DETALLE DE LA SALA PROCESIÓN, DE GISELA ROMERO, FOTOGRAFÍA DE DAN L. HESS

Por PAOLA ROMERO

“No hay atajos. Tuve que ir poco a poco, tanteando

 el terreno antes de dar un paso.”

Bridget Riley

La valija 

Si puedes llevar una sola cosa contigo antes de partir a una isla desierta, ¿qué empacarías? Este juego hipotético suele detonar reacciones distintas: algunos prefieren ser pragmáticos y llevan consigo el fuego. Otros anticipan la soledad que les espera y llevan consigo una fotografía. Es difícil saber exactamente qué empacar cuando tenemos que partir, ya sea por voluntad propia o por la fuerza.

La recién inaugurada exposición de Gisela Romero, titulada A Constant Goodbye: The Table Runner Stories presentada en el Art & History Museums Maitland, Florida, nace de una situación similar. “Cuando emigré a Estados Unidos, lo hice con una sola valija”, nos dice la artista, y en ella empacó un centro de mesa o table runner, un objeto pequeño pero cargado de simbolismo al tener la función de estar siempre en el centro de la mesa familiar, mesa de unión y de convergencia de los afectos y recuerdos que la artista dejaría atrás en su país natal, Venezuela. Este centro de mesa, objeto-símbolo, se convierte así en el punto de referencia estética del que surge un meticuloso y, a veces, doloroso ejercicio de creación artística en el que el lienzo, la madera, el papel y múltiples textiles animan una reflexión sobre la emigración. Como lo manifiesta el propio título de la exposición, Romero nos presenta una instalación en la que las piezas mismas articulan un constante adiós. La renuncia, el dolor, la necesidad de empezar de nuevo son todas ideas y sentimientos de carácter universal, aquí expresados desde la experiencia de una persona y de su obra.

Me cuenta la artista que buscó en tiendas de segunda mano y mercados de pulgas retazos de telas y pedazos de textiles, que fueron alguna vez mantel o capa para el frío, o tira para anudar un bolso y emprender el viaje. Este collage de orígenes resulta en una constante visual que recorre toda la muestra, a saber, la visión de unir historias fragmentadas de aquellos que han tenido que abandonar su hogar, de trayectorias, e intenciones sobre el futuro que confluyen aquí en una sola propuesta estética.

Pero fragmentación no es necesariamente sinónimo de ruptura. Al igual que en la vida, esta exposición tiene salas que se siguen unas a otras, en el esfuerzo consciente de Gisela Romero y de su curador Dan L. Hess, de explicar la experiencia universal de un cambio transformador de vida. Según Romero, “mi mano izquierda está en un país, un ojo en otro, mi torso está en otro, una oreja en otro, mi boca en otro, una pierna está en otro”. Lo mismo sucede con sus piezas, desplegadas a lo largo de cuatro salas bautizadas Fragmentación, Procesión, Página en blanco y Aceptación. Hablo de bautizo y no de mero “nombrar” pues cada sala conmemora un estadio nuevo y transformador de esa larga travesía del que emigra, del que va dejando partes de sí en el camino, e incorporando partes nuevas hasta llegar a una aceptación del todo.

Es en Orlando, Florida, donde Gisela Romero (1960) ha decidido recrear los que han sido temas recurrentes a lo largo de sus más de 30 años de carrera artística. Su residencia artística en el Art and History Museum of Maitland le ha permitido desarrollar esta compleja y exigente exposición, a la par de recibir el primer premio en el concurso de la institución Women in the Arts, llevado a cabo en OCLS, Orange County. Insisto en la recurrencia de estos temas pues solo con revisar los títulos de algunas de sus exposiciones previas, constatamos un hilo temático persistente: expone De adentro hacia fuera en la Galería 39 y Ni aquí ni allá en la Sala Mendoza ambas en Caracas en el año 2000. Otras exposiciones las llamó Mundos, Revés y Contrarios, palabras todas que parecen afirmar una búsqueda por el locus vital tanto de la artista como de su creación. Mi impresión es que en A Constant Goodbye: The Table Runner Stories, Romero ha encontrado su lugar, o al menos, un lugar desde el cual le ofrece al público, en un acto muy íntimo y generoso, su perspectiva de las cosas.

Grafías

La artista nos invita a transitar estas cuatro galerías, ofreciendo una serie de simbologías e ideas gráficas para orientarnos. A pesar de la concienzuda reflexión que une las salas Fragmentación, Procesión, Página en blanco y, finalmente, Aceptación, estas grafías son meras ayudas para ubicarnos en el universo del exilio creado por Romero. Cada quien que lea, recuerde, reanime, y reviva desde sí lo que estos dibujos, textiles y tótems le generen; es tan solo una guía, no un mapa definitivo. En este sentido, me sorprende el balance alcanzado en esta exposición entre la clara propuesta conceptual y teórica de la artista –su lectura, experiencia y asimilación de la inmigración– y las múltiples reacciones que podemos tener frente a esta idea central. La idea no es impuesta arbitrariamente sobre la obra, sino que es la obra la que parece abrirse para cargar el peso conceptual que guía la exposición.

Son numerosos los recursos estéticos y lingüísticos a los que apela Romero. Por ejemplo, habla de su país natal, Venezuela, como un jarrón de cristal “que cayó al suelo y al romperse esparció sus pedazos por todas partes, sin piedad”. Esa idea la encontramos dispersa a lo largo de las salas: en un retazo de tela, en un ojo pendiendo en el abismo de un dibujo abstracto, en un nido habitado por seres aparentes, o en una pareja caminando con una mochila posiblemente llena de ilusiones. Decía Borges que la filosofía es “una rama de la literatura fantástica”. Toda propuesta teórica busca entonces su lenguaje simbólico, fantástico, y a veces, terrible, y la artista se une a este ejercicio. La filosofía ha acudido tradicionalmente al mito para expresarse. Ejemplos de ello los encontramos en la estratificación social de Platón hecha mito a través del demiurgo, que nos moldea en oro, en plata o en bronce dependiendo de nuestra posición en la jerarquía de la República; Wittgenstein apela a las escaleras para dar sentido a su necesidad de escapar de los problemas filosóficos (encaramándonos en una escalera para salir por la ventana). Kant describe el deber moral como “la raíz del noble tallo del alma”. Algo similar sucede en estas obras, donde la experiencia universal del exilio apela a la línea, al círculo, al color rojo y a las palabras para expresarse en otro registro simbólico. “Hace mucho tiempo”, escribe Gisela Romero una y otra vez en una de sus piezas más experimentales. La frase se repite como un mantra, e intuye el espectador que estas obras y sus historias cargan con el peso de la palabra y del tiempo pasado. Otros símbolos orgánicos se repiten en los diferentes medios visuales, dándole así a la exposición una coherencia global. El medio unificador es la universalidad de la experiencia migratoria. Es curiosa esa universalidad, pues, por un lado, cada experiencia migratoria es única e irrepetible —soy yo el que se fue de esta manera— pero por otro lado hay un hilo común a todas ellas. Una de las piezas más reveladoras es el retrato de una persona-ojo. El nivel de detalle en el dibujo parece una especie de lámina de rayos-X, una reproducción tan detallada y llena de espacios fugitivos que se asemeja más a una impresión electromagnética de la naturaleza misma que a un retrato. Es a su vez el ojo de la artista, el ojo del espectador, el ojo universal de la experiencia.

Tótems

Llegamos a la sala Procesión, habitada por la presencia de 16 tótems, piezas mixtas de casi 2 metros de altura. Digo presencia pues su composición y la forma en que están desplegados en la sala exacerba la sensación de que estas obras no son simples piezas pasivas, sino una interrogación directa al espectador. Estos textiles son mitad humanos, mitad árboles, o columnas aguantando el peso del pasado. Algunos tienen cabezas redondas con dibujos que sostienen el manto que cae hasta el piso. Uno de estos tótems tiene una corona de ramas secas, podría ser una corona de adviento, o una corona de espinas. Quizás la añoranza de estos objetos, en palabras de la artista, es la de “abrazar una identidad caleidoscópica”.

La necesidad de conservar simbólicamente lo vivido se remonta a las prácticas sociales más antiguas y también a nuestra relación con la muerte. Conocidos son los ataúdes de troncos huecos de las comunidades aborígenes, tótems decorados para la memoria de los que han partido. En el Memorial Aborigen de la National Gallery en Australia, encargado en 1987, los ataúdes de troncos huecos están situados siguiendo a grandes rasgos el curso del río Glyde, a través del pantano de Arafura hacia el mar. En esas travesías vivían los que ya no están. Esa convivencia de generaciones pasadas, presentes y futuras es parte también del significado de esta estructura milenaria. El tótem es símbolo de grupo, de clan, de familia. En la sala Procesión, los 16 tótems conviven en una unidad, aunque cada uno pareciera venir de una familia distinta, de una raza diferente, con pieles de colores azules, rojo, algunos desarmados, otros con puntos como dálmatas. El hecho que estén reunidos en este largo pasillo los obliga a conversar en medio de esta torre de Babel. Mi impresión es que estas obras se están relatando unas a otras cómo llegaron hasta acá. A partir de este momento, la artista se convierte en un medio para que sus obras, literalmente, hablen. Sospecho que serán pocas las que pueden decir: “He llegado aquí porque me trajo mi voluntad.”

Aceptación

Rojo, mucho rojo. Un color que la artista ha reconquistado para hacerlo suyo en esta exposición, en un acto de resistencia a los abusos que algunos han hecho de él. A pesar de su impronta como una fuerza unificadora dentro de la obra de Romero, una de las piezas claves en su narrativa es una pieza blanca. En ella no hay ausencia de color, sino las posibilidades infinitas que trae un lienzo en blanco, un empezar de nuevo capaz de adoptar todos los colores. Este collage de telas y papel sin ningún dibujo, sin ninguna intervención, evoca la aceptación de la vivencia fragmentada. Carente de color es también el agua que para Romero no purifica, pero sí que revive; en sus propias palabras: “La fuerza del agua bañará los dientes afilados hasta que los convierta en palmas, y será con ellos que construiremos de nuevo nuestras casas”. En esta obra encontramos numerosas casas, círculos, vientres en los que podemos descansar por un momento y hacer una casa –un verdadero “espacio seguro” que no nos aparta de las realidades del mundo hostil, sino que nos permite tomar impulso para confrontarlas.

La exposición de Gisela Romero es, en síntesis, un responsable ejercicio de la imaginación. Otorga así al espectador un lugar de reposo para preguntarse ¿cómo he llegado hasta aquí?


A Constant Goodbye: The Table Runner Stories, exposición de la artista Gisela Romero en el Art & History Museums Maitland, Florida, desde el 27 de enero hasta el 15 de abril de 2024.


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