Julio Miranda / Vasco Szinetar©

Por FEDERICO PACANINS

Julio Miranda nació en La Habana el 27 de junio de 1945 y falleció en Mérida, Venezuela, el 14 de septiembre de 1998. Luego de visitar  Estados Unidos, España, Francia, Bélgica, Italia e Inglaterra, llegó a Venezuela en 1968, donde se residenció, desarrolló una extensa obra literaria y, treinta años después, murió a los 53 años de edad.

Su trabajo literario lleva el signo del emigrante que acopla oficio y tono —no exento de esa gracia corrosiva propia de la idiosincrasia cubana— a la nación que lo adopta y le da residencia creativa permanente. Miranda así abarcó la crítica de artes –con especial foco en el cine y la literatura—, la poesía, la narrativa, el ensayo, la traducción y la crónica. Unos cuarenta libros publicados evidencian la prolífica actividad desarrollada en el país, apuntalada por los títulos siguientes: Proceso a la narrativa venezolana (1975), Maquillando el cadáver de la revolución (1977), Parapoemas (1979), El poeta invisible (1981), Vida del otro (1982, Premio Conac de Poesía 1983), Anotaciones de otoño (1987), Así cualquiera puede ser poeta (1991), El cine que nos ve (1991), Sobrevivientes (1992),  Palabras sobre imágenes: 30 años del cine venezolano (1994), y los libros de cuentos El guardián del museo y Ciudad con nombre de mujer (premios de las Bienales de Literatura Mariano Picón Salas).

Ofrecemos a continuación cinco de sus Parapoemas, un fragmento de El poeta invisible, el Canto del bobo de Rock Urbano, y los cuentos “Guiso de cazón” e “Isla tan dulce”, de su libro Sobrevivientes.

De Parapoemas (1979)

estábamos la revolución y unos amigos conversando

entonces la revolución se levantó y se fue

mis amigos acabaron sus vasos

se levantaron y se fueron

yo acabé mi vaso

mi vaso se levantó y se fue

luego escribí muchos poemas

muchos


en aquellas  tabernas

donde una vez bebimos

otros repiten nuestros gestos

con precisión paródica

 

nadie nos ve: pasamos

como pájaros transparentes

su juego de máscaras limita

con la ilusión de ser impenetrable


el viejo no recuerda si es actor

o simplemente un tonto

 

aún sabe

un par de trucos con antorchas

pero al hacerlos siempre

se le queman las manos

 

y ya no quiere


ella ríe desnuda

al borde de la cama

cuando me acerco le brotan en el cuerpo flores y hojas enormes, se pone verde, avanzo entre árboles gigantes por galerías que la lluvia sacude, me ensordecen pájaros invisibles, fieras rugen, monos me lanzan frutas, encuentro un enano con una campana que me hace señas indicándome el camino. Lo sigo, salgo a un claro y allí se ríe desnuda

al borde de la cama

huele a eucalipto

tiernos alces roncos cantan


evitando en lo posible el dudoso recurso de comparar mi vida

a un cigarrillo que arde inútilmente

porque el cigarrillo no arde inútilmente

y yo sí


De El Poeta invisible (1981)

 

sabes que no hay exilio

cuando todo es exilio

 

por qué dices entonces:

¿sería bueno tener un país?

 

porque sería bueno tener un país

cuando nada fuera exilio


De Rock urbano  (1989)

 

Canto del bobo

 

rompí el televisor

buscando las muñecas

que bailaban dentro

 

tan bonitas

 

solo había

alambres

vidrios

pinchos

 

ninguna

mujer pequeñita

 

no llores hijo —dice mi madre

bobo de mierda —grita mi padre

carajito sabio —sonríe mi hermano

 

yo no entiendo

no siempre

entiendo

¿la vida es así?


De  Sobrevivientes  (1992)

Guiso de cazón

—Le das primero un hervor para que no se te quede como un chicle. ¡Niña! Atiende, pues. Deja la miradera por la ventana. ¿Qué se te perdió ahí fuera?

—Nada, mamá, es que están asaltando a una señora.

—¡Ah, pues, gran novedad! ¿Entendiste lo del hervor?

—Sí, mamá. Hervirlo un poco…

—Y luego lo vas esmechando, como la carne, ¿ves? A ver, esméchalo.

—Está caliente, mamá.

—Esmecha, pues. ¡Qué niña tan fina que me ha salido! ¿Tú te crees, mija, que yo voy a durar una eternidad en esta taguara? ¡Aprende, pues!

—Sí, mamá. Lo esmecho. Mamá, le están pegando a la señora.

—Suerte tiene si no la pinchan. A ver, ¿y qué le echamos?

—Ajo, cebolla, pimentón, perejil…

—En ese orden, okey. ¿Y el cazón?

—Bueno, cuando ya esté todo doradito.

—Remuévelo, que no se te queme. Ponle sal. ¿Y los tomates? ¿Ah, ya picaste los tomates?

—Ya voy, mamá. Está gritando, mamá.

—¿Los tomates, niña?

—Tú sabes quién, mamá, la señora.

—Bueno, tiene derecho, ¿no? Ve echando el cazón. ¿Lo esmechaste bien?

—Sí, mamá. Estará herida, mamá.

——¡Coño, cómo te pareces de entrépita a tu padre, que Dios lo tenga en la mierda! Remueve el guiso.

—Sí, mamá. ¿Y si se muere, mamá?

—La entierran, mija. ¿O te la quieres traer para acá y ponerla en una vitrina, eh?

—No juegues con eso, mamá.

—Los limones, quítales las pepas, exprímelos y ten el jugo a mano.

—¿Le ponemos cilantro, mamá?

—¿Cuántas veces te he dicho que el cilantro va al final, porque si no pierde el gusto?

—Sí, mamá. Ya no se oye a la señora, mamá.

—Con tal que se la lleven antes de que abramos. Santíguate, niña.

—Sí, mamá. ¿Le echo el limón?

—Ve echándole. ¿Cómo está de sal?

—Está bajo.

—Déjalo así, que le ponga el que quiera.

—Ahí suena la sirena.

—Bueno, monta el arroz y vete a hacer la tarea. Baja cuando te diga, eh, para ayudarme a servir. Y recuérdate, que ya te lo he dicho muchas veces, ¡no guabinees entre las mesas, que esos hombres son unos desgraciados!

—Sí, mamá. ¿No vas a probarlo?

—A ver, sí. ¡Coño, te quedó bueno! Pero ¡monta el arroz de una vez, pendejita!

—Sí, mamá.

Isla tan dulce

El tipo quería volver a Cuba.

—Ya he visto tres asesinatos —decía—. ¡En una semana!

—Pero tú vives en la Lecuna. Eso no es toda Caracas. Mírame a mí. ¿Yo estoy muerto? ¡Yo no estoy muerto!

El argumento parecía no convencerlo. Quizás yo estaba algo muerto, es verdad. Pero no tanto.

***

Lo conocí recién llegado. Un cubano vestido de cubano antiguo, todo de blanco, sorbiendo su café con la cabeza proyectada hacia delante para que ni una gota le cayera encima. Él inició la conversación, siguiéndome la mirada:

—Pura plusvalía carnal, miermano.

Y desarrolló el tema. Yo alabé, recíproco, la belleza de las cubanas. “Pero todas son milicianas, viejo”, replicó. “Si no estás integrado no quieren nada contigo”.

—Bueno, aquí lo que quieren es desintegrarte —le dije—.

—Ya sería un cambio.

***

Días después, como a las cien cervezas, me confesó que estaba sexualmente famélico. “Es un problema lingüístico. No pienses mal, chico, nada de eso. Es que no entiendo a las venezolanas, no sé lo que me dicen, lo que me piden que les haga. Y cuando lo entiendo, vaya, que ese vocabulario no me excita. ¿Tú no conoces alguna cubanita por aquí? Mira que yo cumplo. Le hago trabajo voluntario y todo”.

El tipo me caía simpático. Le di el teléfono de Caridad, una mulatica nerviosa y complaciente. Se fue de lo más contento.

***

No esperaba encontrármelo en el Museo del Teclado. “Me aburría y, total, crucé la calle”, se disculpó. Tocaba el grupo Cuero Quemao, unos muchachos de ahí mismo, de Marín. Al tipo se le iban los pies. Nada sorprendente. Lo bueno fue después: al empezar el foro inevitable, cuando me levantaba para irme, pidió la palabra. Yo casi le tapo la boca, temiendo que dijera cualquier barbaridad. Pues no. Comenzó elogiando al grupo, “tan nuestro”. Analizó “la rigurosa estructura musical” del Sóngoro cosongo. Recitó, mimando, “Sensemayá, la culebra”. Habló de los tambores batá, del “sufrimiento de  nuestros hermanos de Regla”, de la “inescrupulosa comercialización de nuestra idiosincrasia afrolatina”, de Santa Bárbara y Changó. Terminó citando a Martí, sazonado para la ocasión: Cuba y Venezuela son… De un pájaro las dos alas… Aplaudieron hasta rabiar. Casi lo alzan en hombros. Se le acercó una funcionaria del Museo: le contrataron un taller. Invitó al Cuero Quemao a tomarse unos tragos. Llevaba a la cantante del grupo por la cintura.

***

Les cambió el nombre: pasaron a ser El Son Sonoro. Como su empresario les consiguió una gira por el interior, pagada por la Cantv, mientras ellos chancleteaban por el país, él meditaba por las mañanas y hacía contactos por las tardes. Las noches eran de Caridad, “mi azabache”, “mi reina piel canela”, “las tres mulatas de fuego en un solo cuerpo”, decía.

Bautizó al mismo grupo con una segunda denominación: Combo Experimental Caraqueño. Así tuvo un subsidio para cada nombre: el primero del Conac, éste de Fundarte. Los otros seguían girando. Dictó un curso en el Ateneo: “Estructuras rítmicas de nuestra identidad”. Hubo que rechazar gente.

***

Lo perdí de vista. Me llamó cuando lo del “psicoson”, para que escribiera el folleto. “Yo tengo la labia pero me faltan letras”, decía humilde. “Dale ahí”. Prácticamente me lo dictó”; yo le iba dando forma, sobre la marcha. Seguía asombrándome. “Lo mío es Jung y Jahn”, repetía. Había leído mucho, un par de libros diarios, uno con cada ojo, supongo. “¿Pero lo del Museo?”. Le quitó importancia: “Yo era vecino del viejo Fernando Ortiz. Tomábamos café juntos”.

La nueva técnica terapeútica gustó. Una charla introductoria, un pensamiento-guía para la jornada; luego el psicosón en parejas: discos del Benny, Celia Cruz. Para terminar, sauna indiscriminada, a voluntad: había voluntad. Y dinero. “Barato no es”, admitía. “No todos pueden tenerlo todo”.

***

No paraba de evolucionar. Abrió el Centro de Investigaciones Psicomusicales y algo le cayó de la Unesco. Se tomó sus primeras vacaciones, fue a Brasil, vivió tres meses con un pai de santo. Volvió iniciado. Echaba los caracoles. Solo juraba por el panteón Yoruba. “Eso es más rico que las categorías junguianas, viejo. Hay que ir a las raíces”.

***

Se le veía cansado, tan multidisciplinario. “Es un destino”, lo asumía.

Pero también las jevas. Había superado la barrera lingüística y roto con Caridad.  “Las mujeres son como el café, tú sabes”. Pensé que se refería a alguna negra. “Óyeme: no estás en nada. Perdóname que te lo diga, pero tu señora madre te hizo mucho daño. Yemayá te domina. Sacúdete. Te estoy hablando de hombre a hombre, casi como un padre”. Me explicó el enigma: “A las mujeres hay que menearlas porque tienen el azúcar abajo. No lo olvides”.

No lo olvido, pero da igual.


***

Se compró una quintota Palos Grandes arriba, casi en la Cota. Me invitó al open house, selectísimo. Aparte, me anunció que preparaba una velada en el Teresa Carreño, “¡imagínate!”. Las Hijas de Ochún atendían a todos, infatigables, sonrientes, místicamente voluptuosas. “Mis discípulas”, dijo, picando el ojo.

—¿Y Cuba? —me atreví a preguntarle.

—¡Isla tan dulce!


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