—Su experiencia con las redes sociales. ¿Le estimulan, le inquietan? ¿Le han provisto de alguna interlocución? ¿Han tenido alguna utilidad para Usted?

—Las redes sociales son un logro de la ingeniería emocional que pasa por narrar y desobedecer: por ejemplo, han llevado la normalización del chisme, del acoso o de la admiración a grados fascinantes. Encuentro perturbador asimismo cómo esa cámara de resonancia distorsiona nuestra percepción de la propia voz: ¿Por qué tuiteamos a veces como si hubiese venido CNN o The Guardian a entrevistarnos y de pronto una opinión nuestra es como haber reunido las gemas del infinito? Ah, y no olvidemos los vídeos de gatos y otras tiernas criaturas que se llevan tan bien con la soledad de refrescar la pantalla constantemente, mientras esperamos que confirmen el cese de la usurpación. Por un tiempo viví amenazando con dejar las redes sociales porque no aguantaba más “la locura de la gente” pero terminé reconociendo que lo que llamamos “la locura de la gente” es la propia intolerancia a que haya un concierto de voces que no se detiene por las arbitrariedades de uno.

—Un tema, cada vez más recurrente, es la degradación del lenguaje en redes sociales, intercambios políticos y, en una perspectiva más amplia, en su uso cotidiano. ¿Siente ese deterioro? ¿Debemos alarmarnos? 

—Sí, el uso del lenguaje puede ser un síntoma del estado de las cosas, de la estrategia totalitaria que arrasa con el individuo. Luego, en otra acera, procuro mantener presente que la evolución del lenguaje es consecuencia de sí mismo y que cierta superioridad moral lingüística puede cocinarse entre lo ridículo y lo inútil. Viviendo ahora una vida bilingüe que también se nutre de otras lenguas no puedo evitar sentirme optimista. La gente sigue hablando para existir y salvar su mundo interior, bien sea porque va a terapia, o porque dice estupideces en Twitter. Al final, la libertad de expresión y la necesidad de estar en el mundo son logros que bien vale la pena proteger. Claro, decir tiene sus consecuencias: que te van a responder, que el diálogo es un animal incierto y electrizante.

—Un fenómeno, asociado al anterior: la corrección política. ¿Tiene impacto entre los escritores? ¿Ha corregido el impulso de una primera frase para evitar los ataques de los defensores de la lengua políticamente correcta? 

—Escribiendo ficción no me detengo por nada ni nadie sino por mis propias formalidades expresivas. Pero puedo cuestionar lo que voy a decir a título personal no porque me sienta amenazada por la corrección política sino porque no quiero estar del lado maltratador de la historia. No cuesta nada, supongo, ser un poco exigente con uno mismo y preguntarse qué quiere uno decir cuando intenta decir algo. Odiaría jugar al lloriqueo de “ay, ahora no se puede decir nada porque todo el mundo se ofende, en qué vamos a parar”. Que todo el mundo se ofende puede ser también que algunos debates se están derramando, que el dispositivo del diálogo se agota y se renueva y exige precisar los detalles con su diablo. Además, encuentro escandaloso que, al menos en redes sociales, pareciera que en verdad nadie quiere debatir o ampliar su perspectiva sino mearse en la cabeza de los otros y ganar una carrera tan pretenciosa como irrelevante. Parece que estamos absolutamente dispuestos a quedarnos enroscados con gente que nos irrita con la firme intención de verla derrotada por nuestra inteligencia. Qué loco. Hilarante.

—Los expertos sostienen que estamos lejos de comprender los riesgos del cambio climático. En su espacio cotidiano, ¿está presente la preocupación por el cambio climático? 

—Ahora vivo en un país con políticas de reciclaje y lo agradezco, mientras ejercito mirar con foco crítico qué hay detrás de cada campaña o aleteo de mariposa. Lo que no agradezco es que algunas tragedias ambientales son más valiosas que otras, dependiendo de la ideología del perpetrador. Mas allá de estas cuestiones, creo que he empezado a cultivar un interrogatorio permanente: ¿Qué tanto piensas en lo que te rodea? ¿Qué sientes cuando cuentas que hay menos árboles? ¿Qué pasaría si te quedas sin animales para fotografiar? Cosas así, es decir, la disciplina privada que desemboca en acciones puntuales, que nada tiene que ver con Greta y sus detractores que tanto se merecen mutuamente.

—Está en desarrollo una tendencia planetaria que promueve derechos: para las minorías, animales, plantas y más. ¿Cómo experimenta Usted este fenómeno? ¿Tiene sentido preguntarse por los deberes? 

—Es imprescindible mantenerse alerta. Por supuesto que hay grupos que utilizan un discurso victimista para manipular y hacerse con el poder: como venezolana pueda dar testimonio de que la idea del alma pura y sagrada de los pobres ha devastado buena parte de mi existencia. Y por supuesto que también hay personas, con toda razón, reclamando cambios y proponiendo resoluciones al modo en que hasta ahora hemos vivido. La cómoda dicotomía derecha-izquierda ha infectado estas discusiones y el panorama luce estéril. Todos conocemos a un misógino dizque conservador o a una necia revanchista, pero no por esto vamos a decir que todos los hombres son misóginos o que todo el feminismo es malo, o que todo clamor por la reivindicación viene del lado progre y malbañado. Encuentro muy desalentador la velocidad con que buscamos despachar las cosas. Vivir diciendo puede salvarnos, pero también puede hacer del mundo un lugar bien fastidioso. En mis veintes no me sentía suficientemente feminista, no hallaba cómo identificarme con ciertas figuras a mi alrededor, hasta que leí esto y aquello, hasta que busqué alternativas para reevaluar mi historia individual, y desconfiaba de todo sin remordimientos pero sin tanta arrogancia. El feminismo ha terminado siendo para mí no tanto un movimiento sino un espacio para administrar una serie de problemas y una serie de herramientas, y lo considero un espacio dinámico, sujeto a reverberaciones y a cuestiones que exigen replantearse cada cierto tiempo: porque uno cambia, crecer toma toda la vida. Prestar atención, con disciplina, ese es el deber que me interesa. Prestar atención es lo primero que hay que poner en nombre de la dignidad. Y que los delitos son delitos, allí sí que no hay para dónde agarrar.

—Inevitable la pregunta por las distintas formas de acoso y violencia, ahora en auge. ¿Le han afectado de alguna manera? ¿Qué efectos produce? 

—He tenido momentos en que lamento ser mujer y vivo pagando las consecuencias, por ejemplo, de la vida de maltratos que llevó mi santa madre bandida: a veces sueño que viajo en el tiempo y me la llevo de esa casa horrible y le doy toda la felicidad posible, a veces imagino que no soy el resultado de una mujer que no tuvo cómo respirar. Es abrumador. Queda tanto por desenmascarar y resolver. No vivimos en el mundo de hace cincuenta años, ni tampoco en el de hace cinco, pero estamos lejos todavía de haber removido ciertos condicionamientos perniciosos. Dije que considero el feminismo como un dispositivo para administrar el problema y la solución, y recuerdo que hay gente que prefiere no usar la palabra feminismo sino cualquier otra. Bien. A mí no me interesa esa discusión nominal, me interesa que la vida sea menos miserable no por solidaridades automáticas sino por el trabajo de un espíritu reflexivo. No quiero ser cínica y no quiero vivir pensando que todo el mundo es holgazán e incapaz de tomar en serio estos asuntos.

—Hemos ingresado en una nueva era: el capitalismo de vigilancia. Sus defensores sostienen que vivimos un tiempo donde la intimidad ha perdido valor. ¿Cómo lo vive? ¿Protege su intimidad? ¿Es un bien necesario para su actividad creativa?

—De más joven fui irresponsable con mi intimidad, hasta que un día tracé una línea bastante clara y empecé a dormir mejor porque ya no tenía los problemas que parecían encontrarme en cada esquina. Hay cosas de los que no hablo, no cuento, no publico fotos, y es suficiente. Por ahora me siento cómoda con la forma en que he logrado estabilizar esa obligación de silencio y ese impulso exhibicionista de querer narrar desde mi multitud de voces. Al responder esta entrevista testifico en contra de mi privacidad y lo encuentro estimulante y bochornoso al mismo tiempo. Vaya incremento de adrenalina.

—En 25 años, de acuerdo a las proyecciones de los demógrafos, entre 72 y 75% de la humanidad vivirá en ciudades. ¿Disfruta Usted de la gran ciudad? ¿Se ha propuesto vivir en un espacio distinto al de una gran ciudad? 

—Me gusta mucho donde estoy ahora: Providence, la capital del estado de Rhode Island y cuna de H. P. Lovecraft, contiene más que Puerto la Cruz, pero mucho menos que Nueva York y a menudo disfruto caminar. Me ha resultado revelador vivir en un lugar donde siento que no voy a morir (claro, siempre puede venir algún factor del terrorismo doméstico y caerme a tiros mientras hago la compra en Walmart). Quizás con esto quiero decir que no vivir en Venezuela me ha hecho recuperar ciertas perspectivas de cómo es estar vivo. Hay algo triste en eso, no cabe duda. Pero he aprendido a reconocer que no solo fui expulsada del país y de mi propia vida sino que otra vida esperaba por mí en otro lugar, una vida que solo depende de lo que soy capaz de hacer con ella, y eso me entusiasma. Creo que ya no estoy respondiendo a la pregunta. Una gran ciudad es también una isla rodeada de los símbolos que hemos puesta en ella. Es un trabajo solitario e inagotable. Eso es bueno.

—¿Qué percepción tiene del estado de la democracia en su entorno inmediato? ¿Se la valora? ¿Se la percibe amenazada? ¿Se la entiende como opuesta del modelo populista? 

—Me enojo tanto por el modo retorcido en que algunos estadounidenses han intentado explicarme el estado de la democracia en Venezuela que entonces procuro no hacer lo mismo en retaliación. También padezco a esos venezolanos que alguna vez vinieron de vacaciones a Miami y creen que pueden explicar desde la guerra civil hasta el sistema digestivo de Trump, con el comodín del trauma de nuestra experiencia chavista. En fin, creo que la democracia está en peligro en todas partes y el populismo se acomoda muy bien según el color de turno.

—Por último, ¿cuál es su sentimiento general hacia este tiempo que le tocó vivir? ¿Le preocupan las incertidumbres? ¿Qué le gusta de las realidades en curso y de las que se anuncian? ¿Es mayor su malestar que sus expectativas? 

—Mi esposo y yo tenemos el chiste de que lo voy a proteger de cualquier calamidad porque vivo haciendo planes B y esperando lo peor: soy inmigrante, para empezar, y a pesar de que llegué a este país con el amparo de una universidad, eso no me exime de mi dosis diaria de sentirme en peligro: o bien porque no soy blanca y te lo recuerdan a cada rato o bien porque no juego mi rol de inmigrante como esperan algunos grupos fiscalizadores (“¿Cómo es posible que no te gusten Alexandria Ocasio-Cortez o Ilhan Omar? They care about your people!”, me recriminan). Así que uso a mi esposo para que me confirme, cada cierto tiempo, que no he enloquecido. También es verdad que me gusta vivir en una época en que hablamos casi en vivo y directo sobre las series y películas que nos cautivan.


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