Los libros posteriores a Compañeros de viajes y otros relatos de Orlando Araujo posiblemente no recibieron el reconocimiento que merecían / El perro y la rana

Por FEDERICO PACANINS 

Orlando Araujo (Calderas, Barinas, 1928 – Caracas, 1987). Narrador, economista, profesor universitario, ensayista, y crítico literario. La publicación de Compañero de viaje y otros relatos (1970) dio cuenta de una importante actividad literaria, reconocida en 1972 con el Premio Municipal de Prosa y en 1975 con el Premio Nacional de Literatura. Sin embargo, algunas de sus obras literarias posteriores no han tenido la difusión y el reconocimiento crítico que acaso pudieran merecer. Los cuentos y ejercicios de prosa poética ofrecidos a continuación provienen de dos de sus libros menos conocidos: Cartas a Sebastián para que no me olvide (1993) y Siete cuentos (1977).

Pórtico a  Cartas a Sebastián para que no me olvide

Un libro es un pájaro que canta fuera de la jaula, sobre un río, en la montaña o en el desvelo de tus madrugadas.

Carta del día y de la noche

La tierra es un animal blanco, azul y verde que danza frente a la luz del sol.

Sobre sus lomos lleva mares, ríos, montes, hombres, animales, ciudades. Es como una ballena del espacio. El espacio es el mar que no termina nunca.

Nadando en el espacio, en busca de la luz, la espalda de la tierra se oscurece cuando el sol ilumina la barriga; y la barriga de la tierra se oscurece cuando el sol, en el girar de la ballena, alumbra y calienta la espalda fría que se oscureció.

El dia y la noche es un ir y volver sobre uno mismo.

La noche da miedo al hombre y a los árboles enamorados de la luz; pero la noche despierta y alegra la luna, las estrellas y los animales nocturnos de ojos verticales cuyo día es la oscura sombra de la noche. Allí juegan, corren, vuelan, cantan y hacen el amor.

El día despierta al hombre y a los árboles. Es bello el perfil de una montaña que amanece, el canto lejano de los gallos, la conversación de los pájaros del mundo. El hombre siente que las fuentes y los ríos y el mar también despiertan.

¿Dormirá Dios acaso? El sol no duerme, ni los astros, ni la tierra. No duermen porque siempre andan en su totalidad despiertos. A la tierra se le duerme una pierna cuando se despierta la otra, y la pobre anda desvelada cojeando entre la luz y la sombra en un largo camino por el universo.

Dios ni duerme ni tiene vacaciones.

Pobre Dios entre las noches y los días.

Retrato de un artista

Había una vez, en un pueblo lejano, un hombre que tenía un río y una casa, pintada de santos. Tocaba el viejo armonio de la iglesia y tenía unos bigotes color de luna, que le tocaban las cejas color de noche.

Se llamaba don Germán Jerez y aparte del río y de la casa tenía un clarinete, un violín, un burro y una mujer.

La mujer se llamaba doña Angustias, el burro no tenía nombre pero tenía una enjalma, algo así como una montura o silla de lona sobre la cual, junto al clarinete y al violín, amarró la urna de doña Angustias cuando la llevó solito al cementerio.

Después don Germán se puso a tocar un acordeón que nadie en el pueblo conocía. Lo tocó una noche en que la luna daba luz de hojas de yagrumos.

Toda la gente del pueblo fue despertando con aquella música que no había escuchado nunca. Prendieron velas, abrieron las ventanas, llamaron al cura, repicaron las campanas, celebraron un Te Deum, algo así como una acción de gracias a Dios por una música celestial que todos escuchaban sin saber de dónde venía.

Don Germán debajo del puente, tocaba el acordeón, bebía un vino de palmeras y se secaba el sudor de los ojos.

1935

Era una misa de aguinaldos, cuando la iglesia todavía estaba en pie e iluminada. Víctor Chiquito, el hombre que tenía la papera más grande desde las afueras de Escorá hasta Altamira de Cáceres, se daba golpes de pecho a tres reclinatorios del sitio donde Sebastián Araujo no se arrodillaba por andar estrenando flux de casimir azul marino. Entonces el padre Parra, un cura de leontina y botas de oro, dijo: in unum Deo y todos comenzaron a salir al altozano. Hacía mucha madrugada y poco frío.

-salud, Víctor Chiquito.

-Salud, Don.

-Págueme la vaca que me debe.

-Entual… no tengo como, espéreme un tantico más, don Sebas.

-Son treinta pesos. Usted sabe.

-Y yo no cargo sino doce.

-Pues démelos y no me debe nada.

Tres días después era nochebuena. Víctor Chiquito, en la casa de terrones, y antes de que la vela se apagara, se comía una hallaca de caraotas mientras les decía a los hijos, para que siempre recordaran:

-Sepan y entiendan que don Sebas los mantiene a ustedes: si beben lechita y comen cuajada es porque me fió la vaca y después apenitas me cobró la mitad.

A entrambas horas, don Sebas, en su casa del pueblo, también comía su hallaca de gallina a luz de lámpara de carburo, y aleccionaba a sus hijos:

-Sepan y entiendan que Víctor Chiquito es hombre cabal: me pagó la vaca y de contado, justo cuando se acaba de morir el general Gómez y  nadie paga nada.

¿Cómo termina un libro?

No estoy seguro, pero siempre  los veo terminar como al principio.

Cuando cierras una puerta, muy probablemente cierras una casa y abres una calle, cierras una calle y abres un camino, cierras un camino y estás abriendo lo que no conoces.


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