Llevo días pensando en escribir sobre las “ruinas”. Hace ya semanas me topé con un libro, ante el cual, por alguna razón irrazonable, no pude resistirme. Se trata de un libro de un fotógrafo, Jonathan Jimenez, titulado: Naturalia. Reclaimed by Nature. En él muestra un compendio de imágenes de lugares baldíos, edificios roídos, muros derrumbados, estructuras arquitectónicas destruidas, piedras, ruinas retomadas por la naturaleza. “Reclamadas”, según el autor, por la naturaleza. Muestra los vestigios, las señales de decrepitud de diversos lugares invadidos por matorrales, por hierbas, plantas trepadoras. Ruinas envueltas en un bosque de verdor.

En la lectura del prefacio encontré una amplia referencia al libro Les ruines ou méditation sur les révolutions des empires de Constantin François de Chassebouef, Comte de Volney, publicado en Ginebra en 1791. Para Volney las ruinas eran instrumentos para comprender el pasado tanto como el futuro. Permitían meditar sobre la condición humana y el significado de la historia. Revoluciones pasadas anunciaban aquellas por venir; y el estudio de ruinas no era para él más que una melancólica meditación comparativa de la historia de la humanidad. “[…] el hombre toma asiento donde descansan las cenizas de otros hombres”.

“¡Salve, ruinas solitarias, sepulcros sacrosantos, muros silenciosos! a vosotros invoco, a vosotros dirijo mis plegarias. ¡Si, mientras que vuestro aspecto repele con terror secreto las miradas del vulgo, mi corazón encuentra, al contemplaros, el encanto de los sentimientos profundos y de las ideas elevadas! ¡Cuántas útiles lecciones, cuántas reflexiones patéticas o fuertes ofrecéis al espíritu que os sabe consultar! Cuando la tierra entera, esclavizada, enmudecía a los pies de los tiranos, vosotras proclamabais ya las verdades que detestan; y confundiendo las reliquias de los reyes con las del último esclavo, atestiguabais el santo dogma de la igualdad. En vuestro tétrico recinto es donde yo, amante solitario de la libertad, he visto aparecer su genio, no tal como se lo representa el vulgo insensato, armado de teas y puñales, sino con el aspecto augusto de la justicia, teniendo en sus manos la balanza sagrada en que se pesan las acciones de los mortales en las puertas de la eternidad.

¡Oh sepulcros! ¡cuántas virtudes poseéis! Vosotros espantáis los tiranos; vosotros emponzoñáis secretamente sus placeres impíos, haciéndoles huir de vuestra incorruptible presencia, y cobardes, levantan lejos de vosotros sus altivos palacios. Vosotros castigáis al opresor poderoso; vosotros arrebatáis el oro al juez prevaricador, y vengáis al infeliz despojado por su rapacidad; vosotros compensáis las privaciones del pobre, llenando de zozobras el fausto del rico; vosotros consoláis al desdichado ofreciéndole el último asilo; vosotros, en fin, dais al alma aquel justo equilibrio de fuerza y sensibilidad que constituye la sabiduría, la ciencia de la vida. Al considerar que es preciso restituíroslo todo, el hombre reflexivo no se afana por vanas ostentaciones o inútiles riquezas; contiene su corazón en los límites de la equidad; y como es fuerza que llena su destino, emplea los instantes de su vida y disfruta los bienes que le han sido dispensados. Así ¡oh tumbas respetables! ponéis un freno saludable a la vehemencia impetuosa de las pasiones. […]

¡Oh ruinas! volveré a visitaros para tomar vuestras lecciones; me colocaré en la paz de vuestras soledades; y allí, alejado del espectáculo aflictivo de las pasiones, amaré a los hombres por mis gratas memorias; me ocuparé en su felicidad, y la mía consistirá en la idea de haber adelantado la era venturosa de la humanidad.

¡Aquí, decía yo, aquí floreció en otro tiempo una ciudad opulenta, aquí existió un imperio poderoso! Sí, en estos mismos lugares, ahora tan desiertos, una multitud de vivientes animaba en otros tiempos su recinto; un gentío inmenso circulaba entonces por estos caminos, tan tristes al presente y solitarios. En estos muros, donde reina hoy tan tétrico silencio, resonaron el eco de las artes y los gritos alegres de las festividades públicas; estos mármoles amontonados formaban palacios bien construidos; estas columnas derribadas adornaban la majestad de los templos; estas galerías destruidas rodeaban las plazas públicas. Aquí concurría un pueblo numeroso a llenar los deberes respetables de su culto, y atender a los cuidados importantes de su propia subsistencia. Allí una industria creadora de comodidades atraía las riquezas de todos los climas, y se veía cambiar la púrpura de Tiro por el precioso hilo de Sérica, los delicados tejidos de Cachemir por los fastuosos tapices de la Lidia, el ámbar del Báltico por las perlas y los perfumes árabes, y el oro de Ofir por el estaño de Tuléa” (1).

Ya cientos de años antes, en el siglo 1 a.C. había cantado Lucrecio en su poema, De la naturaleza de las cosas, acerca del orden cíclico de renovación y decadencia:

“Así también los cercos del gran todo

Por todas partes se vendrán abajo,

Reducidos a pútridas ruinas;

Porque todos los cuerpos necesitan

Ser con los alimentos reparados,

Renovados también, y sostenidos:

En vano es todo, porque los conductos

Por donde el sustento pasa, no están siempre

Aptos a recibir lo necesario,

Ni la naturaleza suministra

Todo lo que hace falta. Y ya arrugado

De vejez está el mundo, y tan cansada

La tierra, que no pare más que apenas

Ruines animales, la que un tiempo

Parió fecunda todas las especies,

Y dio robustos cuerpos a la fieras” (2).

Según él, la tierra está hecha de construcciones y destrucciones en perpetuas revoluciones, en combate de fuerzas antagónicas. La tierra se compone de ruinas, lleva en sí el estigma de innumerables catástrofes y largos procesos de sedimentación.

Bajo un tenor similar, tuve la oportunidad de asistir hace pocos días a la proyección de una película griega titulada Agelastos Petra (Piedra triste, 2000). Oscilando entre una especie de diario cinematográfico y un documental, el cineasta Filippos Koutsaftis filma durante doce años, 1988 a 2000, la ciudad de Eleusis. Una ciudad industrial situada a unos veinte kilómetros de Atenas, ligada desde los tiempos remotos a uno de los mitos más importantes de la antigüedad, el de Deméter, diosa de la agricultura y de la fertilidad, y su hija Kore-Perséfone. A lo largo de milenios, Eleusis fue el centro espiritual más relevante de la antigüedad griega. Los famosos misterios, celebrados allí, estuvieron referidos al ciclo de la vida. Otorgaban a los iniciados el espíritu, la sabiduría, para afrontar la muerte con serenidad y beatitud. Es en Eleusis donde, cuenta la leyenda, se cultivaron por primera vez los cereales, dones de la diosa a sus habitantes, y es también allí donde se desarrollaron las primeras grandes industrias griegas, trayendo consecuencias desastrosas a la región y al santuario. Filippos Koutsaftis filma como un pelegrino, observa las actividades cotidianas, modestas y grandiosas, descubre testimonios de la cara oculta, la faz antigua incrustada en los muros de la vida contemporánea.

Las imágenes muestran las búsquedas arqueológicas, los trozos de objetos descompuestos adosados a las piedras, a la profundidad de la tierra y del tiempo. Durante los doce años de la filmación en Eleusis se observa la destrucción, el desmontaje, de las piedras, de los sitios, los ritos, los nombres, los gestos de los hombres. Las imágenes para mí más impactantes fueron las de un gigante brazo mecánico, de un bulldozer, una aplanadora que derrumba casas viejas, vestigios antiguos, que terraplana para construir nuevos inmuebles. Objetos desenterrados y re-enterrados. Cosas destruidas ante –o contra– cosas construidas. Los bulldozer demuelen, destruyen, arrasan. Dice Georges Didi-Huberman sobre la película: “Yo veo su película como un largo poema, pero ¿cómo no verlo también como un poema de una muy larga guerra que el hombre no cesa de llevar contra sí mismo? Es insuficiente decir que el tiempo destruye todas las cosas y conduce todas las cosas a la ruina: hay que decir también cuánto el hombre le presta su mano fuerte de manera espectacularmente cruel y obstinada”. Añade: “Es entonces una pregunta polémica, una pregunta política la que hace su película, dentro de un montaje tan poético”.

La película muestra los sitios arqueológicos, y la ciudad contemporánea, los anuncios publicitarios, la autopista que pasa por el medio, es decir lo que fuera la Vía Sacra de Eleusis adaptada a las necesidades de una nueva sociedad. Los gestos de los habitantes, los oficios que han desaparecido. Se observa la resistencia de las piedras, un sarcófago de mármol a medio excavar sobre el cual una niña pequeña juega; la resistencia de los gestos, en las procesiones religiosas, las ninfas de hoy día que son las jóvenes que trabajan en los restaurantes; la resistencia activa, en las protestas contra la política industrial. Para Didi-Huberman, el personaje más central es a la vez el más marginal: un indigente, un vagabundo, un santo, un justo, un loco solitario… que deambula por su ciudad. Es él quien establece un vínculo entre la resistencia de las piedras y la resistencia de los gestos. La película traduce en sus imágenes la dinámica de la sedimentación y del movimiento de las profundidades. Se despliega como una memoria del lugar tanto como un canto fúnebre.

En estos tiempos, como venezolana, es muy difícil no referir, relacionar, confrontar lo que veo, leo, observo con aquello que me roe el alma: la destrucción del país. Vi la desmesura del acoso del poder en las imágenes del gigante brazo mecánico de una aplanadora arrasando con un edificio; observé el desconcierto de tantos venezolanos en la figura de un vagabundo que deambula anclado a su lugar en el mundo; sentí la triste desolación en las fotografías de ruinas cubiertas de vegetación, la omnipresente naturaleza como única sobreviviente de una debacle; deseé castigo para los responsables de tanta hambre y miseria, como les alcanzó su destino a los obscenos pretendientes que abusaron de los bienes y la hacienda de Odiseo durante su largo retorno a Ítaca.

El verbo “ruere” fue una palabra usada para describir a los pueblos que caían bajo el ataque de victoriosos enemigos. Y está en el origen en latín de “ruina”: acción de caer o destruirse algo / pérdida grande de bienes de fortuna / destrozo, perdición, decadencia y caimiento de una persona, familia, comunidad o Estado / restos de uno o más edificios arruinados / causa de la ruina física o moral de una persona, familia, comunidad o Estado.

Hallándose Volnay cerca de Palmira, recorría provincias que en otro tiempo formaron reinos de Egipto y de Siria. Entre palabras de profunda melancolía, enuncia cómo, gracias a la resistencia de las piedras al paso del tiempo, ellas se convierten en los testigos críticos del comportamiento de las sociedades y de sus soberanos.

“¡Y ahora he aquí lo que existe de una ciudad tan poderosa; un lúgubre esqueleto! He aquí lo que queda de una vasta dominación: ¡un recuerdo confuso y vano! Al concurso estrepitoso que se reunía bajo estos pórticos, ha sucedido una soledad de muerte. El silencio de las tumbas reemplaza ahora al bullicio de las plazas públicas. La opulencia de una ciudad de comercio se ha cambiado en una miseria horrorosa. Los palacios de los reyes se han convertido en guaridas de fieras; son los templos establos de los ganados, y los reptiles inmundos habitan los altares de los Dioses… ¡Ah! ¡cómo se ha eclipsado tanta gloria!… ¡Cómo se han anonadado tantos afanes!… ¡De este modo perecen las obras de los hombres! ¡De este modo sucumben los imperios y las naciones! […]

¡Ah! ¡y cuán injustamente acusáis a la suerte y a la Divinidad! Es una sinrazón atribuir a Dios la causa de vuestros infortunios. Decid, raza perversa e hipócrita; si estos lugares están desolados, y si estas ciudades poderosas se han convertido en soledades, ¿es acaso Dios el que ha promovido su ruina? ¿Es su mano la que destruyó estas murallas, derribó estos templos y mutiló estas columnas; o es la mano asoladora del hombre? ¿Es el brazo de Dios el que pasó a cuchillo a los pueblos, y puso fuego a las mieses, arrancó los árboles y taló los campos; o fue el brazo del hombre furibundo?… Cuando después de la devastación de las cosechas sobrevino el hambre […]” (3).

Recuerdo unas palabras que le dirigí a un amigo al volver a Caracas hace algunos meses: El valle está seco, mustio, apagado. La ciudad luce abatida, cansada, con cierta luz, pero sin brillo. Seco, todo muy seco. Triste. Ayer tarde y esta mañana un espesor blanquecino cubre la atmósfera. El país agoniza en la oscuridad.

Mas, todo es perecedero. Mutable. Las ruinas pueden ser vistas como ambos: el final y el principio de las cosas. Para mi país arruinado, invoco vehemente los misterios eleusinos, los que utilizaban como ejemplo el mismo grano de cereal, que muere dentro de la tierra para dar vida a una nueva planta que renace a la luz de la primavera. Este mito confirmaba la visión cíclica de la vida. Si la consigna fue Patria, socialismo o muerte, no debemos olvidar que la muerte, como parte del ciclo de la vida, siempre anuncia un renacimiento.

Helena Arellano Mayz

16.ix.2018

21h

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Notas

(1) C.F. Volnay, Las ruinas o meditación sobre las revoluciones de los imperios, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999.

(2) Tito Lucrecio Caro, De la naturaleza de las cosas, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Biblioteca Clásica, Madrid, 1918.

(3) C.F. Volnay, Op. cit.


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