacidad de tener secretos y de conservarlos. Lo maravilloso del capitalismo es que, si no valoras la intimidad, es un sistema que te permite vender tus secretos libremente como lo han hecho los whistle-blowers, desde Assange hasta Snowden.

—En 25 años, de acuerdo con las proyecciones de los demógrafos, entre 72 y 75% de la humanidad vivirá en ciudades. ¿Disfruta usted de la gran ciudad? ¿Se ha propuesto vivir en un espacio distinto al de una gran ciudad?

—Nací en Caracas, sé vivir en medio del tráfico, del ruido, y de la contaminación. Mis inquietudes las silencio teniendo una biblioteca cerca, un museo y un aeropuerto. Es sintomático, no obstante, que la tendencia en los próximos años sea vivir en la ciudad. Muchos se sentirán fuera-de-sitio (pienso aquí en Heidegger), y las enemistades crecerán producto, literalmente, de la cercanía física.

—¿Qué percepción tiene del estado de la democracia en su entorno inmediato? ¿Se la valora? ¿Se la percibe amenazada? ¿Se la entiende como opuesta del modelo populista? 

—Mientras respondo estas preguntas, el Reino Unido acaba de separarse formalmente de la Unión Europea. Un divorcio después de 47 años de una relación originalmente económica, que pasó progresivamente a tener un carácter político. Desde el día que se llamó al referéndum sobre “salirse” o “quedarse”, hasta el momento de su partida definitiva, aprendí mucho de las diversas maneras en que se puede entender la democracia. Para un grupo, en este caso mayoritario, la democracia es la capacidad de hacer sus propias leyes, de saber quiénes los representan, y de tener control de las fronteras. Para otros, la democracia es un valor, algo que se debe proteger, cuyo cuidado estaba mejor garantizado en el marco una institución de 27 países, dispuestos a no ir a la guerra de nuevo unos contra otros. Me preocupa mucho escuchar que, como la democracia no nos está dando los resultados que esperamos, deberíamos dar el derecho al voto solo a aquéllos que están “informados”, a los más educados, es decir, regresar a una suerte de oligarquía electoral de corte platónico.

—Por último, ¿cuál es su sentimiento general hacia este tiempo que le tocó vivir? ¿Le preocupan las incertidumbres? ¿Qué le gusta de las realidades en curso y de las que se anuncian? ¿Es mayor su malestar que sus expectativas? 

—No puedo imaginar un mejor tiempo histórico que el que me tocó vivir. El capitalismo, la democracia liberal, la libertad del individuo, el derecho al voto, el libre mercado de ideas, la seguridad legal, son algunos de tantos lujos –porque son eso, lujos, de los que puedo disfrutar por vivir en un país donde hay estado de derecho. La mayoría de las mujeres en Venezuela, en Irán o en Cuba, no pueden decir lo mismo. El reto está en hacer de su lucha, nuestra lucha.


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