Por FEDERICO PACANINS

René Augusto “Renato” Rodríguez Morales (Porlamar, 1927 – El Consejo, 2011) quizás haya sido el más irreverente de los escritores galardonados con el Premio Nacional de Literatura de nuestro país. Al sur del Equanil (1963), El Bonche (1976), La noche escuece (1985), ¡Viva la pasta! (1985), Ínsulas (1996), El embrujo del olor a huevos fritos (2008), Quanos (1997) y Tropicamentos (2011) son los libros de novelas y cuentos que apuntalan su quehacer como escritor de vida trashumante, practicante de los oficios más diversos que lo hacían subsistir al embate de ataques críticos, a veces consignados en sus obras de forma lúcida e irreverente; por decir, las feroces opiniones en su contra alistadas por él mismo Rodríguez en la contraportada de la  edición de estreno de su segunda novela, El bonche:

“Escribe muy mal” (Edmundo Aray). “No es escritor” (David Alizo). “Es loco” (Salvador Garmendia). “Es un sweetnik” (Carlo Coccioli). “Renato es de Margarita y no tiene nada que ver con los Rodríguez del Guárico” (Argenis Rodríguez). “Un improperio literario, una burla sangrienta de la literatura” (Ludovico Silva).  Uno de esos que “…tienen todo para ser escritores excelentes, menos un atributo, lo cual no deja de ser inquietante: no saben escribir. O en otras palabras, no saben de gramática, ignoran el régimen, la construcción e incluso la ortografía” (Jaime Tello).

Esa curiosa contraportada lleva el entrelíneas de una narrativa de contracultura fundada tanto en episodios de su vida bohemia en Europa o en los Estados Unidos, como en las costumbres de ciertos compatriotas escritores y críticos, para quienes viajar  a expensas del Estado era, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, una válida forma de sobrevivir y, por supuesto, de bonchar.

A continuación ofrecemos fragmentos de ¡Viva la pasta!, El embrujo del olor a huevos fritos y, por supuesto, de El bonche con su famosa línea final: “Se acabó este bonche, se me van todos pal´carajo”.

Fragmento de ¡Viva la pasta!

María llegó puntualmente, tal como era su costumbre. A su llegada, coloqué la fuente en el horno a unos 450° Fahrenheit y dejé, mientras ella y yo bebíamos un par de copas, que el calor llenara su cometido.

─¡Qué aroma más delicioso, Gennaro! ─exclamó María cuando el olor, a efectos del calor, comenzó a esparcirse.

Cuando al regresar de la cocina, después de espolvorear la preparación con queso parmesano rallado, estuve de nuevo al lado de María, ella exclamó: “¡Gennaro, ese olor es verdaderamente delicioso!

Me sentí muy a gusto, sumamente halagado si se quiere, era la primera vez que María mostraba algo más que gestos y palabras distantes, si bien corteses, por algo que yo hubiera hecho o intentado hacer en su obsequio.

Llegó al fin el momento de comer. Llamó poderosamente mi atención el apetito que mostró María en tal ocasión, así como la aprobación entusiasta que hacía a mi obra. Evité entusiasmarme más de lo debido y me mostré discreto en la creencia de que el desusado entusiasmo de María se debiera en buena parte a las numerosas copas de vino Chianti con que habíamos rociado la cena. ─“¡Delicioso, Gennaro, delicioso!” ─repetía sin cesar.

─Gennaro  ─me dijo una vez que terminamos de cenar─, ¿cuál es el nombre de este estilo de lasagne? No recuerdo haberlo probado nunca antes.

─Pues… a decir… verdad… María ─dije balbuceando─ no tiene nombre aún. No es una receta que haya aprendido. Lo preparé así por inspiración.

─¡Gennaro! ─exclamó María con gran entusiasmo─. No me digas que es tu propia creación. Tenemos que ponerle un nombre. ¿Te parecería bien que la llamáramos Lasagne a la Gennaro?

─Bueno ─dije─ está bien si así te lo parece. Yo había pensado llamarla Lasagne para María. Beethoven compuso su famosa Sonata para Elisa y como yo no soy músico no puedo componerte una Sonata. Como cocinero que soy no me queda más remedio que tratar de ablandar tu corazón con le lasagne.

María al escucharme frunció un poco el entrecejo y un intenso terror se apoderó de mí pensando que mi humorada hubiera podido echarlo todo a perder. “Es sólo una broma, María ─dije─. No te enojes, te lo ruego”.

─Gennaro ─dijo María con cálida voz y sonriendo de nuevo─, ¡nada me importa que seas napolitano! Lasciami darti un bacio!

Siempre había oído decir que el hombre tiene el corazón muy cerca del estómago, pero el súbito entusiasmo de María ante le Lasagne alla Gennaro y su maravilloso cambio hacia mí me hicieron concluir que es la mujer quien tiene el corazón muy cerca del estómago; al menos ese parecía ser el caso de María. Recordé la impasibilidad que había mantenido ante todas mis aproximaciones; la lectura de Jorge Manrique, San Juan de la Cruz, Gustavo Adolfo Bécquer, Federico García Lorca y otros poetas, que le había hecho, no provocó en ella más que una leve sonrisa de asentamiento. El hondo arrebato romántico del Adagio de Albinoni y el sentimiento místico del Canon de Pachelbel, que nunca me habían fallado, no consiguieron humedecerle los ojos. En cambio le Lasagne alla Gennaro habían producido casi un milagro. Consideré en mis soliloquios la posibilidad de que mi creación poseyera algún misterioso encanto liberador de sentimientos amorosos, y por ello, desde entonces, no vacilo en dar a mis amigos con penas de amor la receta descubierta en aquel memorable domicilio de la calle Hicks de Cobble Hill, en Brooklyn, como un medio eficaz que cualquier Elixir d´Amore.

Al lado de la deliciosa euforia que los amores con María trajeron a mi vida, sentí tomar cuerpo dentro de mí, profundo y redoblado, un infinito afán de seguir aprendiendo. No podía ofrecer indefinidamente a mi amada le Lasagne alla Gennaro. Era preciso atizar con nuevas creaciones el fuego del amor.

Fragmento de El embrujo del olor a huevos fritos

Encima de la ropa interior llevaba tan solo un pantalón y una camisa, prendas muy livianas e informales. Llevaba así mismo zapatos de goma. La brisa soplaba levemente y agitaba de forma casi imperceptible las hojas de los árboles, excepto cuando alguna ocasional ráfaga lo hacía con vigor produciendo un agradable rumor, una especie de cascabeleo, casi un murmullo de frases incomprensibles que desarrollaban en su interior una oleada de indescriptible placer.

Caminar sobre la grama con sus zapatos de goma le deparaba una maravillosa sensación; le producía una curiosa y tibia impresión de que algo en ascenso invadía sus piernas y no podía, al sentirla, ponderar acerca de la legalidad de aquel goce dado que prácticamente todo lo placentero está prohibido o es inalcanzablemente costoso; y el caminar sobre la grama, donde quiera que estuviera haciéndolo, traía siempre hacia él la certeza de que en algún lugar, tras cualquier recoco del camino, hallaría un aviso que escuetamente le espetaría la consabida frase: PROHIBIDO CAMINAR SOBRE LA GRAMA. Y no poder hallarlo siempre traía a su mente la fuerte idea de que el aviso debía haber sido destruido por los vándalos o los mal entretenidos. Si así hubiera ocurrido, se decía, deberían colocar avisos prohibiendo destruir los avisos que prohíben algo, caminar por la grama por ejemplo. Reía entonces con gran alegría. Sólo si estuviera realmente prohibido, añadía enseguida, podría ser más agradable de lo que es.

Tres fragmentos de El bonche

1.

Yo no sé por qué tiene esa manía de estarme llamando poeta si yo no soy poeta sino carpintero y él lo sabe mejor que nadie. ¿Quién le hizo los muebles que tiene en su casa? ¿No fui acaso yo? No creo que sea tan pendejo como para avergonzarse de tener un amigo carpintero porque cada vez que me presenta a sus amigos dice:

─Te presento a José, el mejor carpintero de Galilea─. No como el pendejo de Ludwig que me invita a su casa donde tiene un bonchecito porque le está dando coba a una vieja a ver si le compra un cuadro. Cuando la vieja llega se viene derechito a mí.

─¿Es Ud. el poeta? ─me pregunta de golpe y porrazo.

─ No, señora ─le contesto─, yo soy carpintero. José, el mejor carpintero de Galilea ─añado sonriendo.

─¿Cómo? ─me dice la vieja con expresión desabrida─. ¡Ludwig me dijo que usted era poeta!

─¡Es poeta! ─vino Ludwig y le dijo a la vieja─. No le haga caso, esas son poses de él.

Este Ludwig es un atrevido, me cae muy mal su actitud, se las echa de intelectual y marxista; más marxista que él soy yo que he visto todas las películas de los hermanos Marx. Quiere andar siempre metido entre intelectuales y artistas. ¿Qué derecho tiene de estarme llamando poeta? ¿Acaso cree que me halaga? Ni tanto, yo conozco a varios poetas y no les tengo envidia alguna, son en su mayoría unos pobres infelices. Ahora, que si él quiere que yo me haga pasar por poeta, lo hago para darle gusto. Pero, ¿qué vaina es esa de estarme desmintiendo delante de la gente? Mala educación y nada más. Incluso si me lo pide puedo escribirle un poemita, más aún, en inglés. Para que así pueda enseñárselo a la vieja esa que sólo sabe inglés. ¿Qué no? Pues allá te va… ¿Qué título le pongo? Pongámosle EL BONCHE ya que en lo que estamos todos es en un bonche.

EL BONCHE = THE BUNCH

(La traducción no es muy católica, pero con un poco de empeño de imaginación va).

Everybody is sitting on his own stone age

All things are brand new

Languages haven´t yet been created

at the tower of Babel

 

Matters not the awesome silence

when every fucking word means something else

I read the newspapers and ask myself

How much in God we trust?

 

Rain is all over and something is rotting

on the mount Ararat

 

While I wait for an answer

I will turn on my TV box

 

 

Cada uno está sentado en su propia edad de piedra.

Todas las cosas son completamente nuevas.

Los lenguajes no han sido todavía creados.

En la Torre de Babel.

 

Nada importa el sobrecogedor silencio,

si cada palabra hija de puta significa otra cosa.

Me leo los periódicos preguntándome.

¿Cuánta confianza tenemos en Dios?

 

Llueve a cántaros por todos lados y algo se pudre

en la cima del monte Ararat.

 

Mientras espero una respuesta

encenderé mi televisor.

2.

La grandeza es humilde como Benny Goodman. Estaba yo pintando las paredes del foyer del Little Theatre que era donde se hacía el show de David Frost donde estaba empleado. Un señor de edad portando un estuche negro golpea la puerta y yo voy a abrir.

I am one of the performers today. How can I get to the stage? ─me pregunta el caballero cortésmente

This way, sir.

El señor me da las gracias y se dirige al escenario. Yo sigo con mis brochas y mis pinturas y más tarde oigo que los músicos están ensayando BODY AND SOUL. Pero ese clarinete yo lo he oído en alguna parte. Me asomo y veo al señor del estuchito tocando. Y ¿quién podía tocar BODY AND SOUL de ese extraordinario modo sino Benny Goodman, el rey del Swing?

I am one of the performers ─me dijo, cuando cualquier otro comemierda me habría gritado arrogantemente:

Open up! open up! I am mother fucker son of a bitch open up!

Eso era lo bueno y lo mano de ese trabajo, tenía uno que estarse topando una que otra vez con gente grande y las más de las veces con comemierdas profesionales. ¿Cómo voy a olvidar al viejo Louis Armstrong con su bocaza y sus enormes ojos cuando vino al show poco antes de morir? Y viéndole allí en el escenario descubrí de repente el secreto de su encanto. El viejo nunca, cuando cantaba o tocaba, estaba trabajando, estaba haciendo lo único que su cuerpo y su espíritu le pedían y eso que era eminentemente profesional. La mayoría de los que vienen están simplemente cumpliendo un contrato de trabajo, como los tramoyistas y escenógrafos de Broadway, son operarios que no tienen nada que ver con el teatro, nunca se quedan a ver la obra. O como el comemierda de Ginsberg, que es mentado como poeta cuando lo que hace es poner en el mercado un producto industrial. ¿Acaso que no vi viento y mientras más se difundiera más feliz estaría su autor, como Machado cuando oía sus poemas incorporados a la gaya ciencia convertidos en canción? Arrecheras y más arrecheras. ¿Cómo va uno a redimirse de la sociedad de consumo escribiendo poesía si los poemas son mercancía también? En un país como USA donde el héroe nacional es millonario, o en Venezuela donde lo es un caballo ─Cañonero II─, lo que hace es incorporarse más. También vi el informe de la Meegan que le pasó Mrs. Shanks con motivo de quincuagésimo aniversario de la caída del zarismo ruso. La aparición de Kerensky en el show “was a matter of dough”, ni más ni menos que un problema de dinero, el informe no decía cuánto quería Querensky, debía ser mucho, pues no apareció. ¡Dígame eso! ¡Un personaje histórico que conmovió al mundo, parándose por unos centavos! Su paisano Igor Stravinsky como que no se le quedaba atrás, si es cierto lo que dicen por allí, que y que el monograma de sus camisas y sus pañuelos es $.

3.

Página final de El Bonche

Llegó, al cabo de no sé cuánto, a la Estación de Caño Amarillo, la misma donde hace tantísimo tiempo fue recibido triunfalmente Carlos Gardel. No había nadie esperando por mí; salgo a la calle y lo que veo me aterra. La ciudad no existe más, alguien se había llevado todos los ladrillos de la ciudad, las vigas, las baldosas de los pisos, las puertas, las planchas de yeso, las placas de mármol, los inmensos cristales, los anuncios luminosos, las señales de tránsito, los automóviles, todo, todo… Lo único que habían dejado era las tuberías, el trabajo de plomerías, los tubos para aislar la cablazón eléctrica… parecía el fin de todo. Todo se había terminado. No sabía qué había pasado, tal vez la puñetera bruja para terminar de joderme. Pero no, su poder no podía ser tan grande. ¿Dios? No sé, no sé. Camino por una selva de tubos galvanizados, tubos negros para gas, viejos tubos de plomo sin codos ni uniones, soldados con saliva de loro, tubos para desagües, para el drenaje y así. Camino y camino. No podía imaginarme qué cosa terrible había pasado. Así lo parecía. ¡Qué caray! La gente que podía verse por las calles corría yéndose desesperada, a la carrera, tratando locamente de escapar de no sé qué, espantada… El humo por todas partes aunque ninguna traza de fuego era visible y una tremenda hediondez esparcíase por doquier. El cielo lucía gris y las pocas luces que quedaban titilaban pálidas en el centro del halo violeta ribeteado de oro que desde el principio las circunvalaba, las luces, siempre, las luces…

Quise averiguar qué era lo que estaba pasando, en qué consistía la cosa tremenda y le hablé a uno que pasó corriendo a mi lado.

─¿Qué es lo que pasa aquí? ¡Ah!

─¡Tokoroc omo kofoc! ─respondió el tipo sin detenerse mirándome con los ojos vacíos, sin nada detrás.

─¡Yaguarac amañí! ─gritó otro de los fugitivos ante mi insistencia en averiguar, sin siquiera volverse a mirarme y en un instante ya era ido.

─¡Ñamagaragat atpush! ─gritó otro y desapareció.

Mi confusión era enorme, no entendía ni las frases ni las palabras ni las actitudes de esta gente. Alguien se dirigió a mí.

─¡Esguerretich manuch! ─dijo y agregó─. Ashgorrotich feliú.

Salió corriendo y mientras se alejaba a toda mecha repetía como insultándome, con ira.

─Feliú, felié… feliú, felié.

─Astig omono restech ─dijo otro que pasó a ochenta.

─¡No comprendo nada, coño! ¡No comprendo nada! grité desesperado.

El hombre se alejó y mientras desaparecía gritaba con gran furia.

─Zashp, agarrac, amuisca ─y repetía exasperado la última palabra─ amuisca, amuisca, amuisca…

Camino, me voy lejos, lo más lejos que puedo. A rato corro lo más aprisa posible y cuando alcanzo las afueras de la ciudad me encuentro un árbol grande y frondoso.

─El árbol da sombra como el cielo de flores alfombra su cálido pie.

Bajo su sombra, a su cálido pie, mientras sostengo el tronco con mi patita delgada y peluda, orino.

Se acabó este bonche, se me van todos pal’carajo.

 

                          REGATO


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