José “Pepe” Izquierdo | Revista Centro Médico

José Benito Izquierdo Esteva (Caracas, 1887-1975), conocido como el doctor Pepe Izquierdo, fue fundador del Instituto Anatómico de la Universidad Central de Venezuela, donde realizó una reconocida labor en la enseñanza de la anatomía mediante sus peculiares habilidades como pedagogo y dibujante.

La medicina, las artes plásticas, la historia, la tauromaquia y la literatura fueron áreas en las que Pepe Izquierdo cultivó su perfil de excepcional maestro y humanista. Conocidas fueron sus investigaciones históricas a través de publicaciones dedicadas a la figura de Simón Bolívar —Simón Bolívar, reseña histórica— y el controversial estudio del año 1947 titulado El cráneo del Libertador Simón Bolívar, con novedosas ideas acerca de un cráneo hallado en la cripta de la familia Bolívar de la Catedral de Caracas. En 1949 ofreció Tratado de Tauromaquia con 81 ilustraciones originales y seis años después la novela El raspado.

Poco divulgadas han sido sus traducciones literarias. Apoyado en su dominio de varias lenguas tradujo Fausto de Johann Wolfang Goethe y La imitación de Cristo de Thomas de Kempis. En cuanto a la obra de William Shakespeare, publicó cuidadas traducciones de Hamlet (Revista Nacional de Cultura, nos. 90-93, Caracas, 1952), Julio César (Ediciones Congreso de la República, Caracas, 1971) y Otelo (Ediciones Concejo Municipal del Distrito Federal, Caracas, 1971), que fundamentan los fragmentos que a continuación ofrecemos.


HAMLET

(Acto I. Escena IV, final. Hamlet en compañía de Horacio y Marcelo, oficiales amigos del príncipe, en una plataforma del Castillo Elsinor, ven llegar al fantasma del Rey, padre de Hamlet)

Horacio: Mirad, señor mío: ¡viene!

Hamlet: Ángeles y ministros de la gracia, ¡defendednos! Seas tú un espíritu de salud o un duende condenado, traigas tus brisas del cielo o soplos del infierno, sean tus designios piadosos o malvados, en figura tan dudosa vienes que quiero interrogante. Te llamaré Hamlet, rey, padre, real danés. ¡Oh respóndeme! No me dejes estrellar en la ignorancia, si no dime por qué tus restos,  ya glorificados en el mortuorio encierro, han rasgado tu mortaja; por qué el sepulcro donde encajonado te vimos quietamente ha abierto sus fauces poderosas y marmóreas para lanzarte afuera nuevamente: ¿qué razón hay para que tú, cuerpo muerto completamente armado, así resurjas al brillo de la luna para hacer la noche odiosa y que nosotros, necios ya desde la cuna, conmovamos tan hórridamente nuestros ánimos con pensamientos a los cuales no alcanzan nuestras almas? Di, ¿por qué es eso?, ¿a qué obedece?, ¿qué debemos hacer?

(el fantasma señala a Hamlet)

Horacio: Os indica iros con él, como si solamente a vos desease imponer de algo.

Marcelo: ¡Mirad! ¡Qué cortes gesto os hace para llevaros a sitio más aparte! Pero no vayáis con él.

Horacio: No, de ningún modo.

Hamlet: No quiere hablar; por tanto he de seguirlo.

Horacio: No, mi señor.

Hamlet: ¿Por qué? ¿En qué consiste ese temor? No doy a mi vida más valor que a un alfiler; y, respecto de mi alma, ¿qué puede hacerle él, si ella, como él mismo, es inmortal? Otra vez me indica salir;  lo seguiré.

Horacio: Pero si os tienta hacia el agua, mi señor, o hacia la cumbre terrible de la roca que sobre su base hacia la mar se aboca; ¿y asume allí alguna forma horrible que pueda privar del sentido a vuestra Alteza e inducidos a la locura? Reflexionad. Sin más motivo el propio sitio causa devaneo desesperante a toda mente que contempla en el mar misterio tanto y lo escucha rugir allá en lo bajo.

Hamlet: Me hace señas todavía. Adelante; te seguiré.

Horacio: No iréis, mi señor.

Hamlet: Aparta tus manos.

Horacio: Sed juicioso, no vayáis.

Hamlet: Mi destino clama; y torna aún a la más débil fibra de este cuerpo tan dura como nervio del león nemeo.

(el fantasma hace señas)

Insiste en llamarne. Soltadme, caballeros. ¡Por el cielo! Volveré fantasma a quien me estorbe; apártense, digo. Vamos, yo te seguiré.

(salen el fantasma y Hamlet)

Horacio: Su imaginación lo desespera.

Marcelo: Sigámoslo; no es razonable obedecerle así.

Horacio: Vayamos atrás. ¿En qué parará esto?

Marcelo: Algo hay podrido en Dinamarca.

Horacio: Que el cielo lo guíe.

Marcelo: Pero sigámoslo.


JULIO CÉSAR

-Acto Segundo, escena II. Entra Calpurnia a conversar con su esposo Julio César

Calpurnia: ¿Qué te propones, César? ¿Piensas salir? Hoy no has de dar un paso fuera de tu casa.

César: César saldrá. Las amenazas contra mí solamente han sido hechas a espaldas mías; ante el rostro de César se han desvanecido.

Calpurnia: César, nunca he creído en agüeros; pero ahora me aterrorizan. Ahí adentro está uno, quien, además de lo que ya sabemos por la vista y por el oído, dice que los guardias han visto las cosas más horribles: una leona ha parido en la calle; las tumbas en bostezos han expulsado a sus muertos; fieros y fogosos guerreros en combate sobre las nubes, dispuestos por filas y en formal orden de batalla, han hecho llover sangre sobre el Capitolio; el estruendo del combate repercutía en el aire, los caballos relinchaban, gemían los hombres moribundos y los espectros aullaban y chillaban por las calles. ¡Oh, César! Todo eso es absolutamente extraordinario y me inspira temor.

César: ¿Qué puede ser evitado si su fin está determinado por los dioses poderosos? César saldrá, sin embargo, pues tales presagios se refieren al mundo en general tanto como a César.

Calpurnia: Cuando mueren mendigos no aparecen cometas y cuando mueren los príncipes los propios cielos echan llamas.

César: El cobarde muere varias veces antes de exhalar su último suspiro; el valiente nunca siente la muerte sino una vez. Entre todas las maravillas de que he oído hablar, ninguna me parece más extraña del temor de los hombres en presencia de la muerte, necesario fin que llegará cuando haya de llegar.

***

-Acto Tercero. Escena II. Roma. El Foro. Llega Marco Antonio impuesto de la muerte de Julio César.

Antonio: Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oído. Vengo a dar sepultura a César, no a elogiarlo. Sobrevive a los hombres lo malo que hayan hecho y lo bueno es frecuentemente sepultado con sus restos; dejemos, pues, que suceda así con César. El noble Bruto os ha dicho que César era un ambicioso; si así era, grave era la falta y César la ha expiado gravemente. Aquí, con la venia de Bruto y los demás, pues Bruto es un hombre honorable como también sois todos vosotros, vengo a hablar en el funeral de César. Él era mi amigo, leal y ecuánime; pero Bruto lo acusa de ambición y Bruto es un hombre honorable.

César trajo a Roma muchos cautivos cuyos rescates colmaron las arcas públicas; ¿denotaba esa ambición en César? Cuando los pobres clamaban, César lloraba; la ambición hubiera sido propia de un corazón duro, pero Bruto dice que César era ambicioso y Bruto es un hombre honorable. Tres veces, durante las Lupercales, me visteis ofrecer a César una corona real y tres veces lo visteis rechazarla. ¿Significaba eso ambición?  Sin embargo, Bruto lo acusa de ambición y Bruto es, ciertamente, un hombre honorable. No hablo aquí para impugnar lo que Bruto dijo, sino para decir lo que yo sé. No sin motivo amasteis a César todos vosotros; ¿qué motivo, pues, os impide ahora enlutaros por él? ¡Oh juicio! ¡Has huido hacia las bestias irracionales y los hombres han perdido la razón!

Dispensadme, mi corazón está ahí en el ataúd con César y debo esperar hasta que vuelva a mí.


OTELO

-Acto Primero. Escena I. Una Calle. Entran Rodrigo y Yago

Rodrigo: (refiriéndose a Otelo a su resentido lugarteniente, Yago) ¡Por el cielo! Yo hubiera preferido ser su verdugo.

Yago: Pero no hay remedio; es la maldición del servicio. El ascenso está subordinado a recomendaciones y simpatías, no a la antigüedad de las gradaciones según la cual la preferencia ha de corresponder, como por herencia, a quien siga inmediatamente al que ejerce el cargo respectivo. Ahora, señor, juzgad vos mismo si dentro de los términos de la justicia deba yo sentir afecto al Moro.

Rodrigo: Entonces yo sería seguidor suyo.

Yago: ¡Oh, señor! Despreocupaos: yo sigo en espera de mi turno contra él.  No todos podemos ser dueños ni todos los dueños merecen ser seguidos fielmente. Observareis muchos pícaros, dóciles y prestos para doblar las rodillas gozosos en prodigar los obsequios de su propia esclavitud, en lo cual malgastan su tiempo así como el asno que de su dueño recibe forraje y nada más hasta que finalmente es botado cuando envejece;  azotad a semejantes bribones. Otros hay que, adaptados a la formalidad y a la apariencia, en su intimidad se mantienen siempre preocupados por sí mismos y dan a sus señores simples muestras de interés por servirles; ojalá puedan medrar así y se rindan homenaje mutuamente cuando se revistan con sus togas. Estos individuos tienen un carácter especial y yo mismo lo comparto porque, señor, tan ciertamente yo soy Rodrigo, como que si yo fuese el moro no sería Yago.  Cuando le sirvo, a mí mismo me sirvo;  y júzqueme el Cielo, no le sirvo por afecto ni por sincero acatamiento, sino por apariencia según mi intención particular, pues, si en mis acciones externas yo denotare el natural y verdadero estado de mi corazón cuando las cumplo, poco tiempo transcurriría sin que yo pusiese en una de mis mangas para entregarlo al picoteo de palomas.

Yo no soy lo que puedan pensar.

***

-Quinto Acto. Escena final. Entran Ludovico, Montano, Cassio llevado en camilla y oficiales con Yago prisionero.

Otelo: Sosegaos;  una o dos palabras antes de que os vayáis.  He prestado servicios al Estado y ellos lo saben; basta con eso. Os ruego que cuando en vuestras cartas relatéis estos infortunados hechos, digáis de mí lo que soy, sin aminoración alguna y sin adiciones maliciosas. Entonces deberéis hablar de un hombre que amó no solamente con método, sino con demasiado afecto; de un hombre a quien los celos no cegaron fácilmente, sino cuando lo sumieron en extrema perplejidad; de un hombre que como el indio vil, botó con sus manos una perla más valiosa que toda su tribu; de un hombre cuyos ojos alelados, aunque no acostumbrados a verter lágrimas, las vertieron tan prontamente como esos árboles de Arabia que derraman una goma medicinal. Anotad eso y, además, decid que en Alepo una vez cuando un maligno Turco de turbante aporreaba a un veneciano y denigraba del Estado, agarré por la garganta a ese perro circunciso y lo maté así (Otelo se clava el puñal).


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