Por FEDERICO PACANINS

Hubo un tiempo en que algunos ciudadanos españoles de alto vuelo intelectual pedían la nacionalidad venezolana a cambio de entregar su talento y destino a una nueva patria. Eduardo Robles Piquer (Madrid, 1910-Caracas, 1993) fue uno de ellos: arquitecto paisajista egresado de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid en 1935; caricaturista y periodista cultural que ya en 1932 exponía sus caricaturas en los diarios y revistas españolas El Sol, Crónica, As, Estampa y Gutiérrez. En 1955 se residenció provisionalmente en México y publicó el libro Caricatugenia: teoría de la caricatura personal; luego se trasladó a Venezuela en 1957, donde fijó residencia definitiva y en 1963 adquirió la nacionalidad por vía de naturalización.

Por más de treinta años, bajo el seudónimo de RAS, ejerció la crítica de arte para importantes publicaciones venezolanas –la Revista Nacional de Cultura entre ellas-; también ofreció en El Nacional perfiles literarios de importantes personajes del ambiente, siempre apoyados por sus diestras caricaturas mediante las columnas «Así lo vi yo» o «Ras-guños». Como arquitecto diseñó notorias obras cívicas, entre las que destacan la restauración del parque El Calvario caraqueño y el paisajismo de la Universidad Simón Bolívar, obteniendo la mención de honor de la V Bienal de Arquitectura de Venezuela en 1973. En 1980 recibió el Premio de Arquitectura Paisajista en la VII Bienal Nacional de Arquitectura y en 1993, año de su muerte, se presentó en las islas Canarias una exposición en su honor titulada La arquitectura paisajística de Eduardo Robles Piquer.

Una muestra antológica de sus perfiles literarios fue editada en el libro Así los vi yo (Caracas: Monte Ávila, 1970). A continuación ofrecemos 5 significativos perfiles de Así lo vi yo con sus respectivas caricaturas, acompañados por una peculiar reflexión final: “Al árbol, solícito amor”.

ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN Y SU PAÍS

Llevamos varias semanas durante las cuales un venezolano si no ha llegado a la luna por lo menos se ha colocado en órbita, consiguiendo opacar en popularidad, en su propia patria, a los cantantes de boleros o de Pata-pata y a los trasplantadores de corazones u otras vísceras. No ha conseguido superar, sin embargo, a los líderes políticos en sus discusiones sobre mayorías o “quorums”, pero es que eso hubiese sido ya demasiado tratándose nada más que de un escritor de 36 años que ha ganado un Premio Internacional de novela compitiendo con 91 concursantes y ganado por una cabeza en última votación tras reñida batalla frente a contrincantes de la talla del argentino─uruguayo Jorge Onetti. Es algo que no había ocurrido en nivel parecido desde que Doña Bárbara ─Gallegos─ y Las Lanzas Coloradas ─Uslar Pietri─ fueron condecoradas, también en España, como los mejores libros del mes en 1929 y 1931, respetivamente, ganando la primera el premio de La Novena Semanal. O cuando fue elegida como la mejor novela latinoamericana publicada después de la segunda guerra, la titulada Cumboto, de Díaz Sánchez. Y lo situará, sin duda, cuando se publique su País Portátil, dentro del “Boom” literario que se ha producido últimamente en los países americanos de habla hispana, al lado de García Márquez, Asturias, Cortázar, Onetti, Vargas Llosa, Leñero y Carlos Fuentes, triunfadores estos tres últimos, en ocasiones anteriores, del mismo Premio Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral, que ahora obtuvo Adriano González León.

País Portátil en el sentido de tornadizo, voluble, que se lo llevan y se lo pueden llevar. Somos de los que lo hemos leído y no de los que interviene en mesas redondas sin conocerlo. De esos que han contribuido modestamente a que ya vaya por la 2ª edición. Nuestro defecto es que no somos críticos y no estamos autorizados a decirle si es buena, regular o mala.

Pero si podemos contarles que Andrés, último miembro de los Barazarte de Trujillo ─ciudad portátil según Oviedo y Baños─, recorre en un día Caracas desde Chacao a Catia en cumplimiento de una misión revolucionaria, con más miedo que un torero después de la primera cornada, mientras nos relata o vive otras dos novelas al mismo tiempo, lo cual no deja de ser complicado para el lector: la de su pasado inmediato en la misma capital, que parte de su iniciativa como activista político, y la del pasado remoto en Trujillo desde su bisabuelo Epifanio en 1840, pasando por su abuelo Salvador y su padre Nicolás, con las secuencias de desbarajuste familiar y económico, peso religioso y brumosa herencia cultural que son las raíces de sus miedos y de sus reacciones en ese presente inmediato de acción urbana que constituye la esencia de la novela central; demasiado abrumada por el peso excesivo de las anteriores historias, feudal y personal, perfectamente armadas y escritas pero que llegan a diluir aquella acción. En cuanto a su lenguaje, sin duda rico y personal, recogeremos la opinión de Miguel Otero Silva: “Ni Vargasllosea, ni Cortazea, ni Carlosfuentea”.

Este mozo inquieto, Adriano “Boom” González León, que se mueve en cubículos universitarios lo mismo que en las “boites” o discotecas, que aparece en  cocteles o en exposiciones sin jugar nunca el divino papel de escritor romántico o de solitario del siglo XIX, que sale con sangre y hueso y con lo de todos los días a respaldar su actitud ante el mundo porque todo es experiencia y contienda, nos ha soltado la primera novela venezolana sobre la violencia de inspiración castrista en permanente actitud crítica y nada panfletaria; una novela muy humana donde lo mismo se burla de los lugares comunes burgueses que de los revolucionarios cuando habla de “las condiciones objetivas y las condiciones subjetivas que se van haciendo tan tenues como un gato, al rozar con lentitud la piel de Delia”, ese personaje femenino tan atractivo y principal de la trama. Es todo lo contrario del escritor tarado o enfermo de tuberculosis que tanto complace a los fabricantes de mitos; es un hombre con todos sus vicios y virtudes, sus miserias y sus milagros, que a los 16 años leía a Joyce pero antes había jugado beisbol y había ido al río. Comprometido políticamente pero también espectador independiente de este mundo múltiple en que los dogmas viven fracasando. Que usa un lenguaje rico en búsquedas idiomáticas, adaptado a la acción urbana en inflexiones y términos felices o a la historia feudal con la utilización directa del habla popular, donde lo de menos son las interjecciones o las escenas sexuales que escribe lo mismo en un café que en su estudio y a quien le interesa la historia de los sumerios o de los egipcios pero toma gin-fizz en el Papagallo o en el PUB. Que considera, en fin, como Baudelaire, que “la frivolidad es una cosa muy seria”. Pequeño de estatura, con cara de niño que se hizo hombre antes de tiempo, de expresión apretada, con gruesos lentes que se le incrustan en los ojos ─ “gafijunto”─, boca que tuerce al sonreír o comentar con voz aguda y tartamudeante sucesos o situaciones, enjuiciados con agilidad e ingenio a veces cáustico y casi siempre irónico. Destacado en ocasiones como principal promotor intelectual de movimientos neodadaístas y exteriormente extravagantes, escandalosos y hasta agresivos ─necrofilia y esas cosas─ como medio de consignar su protesta o disconformidad ante una sociedad que no quiere estructurarse voluntariamente según sus dogmas o ideales, en ningún momento se liberó del compromiso con su vocación de escritor, aunque ─él lo ha dicho─ ello no se haya traducido “en escribir libros a diestra y siniestra ni en serie”. Podría definirse hoy como un escritor que ha resurgido como Jonás; pero no del vientre sino de El Techo de la Ballena.

LOS SILENCIOS DE SONIA SANOJA

Bailar no es solo abrazarse al son de una musiquita en espectáculo en que, a veces, lo único que sobra es esa música. Ni tampoco es únicamente retorcerse con violencia solos o frente a frente pero muy separados, siguiendo el ritmo “a lo gogo” de un “bugaloo”, o un “cheiky-cheiky” o un “bazzaz”, por citar lo de ultimísima hora. Se puede bailar también, aunque algunas chicas ye-ye no lo crean, a los acordes de música de Bach, de Chopin o Rachmaninoff, como siguen haciéndolo los ballestitas clásicos. Y, si se quiere estar dentro de las corrientes más actuales del arte, se puede bailar como Sonia Sanoja, sin los convencionalismos del ballet tradicional y hasta sin música propiamente dicha. Porque lo que hace esta bailarina única es equivalente y responde a los mismos lineamientos conceptuales y filosóficos de los movimientos y experiencias más trascendentes y avanzados dentro de la plástica, cuyos verdaderos sacerdotes pasaron antes por todas las etapas de formación académica y clásica, lo mismo que ella sabe bailar “de puntas” aunque ahora no las use.

Sonia Sanoja es, física y espiritualmente, una mezcla de vibrante sensualidad africana, de hierática delicadeza oriental y de sumisa feminidad indolatina, rodeada de silencios que dicen todo lo que no pueden decir las palabras. Porque es el silencio la característica fundamental de esta artista cuando baila y cuando no baila. Parecería como si hubiese sido alumna de Pitágoras, el filósofo matemático que antes de enseñar su sabiduría a los discípulos les sometía a una cura de tres años de silencio. O perteneciese a la Academia del Silencio, que no estaba precisamente en las Torres del ídem sino de Persia y a las que aspiraban a entrar todos los sabios, artistas y hombres de letras. Es su arma fundamental que acusa la principal faceta de su personalidad humana. Y resulta impresionante y angustioso el silencio de sus danzas sin música, y el silencio de sensaciones variadas cuando responden a sonidos de truenos, vientos, tempestades, oleajes, animales de la selva, máquinas trabajando o simplemente “ruidos”. Silencios con los que ella sabe expresar ─en composiciones escultóricas al “ralentí”─ todo un cumulo de emociones grabadas en el espacio de escritura precisa.

Al terminar de aplaudirla en unas de sus recientes presentaciones en la Universidad Central, coincidimos en un todo con la interpretación de Sonia y de sus danzas que nos obsequió, en exclusiva para esta columna, Rafael Pineda: “Tiene cuatro pies o cuatro manos, según deba sortear un camino o adueñárselo. Sus extremidades no radicalizan ni el gesto ni el paso, sino que los funden en una sola armonía con lo que aumentan la tensión, la organicidad, la fuerza interior del símbolo. Por eso su danza recuerda las actividades genéricas del cuerpo, las mismas que lo guiaban desde la obscuridad cerrada a la plena luz, a la posesión del mundo. Y su rostro idolátrico tiene la agudeza propia de quien, dilucidando cada movimiento físico, experimenta el supremo éxtasis de la contemplación del alma”.

RENNY OTTOLINA, MÍSTER TELEVISIÓN

El caso de Renny Ottolina no es un caso normal. Parecería que nació para la Televisión y no sabemos qué hubiese sido de él si ésta no llega a inventarse en el curso de su vida. A lo peor se hubiese quedado en bailarín, o en cantante de boleros, o en pianista, sin que podamos asegurar que en alguna de estas tres dignas actividades artísticas ─para las que indudablemente posee aptitudes, a juzgar por las ligeras demostraciones de ellas que hace a veces en su “show”─ no hubiese destacado y adquirido la fama que hoy le rodea. Para ser sinceros, nos permitimos dudarlo, ya que Renny ─que es Renny en la TV y fuera de ella─ no cultiva ese sucedáneo del cine que es la imagen completada por la palabra, ni esa especie de teatro que puede ser la palabra subrayada con la imagen ─no es un actor ni un artista de variedades─, porque lo que él hace es eso tan difícil de definir y que lleva simplemente las iniciales TV. Ese descubrimiento que para alguno sería insoportable si no tuviese el botoncito que permite apagar el aparato, y que al desaparecido Groucho Marx le sugirió este comentario: “Es un invento altamente cultural. Cada vez que alguien prende el televisor de mi casa, yo me voy a otra habitación y leo un libro”.

Como todos los hombres que triunfan y que valen, tiene Renny detractores y enemigos. Ya se sabe que el éxito es un pecado difícil de perdonar a los demás, que el que triunfa tiene que admitir la calumnia como la firma en el acta de rendición de los fracasados y que las críticas sólo pueden evitarse no haciendo nada, no diciendo nada y no siendo nadie. La verdad es que hace un espectáculo de TV que no han conseguido mejorar en el país y que es comparable a los mejores que conocemos en el mundo. Hemos dicho un “Espectáculo de TV”, y esto es algo que se consigue no sólo conociendo los secretos de montar un “show” sino dominando los de la TV. Y trabajando mucho, con enorme energía y dedicación ─en entrega total─, no dejando nada a la improvisación aunque todo deba parecer improvisado, hasta el gesto nervioso ─tan característico─ de acomodarse los anteojos una y otra vez con los dedos índice y medio. Y siendo usufructuario de una agilidad mental, un ingenio y una simpatía ante el público de las que no se compran en botica ni con receta de médico.

Claro que quien posee esas características nativas y adquiridas a fuerza de voluntad tiene cierto derecho ─nosotros se lo concedemos─ a creerse a veces árbitro en moral, en costumbres, en modas, en arte o en política. O a mostrarse soberbio. O a no perdonar ni a los críticos bien intencionados. Pero hasta para eso hay que tener gracia y Renny la tiene. Basta recordar la forma como ha llevado últimamente esos Foros con los candidatos o primeras figuras de los partidos en pugna electoral, hacia alguno de los cuales no le animaba excesiva simpatía. Pero es que posiblemente no ignora que la fórmula del fracaso consiste en darle toda la razón ─querer agradar─ a todo el mundo; ni que el secreto de éxito depende mucho de inspirar esa confianza, especie de árbol que tiene sus raíces en lo más profundo del ser como ramas que llegan a los demás como un don, ese “quid” que no puede adquirirse con dinero ni se aprende en la escuela.

Renny está entrando en esa etapa en que, después de luchar duro para ser popular, para que todo el país lo conozca, empieza a buscar la fórmula para pasar desapercibido, para poder vivir algunas horas tranquilo sin que la gente le pida de todo… hasta autógrafos. En ese momento en que no se sabe si los que le rodean a uno son amigos o simplemente adoradores de nuestro éxito, tomando como estúpida superación de alguien en algo, pero dispuestos a pisotearnos, a despedazarnos sin compasión, el día que flaqueemos. Es entonces cuando le hacemos esta radiografía que estamos seguros sabrá interpretar al trasluz, mientras se vuelve a acomodar sus grandes anteojos

GERMAN BORREGALES

UN CANDIDATO DE DERECHA

Todavía quedan idealistas en el mundo que pretenden quitarle a la política lo que tiene de la política, los cuales generalmente pertenecen a eso que suele llamarse “izquierdas”; en nuestros países, esquemáticamente y según Jiménez de Asúa, son “todos los que no están encuadrados en la estática capitalista, en el afán del patrono de tener mano de obra cada vez más barata para aumentar sus ganancias”. Claro que en estos de “izquierdas” y “derechas” hay muchos matices, desde la interpretación de “diestro” (derecho) y “siniestro” (del “sinistrum” latino) como bueno y malo, hasta calificar de conservador o reaccionario ─de “derechas” en definitiva─ al comunismo hecho gobierno, apoyándose en que los revolucionarios dedicados a la destrucción del orden capitalista, cuando lo consiguen se convierten ─o los convierten a la fuerza─ en conservadores, en sumisos defensores ─sin libertad de juicio─ de la nueva situación ─capitalismo de Estado lo llaman algunos, manteniéndola inmovible durante interminables períodos; en lugar de continuar siendo revolucionarios y rebeldes contra la misma sociedad que contribuyeran a crear. Para que no se petrifiquen las inevitables desigualdades que se producen pasada la primera armonía igualitaria, cuando dejaron de cumplir su función y frenan el progreso combatiendo aquella situación para sustituirla por otra que cree, a su vez, nuevas desigualdades, ya que evolución y desarrollo tienen que ir permanentemente unidas. Y, descendiendo de esta alta filosofía política, tampoco hay que olvidar a esos exponentes de las “izquierdas extremas” que sólo cuando no tienen nada quieren repartirlo con los demás, pero que si algún día llegan a poseer algo se convierten en los más voraces defensores de la propiedad, del capital y hasta de los intereses.

Pero nadie reconoce ser de “derechas” y se huye de ese calificativo como de la lepra. Ya otros muchos comentaristas se han hecho eco del fenómeno, que puede considerarse como característico de nuestro tiempo cuando menos por estas latitudes. Ahora, por ejemplo, no hemos oído ni leído que ningún partido ─de los que cuentan─ se defina a sí mismo con nada que no parezca “más revolucionario todavía”. Y quien habla de los partidos, habla de los candidatos, aunque otra cosa sea como los definen sus contrincantes. Por eso nos resulta tan simpático Don Germán Borregales, quien “casi” se presenta como candidato reaccionario, considera comunista a Betancourt y tiene como principal enemigo político a Caldera, por extremista. Decimos “casi” porque dado su carácter explosivo dejamos así un resquicio para defendernos cuando nos honre con alguna aclaratoria diciendo que los reaccionarios son los demás. Que este gigante de la política, como se llama Kotepa Delgado en la Sápara Panda ─en la entrevista más seria que se le ha hecho durante su brillante campaña─ a lo mejor tampoco se considera de “derechas”. Y todo lo que hace y dice corresponde a una actitud simplemente electoral, ya que él sabe, como nosotros, que en el país hay mucha gente de esa tendencia y es de justicia ofrecerles un camino para su voto representativo y tal.

DOÑA MENCA O LA SENCILLEZ

Ser Rey absoluto o Dictador resulta relativamente fácil. Todo es cuestión de sujetar en un solo engranaje y someter a un solo impulso todas las fuerzas y la vida de una sociedad, previamente “trabajada” hasta hacerla creer ─por ejemplo─ que la forma de eliminar a los ladrones ─no a los peculadores, naturalmente─ es cortándoles las manos, como hacía Ubico, el Dictador de Guatemala, que se sentía orgulloso de haber encontrado un remedio tan eficaz para disminuir delitos contra la propiedad cometidos por los que no eran sus amigos. Y de llegar a esa sociedad a la deprimente y estéril condición de adorar y desear, con sentimiento feminoide, al “hombre enérgico” que utiliza las formas de conducta que lo califican de tal y que no acepta a su lado consejeros que hayan demostrado ser más sabios que él, que le vieran en un momento de debilidad o que se atrevan a señalarle alguna falta de error. De hacer que las gentes acepten como bueno un sistema en el cual todo lo que no está prohibido es obligatorio. Y donde se cometen toda clase de crímenes contra la vida y la libertad en nombre del “bien de la comunidad”. “No vamos a dejar el país en manos de los imbéciles, a merced de los bandoleros”, han clamado siempre, a través de la historia, los grandes locos trágicos, los tiranos.

Lo difícil es gobernar en democracia, ser presidente de una República con parlamentos elegidos por sufragio universal, con opinión y prensa libres, con partidos de oposición. Este sistema es, sin duda, un escalón muy superior de civilización ciudadana, donde no se cree ya en el “hombre providencial” y en el cual ─si se aceptara la pena de muerte, en un supuesto negado─ el primer artículo de la Constitución podría decir, como sugería Ridruejo para la España post-franquista; que algún día llegará, “El que intente” salvar a la patria “será pasado por las armas”.

No somos tan ingenuos para afirmar que en Venezuela ─y en otras muchas partes civilizadas del mundo─ se haya llegado plenamente a esa etapa. Pero si decimos que no se está muy lejos de ella cuando se hace balance de la actuación de un presidente como el Dr. Leoni que se acerca al final de su período con el afecto y el respeto unánime de los venezolanos. En mucho ha contribuido a ello la simpatía, discreción y bondad humana de la primera dama, Doña Menca, cuyo nombre repite todo el pueblo. Sin alardes, sin aparecer nunca en la posición de preminencia a que tiene derecho y de la que suelen abusar las “dictadoras”, ha estado siempre al lado de los más necesitados de cariño y compresión. Es la esposa del presidente, al cual acompaña muchas veces en actos protocolares, pero es también una venezolana accesible a todos sin molestos protocolos, con una sencillez que supo trasmitir a sus hijos, los cuales intervienen en fiestas y en actos de la vida normal sin hacer notar su condición familiar, más bien deseando ser unos más a los que se busque por sí mismos. Una inteligente y gran dama que culmina cada año su colaboración con el Festival del Niño, esfuerzo notable donde impera también el criollismo espíritu igualitario y cordial, con ese ejército infantil de todos los grupos sociales alternando y disfrutando en los jardines de la residencia presidencial, abierta de par en par para ellos.

AL ÁRBOL, SOLÍCITO AMOR

La locura mayor en que puede caer un país ─o en una colectividad─ es la de solventar las diferencias de sus integrantes por medio de una guerra civil, ese frenesí suicida destructor de bienes comunes y de vidas fraternas, hoguera de odios entre quienes han de convivir después forzosamente y caldo de cultivos para viles ambiciones internacionales con ropaje proteccionista. Pero para que se pueda caer en una guerra civil es preciso que los hombres hayan llegado a un estado absoluto de desprecio por la vida, anteponiendo al respeto por ella ─que todas las religiones y morales exigen─ el deseo de hacer triunfar sus propios dogmas religiosos o políticos y de conseguir supeditar vidas y esperanzas de los demás a sus más prosaicas ambiciones materiales. Un proceso nada lento lleva a esta situación a los grupos que ya pasaron la categoría de “civilizados” y, para nosotros, su comienzo está en el no educar a los hombres desde niños a respetar a todos los seres que viven, aunque no pertenezcan al género humano. Oportuno sería que algún estudioso investigara sobre este aspecto en orden a los escondidos orígenes de la aún reciente y trágica guerra civil española que tanto interesó, y todavía interesa como fenómeno a los venezolanos.


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