Ríos Armas
Camilio Ríos Armas / Magüi Trujillo

—Su experiencia con las redes sociales. ¿Le estimulan, le inquietan? ¿Le han provisto de alguna interlocución? ¿Han tenido alguna utilidad para usted?

—Mi uso de las redes sociales ha cambiado con los años, y sobre todo desde que me fui de Venezuela. Twitter era mi lugar de debatir, de compartir ideas, de intercambiar con gente sobre literatura y política. Al mudarme me costó mucho mantener ese mundo y mi “nueva” vida, así que me fui alejando. Ahora me sirve de vitrina sin mucha interacción −tanto para ver, como para que otros vean. No me hallo. Facebook sigue siendo mi contacto con familiares, amigos y profesores universitarios. Profesionalmente, las redes sociales son muy importantes para mí porque así nos comunicamos con el público con el que trabajamos: personas refugiadas que buscan retomar sus estudios e ir a la universidad.

—Un tema, cada vez más recurrente, es la degradación del lenguaje en redes sociales, intercambios políticos y, en una perspectiva más amplia, en su uso cotidiano. ¿Siente ese deterioro? ¿Debemos alarmarnos? 

—Sí lo siento y por ello mismo a veces me abstengo. Muchas veces he entrado en Twitter para tantear el terreno de lo que se habla en Venezuela y termino muy atormentada con el nivel de agresividad en los debates, incluso entre escritores. Creo que vivimos en una era de la sobre-exposición, a veces funciona y otras veces no tanto. Contradictoriamente, también creo que hay mucha hipersensibilidad. Un comentario sin intención de ser acusatorio o personal alguien se lo toma de esa manera y lo somete a interpretaciones que pueden estar muy alejadas de la intención original del autor.

Tenemos que asumir la responsabilidad del uso que hagamos de nuestras redes sociales y de la información que consumimos y compartimos.

—Un fenómeno, asociado al anterior: la corrección política. ¿Tiene impacto entre los escritores? ¿Ha corregido el impulso de una primera frase para evitar los ataques de los defensores de la lengua políticamente correcta? 

—Sí creo que lo tenga. No para todos, pero para muchos sí. En mi caso, inconscientemente para evitar la autocensura me he alejado de las redes sociales. A veces no publico o no comento porque no me interesa caer en debates de Twitter ni de Facebook que muchas veces no llevan a nada más allá de una lucha de egos. Me he reconciliado con el uso de las redes sociales como medio para compartir arte, fotografía, noticias sobre el tema de las migraciones, campañas de recaudación de fondos y donaciones, sensibilización o denuncias de injusticias sociales, y quizás uno que otro verso.

—Hay algunos expertos que sostienen que estamos lejos de comprender los riesgos del cambio climático. En su espacio cotidiano, ¿está presente la preocupación por el cambio climático?

—Ojalá escucháramos más a los expertos. La preocupación por el cambio climático está muy presente en mi vida, personal y profesional. Vivo en una ciudad donde este tema es altamente discutido: París. Estudié desarrollo internacional, con un enfoque en desarrollo sostenible, así que es una problemática que personalmente me interesa y preocupa mucho. Intento en la medida de lo posible reducir mi huella ecológica. En Caracas, años atrás, acumulaba las botellas de plástico y las llevaba a las colectas que hacía la Alcaldía de Baruta en Cumbres de Curumo. En París, reciclo en casa, compro productos orgánicos, doy prioridad a los productos locales, eliminé el uso de bolsas de plástico, papel de aluminio y film transparente, utilizo productos de limpieza e higiene a base natural, voy a la oficina en bicicleta, preparo mi propia cera de depilación, compro ropa usada, etc. Sé que a pesar de estos esfuerzos, estoy lejos de ser un modelo. En el mundo profesional, formo parte de un proyecto, junto con otras ONG, para mejorar el lugar de trabajo poniendo en práctica medidas de reducción de nuestro impacto ecológico. Lamentablemente, ser eco-responsables continua siendo un privilegio para la gran mayoría. Cada quien puede hacerlo a su escala pero para lograr un verdadero impacto es indispensable tener políticas públicas que lo promuevan y esfuerzos colectivos. Necesitamos un cambio de paradigmas y de nuestros modelos de consumo y lamentablemente esto no se dice fácil sin que sea malinterpretado. Nuestros esfuerzos personales se hacen insignificantes si seguimos teniendo empresas y gobiernos que tengan el poder de destruir el Amazonas con una explotación minera desenfrenada y sin rendir cuentas, en nombre de una forma de desarrollo económico que no es la más nos conviene para el futuro.

—Está en desarrollo una tendencia planetaria que promueve derechos: para las minorías, animales, plantas y más. ¿Cómo experimenta usted este fenómeno? ¿Tiene sentido preguntarse por los deberes? 

—En mi corto pasaje por la Escuela de Derecho de la Unimet aprendí que todo derecho conlleva un deber. Hemos tenido grandes avances en Derecho Internacional para la protección de la biodiversidad, la protección de pueblos indígenas, la protección de personas perseguidas por causa de raza, religión, nacionalidad, opinión política, orientación sexual y pertenencia a un grupo social determinado.

Siempre va a salir alguien que diga ¿de qué sirve esto si no hay quien esté a cargo de hacer respetar estos derechos? Prefiero pensar que todo derecho es un avance, y que tenerlos nos permite al menos luchar por que sean cumplidos. Es algo que me repito mucho porque mi trabajo me hace presenciar injusticias que muchas veces me desmotivan y me llenan rabia.

—Inevitable la pregunta por las distintas formas de acoso y violencia, ahora en auge. ¿Le han afectado de alguna manera? ¿Qué efectos produce? 

—Creo que es difícil encontrar una mujer que no haya sido víctima de acoso, en las distintas maneras en las que este puede este manifestarse. París es una ciudad grande, donde caminar sola de noche puede ser una experiencia muy desagradable. Por supuesto que digo esto sin comparar lo que pueda significar hacerlo en Caracas, donde fui víctima de la violencia que asedia a los caraqueños.

Vivimos en un tiempo en el que ciertas conductas, anteriormente normalizadas, ya no son aceptadas (y son incluso denunciadas). Poco a poco se está logrando una ruptura de los cánones hetenormativos. La pregunta es cómo construir juntos una sociedad más inclusiva y dónde la igualdad de género no sea vista como algo aparte, accesorio, sino un pilar más del desarrollo de una sociedad y de un país.

—Hemos ingresado en una nueva era: el capitalismo de vigilancia. Sus defensores sostienen que vivimos un tiempo donde la intimidad ha perdido valor. ¿Cómo lo vive? ¿Protege su intimidad? ¿Es un bien necesario para su actividad creativa?

—La intimidad ha perdido valor pero al mismo tiempo es bien cotizada. Toda la data que damos en las redes sociales, en nuestros e-mails, y hasta conversaciones tienen un valor. Creo que es difícil, por no decir imposible, tener una vida en las redes sociales y proteger 100% la intimidad. Me gusta creer que mis fotos de Instagram cuentan una historia, que los “stories” que comparto son la ventana que abro para que otros sepan de mí o de mi mundo. La creación poética sigue siendo un acto bastante íntimo, los poemas que comparto suelen ser “poemas solitarios”, de esos que no se integran en ningún libro.

—En 25 años, de acuerdo a las proyecciones de los demógrafos, entre 72 y 75% de la humanidad vivirá en ciudades. ¿Disfruta usted de la gran ciudad? ¿Se ha propuesto vivir en un espacio distinto al de una gran ciudad?

—Soy una mujer de ciudad. Me gustan el caos y la anonimidad que regalan las metrópolis. Viví en Caracas, NYC, Madrid y París. De esta lista, Madrid fue para mí un descanso: una mezcla de ciudad grande con el calor humano de una pequeña. Nunca me he propuesto vivir en un espacio distinto, pero no es una opción que descarte. El día que quiera vivir en un espacio más grande, tendré que alejarme del centro de la ciudad y sé que seré feliz de tener un jardín o de respirar aire fresco.

—¿Qué percepción tiene del estado de la democracia en su entorno inmediato? ¿Se la valora? ¿Se la percibe amenazada? ¿Se la entiende como opuesta del modelo populista? 

—El populismo también se ha globalizado. Está en todos lados. Siendo venezolana y viviendo en París esta pregunta se me hace difícil de responder porque vivo en democracia y tengo que escuchar a franceses que marchan en las calles diciendo que Macron es un dictador. Pero al mismo tiempo me digo que eso es democracia: permitir que los diferentes grupos de oposición manifiesten su descontento.

Las manifestaciones en Francia, y aún más las huelgas, me hacen reflexionar sobre cómo la sociedad francesa lucha por no perder los derechos que se han adquirido, por mantener los logros sociales (acquis sociaux). A veces, pareciera que la pérdida es inevitable.

El populismo es una real amenaza para Europa y para el mundo. En mi entorno inmediato me preocupan los discursos racistas, xenófobos y machistas que van ganando espacio y, de lejos, me preocupa la instrumentalización humana que se hace de las personas en necesidad, el juego emocional, la manipulación y control.

El modelo de democracia que conocemos vive una crisis muy fuerte y la amenaza del populismo debería hacernos reflexionar al respecto.

—Por último, ¿cuál es su sentimiento general hacia este tiempo que le tocó vivir? ¿Le preocupan las incertidumbres? ¿Qué le gusta de las realidades en curso y de las que se anuncian? ¿Es mayor su malestar que sus expectativas? 

—Respondo esta pregunta estando confinada en mi apartamento, sola, mientras luchamos con encierro, una pandemia. Escribo esto en París, para ser enviado por correo electrónico a Caracas y ser publicado en línea. Lo escribo después de haber tenido dos reuniones en Zoom, una clase de yoga por Skype y un WhatsApp con mi familia que está en tres países diferentes. Lo escribo mientras escucho música con mis audífonos wireless que se conectan por Bluetooth a mi celular y descubriendo una cantante brasileña que me propone un algoritmo que sabe más de mis gustos musicales que mi mejor amigo. El tiempo que me tocó vivir es rápido, público, de comunicaciones y emociones del instante, sobre-informado y desinformado. Es un tiempo al que me cuesta tomarle la hora. Un tiempo conectado y solitario. De logros tecnológicos y desigualdades como nunca antes. Un tiempo a veces caballo y otras cangrejo. Un tiempo bastante egoísta. ¿Pero, hay alguno que no lo haya sido?

Me da mucho malestar saberme parte de una generación que está consciente del daño que se le ha hecho a la Tierra, pero sin poder hacer mucho para revertirlo.

Me duele ser la generación que se fue de Venezuela a la edad en la que se es más productiva sin haber podido retribuirle a mi país todo lo que él me dio.

Me da ilusión escuchar a una niña en el metro que cuestiona el hecho de que en una imagen publicitaria sobre servicio de limpieza a domicilio solo haya mujeres (“¿es que los hombres no pueden limpiar?”).

Me da ilusión ver al francés que hospeda en su casa al refugiado venezolano, sirio, afgano, iraní, o bangladés mezclándose tradiciones y culturas.

Me da esperanza ver que cada vez en más países parejas homosexuales pueden casarse y que se hagan públicas las discusiones sobre la necesidad de legalizar el aborto.

La vida es una constante incertidumbre, incluso cuando se dispone de información. Los malestares y las injusticias no me paralizan, todo lo contrario. Me gusta hablar de ello, debatirlo, estudiarlo. Si me concentro en los problemas, es para buscar soluciones.

Quiero creer que saldremos de esta pandemia siendo más conscientes de la otredad, pero no estoy muy segura. Por los momentos, en el instante que se ha convertido la vida estos días, mi ilusión reposa en poder prontamente discutir sobre todo y nada con mis amigos en un café, mientras el mesonero parisino se queja de mi indecisión y el sol primaveral calienta la mesa.


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