Adalber Salas / Susanna Bozzetto©

Por NELSON RIVERA

—Su experiencia con las redes sociales. ¿Le estimulan, le inquietan? ¿Le han provisto de alguna interlocución? ¿Han tenido alguna utilidad para usted?

—Mi experiencia con las redes sociales ha sido ambivalente. Por un lado, me ha permitido entrar en contacto con numerosos escritores pertenecientes a muy diversos ámbitos lingüísticos y geográficos. En este sentido, ha propiciado diálogos fértiles. Sin embargo, también me inquieta y desagrada cómo las redes sociales nos han convencido de que todo pensamiento es válido y definitivo, que todo momento de la propia vida merece ser exhibido, que opinión es igual a ley. Estoy convencido de que vale la pena reflexionar antes de hablar o escribir, y considero que el propio parecer no equivale a hecho irrebatible. De lo contrario, la palabra escrita se enflaquece, se devalúa, se hace poco firme. Las redes sociales son poderosísimas herramientas; es cuestión de usarlas, no de ser usados por ellas.

—Un tema, cada vez más recurrente, es la degradación del lenguaje en redes sociales, intercambios políticos y, en una perspectiva más amplia, en su uso cotidiano. ¿Siente ese deterioro? ¿Debemos alarmarnos?

—Esto se vincula a lo que venía diciendo. En efecto, siento ese deterioro. Y no se trata solamente del usuario común de las redes, sino también de quienes nos dedicamos a trabajar la palabra. No me preocupa la proliferación de neologismos o el uso de emojis o stickers; todo eso me parece digno de celebrarse, como cualquier otro medio que amplíe nuestras capacidades expresivas. Lo que me parece lamentable es el uso irreflexivo de esos mismos medios. Hemos sucumbido con demasiada facilidad a la tentaciones de la inmediatez, a las falsas promesas de la prisa en la que vivimos inmersos.

Algo similar sucede en el intercambio político, donde el debate se ha reducido al uso de ciertas palabras clave como armas arrojadizas, desprovistas de todo sentido real. Las campañas electorales parecen un asunto meramente publicitario, donde se le ofrece al votante escoger entre varias opciones vagamente similares. Es una situación alarmante, sin duda.

—Un fenómeno, asociado al anterior: la corrección política. ¿Tiene impacto entre los escritores? ¿Ha corregido el impulso de una primera frase para evitar los ataques de los defensores de la lengua políticamente correcta?

—En ningún momento me he encontrado en esa situación, por fortuna. Ahora bien, la corrección política tiene un impacto profundo en los escritores: les hace decir idioteces a favor y en contra. Hay quienes la perciben como una norma opresiva y quienes la alzan como la única bandera válida. Unos y otros son pocos, pero ruidosos. Pienso que la corrección política no es un fin en sí mismo; que lo preciso es guardar genuino respeto por el otro, por su diferencia inexpugnable. Esta diferencia produce una multitud de escrituras que escapa a toda regla única y a toda bandera.

—Los expertos sostienen que estamos lejos de comprender los riesgos del cambio climático. En su espacio cotidiano, ¿está presente la preocupación por el cambio climático?

—Sin duda. No solo por el lugar en el que vivo, que cuenta con leyes que procuran responder al cambio climático −imperfectamente−, sino también por la presencia constante de noticias vinculadas al asunto en los medios de comunicación. No obstante, hallo que mucho se dice del cambio climático y muy poco del entramado de fuerzas económicas que lo produce. Enfrentarse al peligrosísimo deterioro del planeta significaría un cambio de vida radical para millones de personas −y no sé si tal cosa sea posible. No guardo mucha esperanza.

—Está en desarrollo una tendencia planetaria que promueve derechos: para las minorías, animales, plantas y más. ¿Cómo experimenta usted este fenómeno? ¿Tiene sentido preguntarse por los deberes?

—Absolutamente: preguntarse por los derechos siempre debe implicar preguntarse por los deberes. En el caso de los derechos de las minorías, cabe preguntarse por los deberes de la sociedad ante ellas −la sociedad como productora de ciertos mecanismos de segregación. La pregunta por los derechos de los animales y las plantas es también nuestra pregunta por nuestro derecho a explotarlos −por los métodos que usamos, por las consecuencias que traen. En una sociedad tan mermada como la nuestra, estas preguntas no son ociosas: creo que deben formar parte de nuestro esfuerzo de reconstrucción.

—Inevitable la pregunta por las distintas formas de acoso y violencia, ahora en auge. ¿Le han afectado de alguna manera? ¿Qué efectos produce?

—Familiares y amigos cercanos se han visto afectados por distintas formas de violencia y acoso. En mi caso, he tenido la fortuna de solo haber sido insultado unas pocas veces por ser venezolano.

—Hemos ingresado en una nueva era: el capitalismo de vigilancia. Sus defensores sostienen que vivimos un tiempo donde la intimidad ha perdido valor. ¿Cómo lo vive? ¿Protege su intimidad? ¿Es un bien necesario para su actividad creativa?

—Protejo mi intimidad cuanto puedo. Considero que no solo es indispensable para la actividad creativa, sino también necesaria en cualquier vida que merezca ser vivida. Creo imprescindible dar a la intimidad su valor justo, recobrarla, defenderla. Solo desde la intimidad se puede desarrollar un genuino sentido crítico. Desde la intimidad proviene la indignación fructífera, el deseo de cambiar lo que nos rodea.

—En 25 años, de acuerdo a las proyecciones de los demógrafos, entre 72 y 75% de la humanidad vivirá en ciudades. ¿Disfruta usted de la gran ciudad? ¿Se ha propuesto vivir en un espacio distinto al de una gran ciudad?

—Siempre he vivido en un ámbito urbano. Tan imbricado está en mí este modo de vida que nunca me he planteado vivir en otro lugar. Mis ritmos vitales y mis modos de percibir el mundo provienen de la ciudad.

—¿Qué percepción tiene del estado de la democracia en su entorno inmediato? ¿Se la valora? ¿Se la percibe amenazada? ¿Se la entiende como opuesta del modelo populista?

—En mi entorno inmediato –Estados Unidos– se percibe que la democracia se halla bajo amenaza, pero superficialmente. Y no se habla casi de populismo, salvo en ciertos círculos académicos. Por mi parte, hallo que la democracia estadounidense es, ahora más que en ningún otro momento de su historia, una plutocracia. Sus instituciones conservan bastante solidez, pero están deteriorándose rápidamente. Y ciertos sectores digieren mal la erosión del mito que hace del país una suerte de nación providencialmente elegida, la mayor democracia del mundo. La disonancia entre este mito y la realidad es considerable –y el sistema educativo no se encarga del asunto. Esto ha conducido a muchos a buscar refugio en líderes complacientes y bufonescos.

—Por último, ¿cuál es su sentimiento general hacia este tiempo que le tocó vivir? ¿Le preocupan las incertidumbres? ¿Qué le gusta de las realidades en curso y de las que se anuncian? ¿Es mayor su malestar que sus expectativas?

—Amo el tiempo que me ha tocado vivir. No creo que sea más brutal o cruel que épocas anteriores; creo, sin embargo, que nos anima a plantearnos ciertas preguntas que antes no sabíamos a ciencia cierta cómo enunciar. Por supuesto, es mayor mi malestar que mis expectativas, pero esto es asunto de personalidad. Todas las incertidumbres me preocupan: creo que es nuestro deber preocuparnos, preguntar seriamente por los asuntos que nos afectan, resistirnos a la ceguera que se nos ofrece.


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