Retrato de Salvador Garmendia | Por Vasco Szinetar

Por VÍCTOR BRAVO

Para la Negra Maggi

La intencionalidad estética lleva la capacidad humana de crear mundos a su más noble expresión y a la más amplia percepción sensible y reflexiva. La experiencia estética como fuente, la más humana, del sentir y el pensar.

Esa experiencia de asombro y estremecimiento entra, con la llave de la lectura o la contemplación, al mundo estético de un gran creador y atraviesa sus umbrales y horizontes e interroga sus enigmas como rocas o como tenues seres en metamorfosis;  intenta atrapar los peces de los ríos de sus símbolos, atravesar sus paredes de neblina y danzar con el ritmo de sus resonancias. Así Van Gogh o Magritte o Picasso, por ejemplo; así San Juan de la Cruz o Mallarmé o Rilke, por ejemplo; así Joyce o Kafka o Beckett, por ejemplo; así Felisberto Hernández u Onetti, Borges o Cortázar o Gallegos o Meneses.

Así la obra de Salvador Garmendia (1928-2001), edificada con la argamasa del relato.

En la confluencia del grupo Techo de la ballena (1958-1963) concurre la intensidad de una expresión estética: poética, plástica, narrativa; a la vez transgresiva y de riguroso trazado estético, con la cálida intensidad de la bohemia y la resistencia del gesto político; todo en la atmósfera eléctrica de transgresión, rebelión y revolución que colmó la década del sesenta en Europa y América.

Así como ocurrió a principios del siglo XX con la difusión de El cojo ilustrado (1895-1915), que reunía en sus páginas el pensar y la sensibilidad de época, mutatis mutandis, Techo de la ballena, de manera militante, se convierte en Venezuela en afirmación y difusión, en atmósfera de intencionalidad estética en el clima de época.

En el calvero de Techo de la ballena, y en correspondencia con la expresión plástica y poética de Jacobo Borges y Juan Calzadilla, de Carlos Contramaestre y Adriano González León, de Dámaso Ogáz y Francisco Pérez Perdomo, de Edmundo Aray y Alberto Brand, la narrativa de Salvador Garmendia irá dibujando, en perfecto trazado con el pincel del relato, la figura del cuerpo, su materialidad y su vuelo, centro de confluencias y expansión del humano vivir y, quizás, del universo. El relato escrito sobre un cuerpo, para decirlo apropiándonos del título de famoso libro de Severo Sarduy. El relato, enhebrado en las entrañas del lenguaje es tierra abonada para hacer posible el decir y el comprender, el revelar y el percibir los pliegues y repliegues de la realidad y el mundo. En el lienzo del lenguaje, el relato de Garmendia va trazando, de manera singular, la materialidad y la levedad.

Materialidad

La materialidad del cuerpo, sumergida en la hoguera de la temporalidad, pues el fuego y el tiempo comparten la propiedad de destruir la materia, precipitada en desbordamientos, ahoga la espiritualidad y ahoga el deseo que persisten en su estar, avanza en su extravío, tropezando con las grises paredes de su laberinto hacia los signos intrascendentes de su diaria tragedia. Rabelais hizo brotar con signos festivos el hiperbolismo de esa materialidad; Joyce nos narró el viaje en el laberinto interior del cuerpo y de la ciudad; Beckett hizo del cuerpo en extravío un cuerpo fragmentado; Jacobo Borges, en momentos de su obra, pintó sus heridas y sus deformaciones; Carlos Contramaestre nos expuso la violencia de su fragmentación, de sus órganos, de su implacable deterioro.

La novela de Salvador Garmendia: Los pequeños seres (1958), Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963), La mala vida (1968), Los pies de barro (1973), fundamentalmente, hacen de la materialidad de lo corporal la más recurrente de sus obsesiones.

Los pequeños seres, desde su propio título, muestra ya el programa de esta intencionalidad estética. Novela fundacional de un delta de posibilidades narrativas, en resonancia de época enhebra su primer principio de composición en la reescritura del regreso de Ulises a casa La textualidad de la reescritura está presente en la estética moderna desde el Quijote, tramado en el genio de la reescritura de la novela de caballería;  y del Quijote reescribiéndose a sí mismo y reescribiéndose incesantemente, de Unamuno a Borges.

Así el imaginario homérico del viaje de regreso al hogar mancillado y hacia el reconocimiento, uno de los tramados del sentido humano, tal como nos dice Hegel, es reescrito en la modernidad, desde el “Pathos de la distanciación” de las modulaciones irónicas, en el extravío y regreso del señor Bloom en la novela de Joyce, novela que abre la brecha por donde se desplazarán en viaje de extravío, de angustia y de fragmentación, el Molloy de Beckett, el Adan Buenos Aires de Leopoldo Marechal, el Mateo Martán de la novela de Garmendia. Regresos, a la vez, hacia la hospitalidad y la traición. Regresos, a la vez,  hacia Penélope y hacia Clitemnestra.

Y  los viajes de esos regresos se hacen posibles en el riel  de la materialidad que, desprendida de su fijeza se desplaza en la cuerda del aparecer, desaparecer, reaparecer a la que acuden, a la vez, la extrañeza y el reconocimiento como signos en el acaecer, que en Ulises, ya en Ítaca, se desplaza desde el disfraz y el ocultamiento hacia el develamiento de la cicatriz y de la prueba del lecho, labrado en el soporte de un árbol, veinte años atrás por el propio Ulises. El riel del aparecer, desaparecer, reaparecer, y los signos de la extrañeza y del reconocimiento que convoca,  hacen que la fijeza de la materialidad se desplace hacia la levedad del acaecer. Así lo podemos observar, por ejemplo, en las novelas mayores de Enrique Vila Matas y en muchos de los cuentos garmendianos, en el acontecimiento estético de su brevedad.

Extravío, sorda tragedia, aristas del deseo, haciendo reflotar las heridas entrañables, suicidio: el regreso sin regreso de Mateo Martán abriendo inhumanas grietas en la materialidad corporal.

Novelas las de Garmendia, escritas sobre un cuerpo sin concesiones, sobre la grisura de lo humano, tal como ya se esboza en la narrativa de José Rafael Pocaterra.

Grisura descrita por Hobbes y que plantean de la manera descarnada las palabras de Macbeth: “La vida es solo una sombra que ambula, un pobre comediante que corre y despotrica su hora sobre el tablado, y se sume en el olvido: es una historia relatada por un idiota, llena de ruido y furia, significando nada”.

Esta concepción se desprende también de muchas páginas de la novelística de Garmendia, escrita sobre la materialidad de un cuerpo, pero atravesada por el fervor transgresivo que emerge de Techo de la ballena.

Es posible abrir en cualquier página una u otra novela de Garmendia y leer las grietas y la grisura de esa materialidad, de esa corporeidad marcada, herida. Así por ejemplo, abro La mala vida, y leo:

Un impulso ciego me lanza de improviso contra las hojas entrejuntas de la puerta, que se abren hacia adentro con estrépito. Nicolasa exhala un alarido agrio de gallinácea y luego pareció partirse en dos, volviéndose de lado y tapándose con los brazos el bajo vientre. Nunca creí que fuera realmente tan pequeña. Así, enteramente desnuda, parecía una niña raquítica, una pequeña tullida envuelta en aquel pellejo sin color verdadero, mal cosido el cuerpo. Fue una visión repentina que me saltó encima y se enterró como una brasa en mi cerebro. Vi como al inclinarse, las bolsas de los pechos colgaron oscilantes como dos calcetines raídos que tuvieran dentro, cada uno una pequeña piedra; vi sus nalguitas derretidas, sin forma, salpicadas de puntos negros y arrastrando sobrantes de piel; vi la espesa negrura que brotaba de abajo, el esqueleto intacto bajo su pellejo. El grito me arrojó de la puerta como un agujazo.

Así,  abro la novela Los pies de barro y leo: “Es un ser estrafalario la vieja danesa que ha bajado del pequeño automóvil abollado o que se ha desprendido de él como si se quitara apresuradamente de encima un carapacho, larga, masculina” Confluencia de lo heterogéneo, de lo estrafalario, ciertamente, del fino humor.

Así, en una u otra página, en una u otra novela, la materialidad del cuerpo herido, en ruinas, cayendo en su pesadez por las sauces de su propio abismo. Geografía corporal de la condición humana, como puede verse en el cuerpo grotesco, desde la obra de Rabelais.

Así el cuadro Reunión con el círculo rojo de Jacobo Borges que se desprende de la tela y se extiende en el relato que Julio Cortázar publicaría con el mismo nombre en 1977; desprendimiento que no sorprende al lector de Cortázar que sabe de sus inolvidables páginas, muchas de ellas desprendidas de las resonancias de la música y del enigma que brota del trazado y la representación en el lienzo que nos contempla desde su posibilidad estética.

Así como en páginas de Cortázar, en páginas de Garmendia asistimos a la representación de la materialidad corporal, en su pesadez, en representaciones a veces trágicas, a veces azotadas por la soledad, a veces indiferentes, presentes en momentos fundamentales de la estética moderna, y que en Garmendia se derrama en cascada en el relato para darnos en su intencionalidad, signos de fatalidad y de estremecimiento.

Ricoeur  ha señalado “la relación insólita que me une con mi cuerpo”. Esa relación insólita dibuja la paradoja de, por un lado, la fuerza eléctrica de la sexualidad y el deseo, donde Freud sembró su reflexión, y donde la expresión estética, de Sade a Bataille, llevó a  límites abismales de la saciedad y el hastío, a la más extrema transgresión y la muerte; y, por otro lado, el deterioro y la crepitación indetenible en la hoguera del tiempo. Se trazan sobre el cuerpo los signos desbordantes de la sexualidad y el deseo; y los signos grises y silenciosos del deterioro, en lo que es posible llamar, quizás, con las palabras de Ricoeur, una “patética de la miseria”.

Entre uno y otro límite se desplazan muchos de los personajes garmendianos. La frase “Perdone lo malo, señor”, que cierra “Tan desnuda como una piedra”,  nos revela ese lugar de intermediación entre sexualidad y deterioro en el surco de la servidumbre y la resignación que arrastra consigo leves brotes de tristeza y derrota.

Levedad

Pero el hombre, nos dicen las palabras de María Zambrano, es el animal que padece su propia trascendencia. Si la gravedad y peso de lo corporal se abre en oquedades de extravíos como ocurre en la narrativa de Juan Carlos Onetti, también se abre en su herida para la difuminación y la levedad, como en la narrativa de Felisberto Hernández.

Pegaso naciendo en su levedad y vuelo desde el cuerpo herido de la Medusa, gracias a la espada de Teseo, nos dice Ítalo Calvino en su luminosa reflexión sobre la levedad.

Así nace, por ejemplo, la levedad de los cuerpos en muchos momentos de la narrativa de Felisberto Hernández; así en la narrativa de Garmendia.

En Salvador Garmendia el cuerpo leve se difumina, como en los cuadros de Reverón: mencionemos en Memorias de Altagracia las andanzas de Marinferínfero, cuerpo mutilado, por los tejados: “Cuando volví la vista reparé en el mocho que venía bajando por la pendiente de los tejados… agarrado a su mano pequeña y extrañamente suave, nos internamos sin prisa por los tejados cercanos donde soplaba un viento recio y uniforme… debíamos haber andado mucho sin parar por un momento, pues el silencio que se extendía ahora por todas partes era ahora tan antiguo y tan sólido que tal vez ningún sonido volvería a escucharse… delante de nosotros, a una distancia que hubiera podido cubrir de una carrera estaba el mar, extendiéndose hasta el infinito. Era el mar, sin duda…”.

La materialidad de los cuerpos en vuelo, pues no se trata en Garmendia del paso de la materialidad de los cuerpos a la levedad,  a su vuelo y difuminación. No. Se trata de la confluencia heterogénea de materialidad y vuelo, en la gozosa manifestación del juego y el humor.

En adelante la desbordante luminosidad en muchos momentos de esta prodigiosa narrativa, por ejemplo en el breve texto Los puertos de Altagracia, parece, subrayemos,  la representación plástica de Reverón, representando  y difuminando en la luz las modulaciones de seres y cosas que se mueven en este cuento, como las leves olas del lago entre previsibles causalidades y asombros de lo fantástico: “Al distraer la mirada en una familia de alcatraces, boronas de naufragio que flotaban al capricho del agua, sentí que tampoco nosotros nos movíamos y que todo en el amplio panorama era patrimonio de la luz, cada cosa visible  su fantasma y nosotros una idea simple, inmaterial a manera de un círculo, que al aparecer en una superficie blanca continúa generando otros en el vacío”.

Y levantan vuelo, como los cuadros enigmáticos y fantasmales de Remedios Varo.

La relación entre materialidad y vuelo alcanza vasos comunicantes muchas veces por los hilos del humor. Así,  el hiperbolismo de la descripción de la materialidad corporal se precipita, quizás de manera inevitable, en el humor, expresión sin duda de la levedad.

La levedad de los cuerpos se encuentra en los intersticios de sus novelas pero de manera central en sus cuentos, fajados en sabia brevedad;  ya en sus primeros libros de relatos Doble fondo, 1966, Difuntos, extraños y volátiles, 1970 y Los escondites, 1972. En sus páginas los personajes se diluyen en la luz o vuelan. Memorias de Altagracia, de 1973 es un momento de cruce en la narrativa de Garmendia. Este hermoso texto define la intencionalidad estética del escritor quien a partir de entonces producirá una sorprendente obra de relatos breves que lleva consigo, en su disolución y en su vuelo, el humor y el juego, en la intencionalidad de decir la alegría, en el sentido en el que Wittgenstein dice del juego que “hace del lenguaje una fiesta”. Humor y juego que colocan  esta narrativa muchas veces en ámbitos de lo fantástico ciertamente muchas veces, pero también de manera delicada y prodigiosa en los ámbitos maravillosos de la infancia, haciendo verdad la afirmación de Benjamin, “la literatura es la infancia por fin recuperada”.

Sus cuentos “fajados de brevedad” han sido recogidos y editados en una edición en tres tomos, Cuentos completos, (2016. Fundavag Editores), acontecimiento editorial que coloca la posibilidad de lectura de la narrativa de Garmendia en un nuevo horizonte.

Escritor

Desde la irrupción de la trasgresión y la bohemia, desde el fragor clandestino por una utopía que finalmente se precipitaría en el horror; desde la caída sin tregua, por arte del lenguaje y el relato, de la materialidad en la fatalidad de la herida corporal del vivir, desde el viaje de la materialidad en caída y rasgadura, de pronto hacia la levedad de la difuminación y el vuelo donde la materialidad no se desprende sino que cede ante la fuerza de la levedad: menos el paso de lo material a lo leve, como hemos señalado,  y más la confluencia gozosa de uno a otro. Es el paso de lo material, vencido, por la levedad del juego y el humor.

Desde la cálida sabiduría de su decir sobre la creación y sobre el asombro de la vida, multiplicado ese decir en diálogos, charlas, conversatorios, caminatas, ante expectantes escuchas, sobre todo jóvenes, que lo seguían en una de seguro metamorfosis espiritual, la obra y la vida de Salvador Garmendia nos invitan para acompañarlo desde su más “humana, demasiado humana” materialidad, y viajar por arte de la levedad, de la luz y el vuelo, por los tejados hasta el más entrañable encuentro con el mar, que siempre ha estado allí, en el filo del relato.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!