Testigo de uno de los periodos más sobresalientes de la historia arquitectónica en América Latina, la herencia del modernismo de mediados del siglo pasado es también un poderoso testimonio de los trastornos sociales y políticos que la modernidad ocasionó en la región. Si bien el diseño urbano reflejó materialmente el desarrollo del área, tanto la urbanización desigual del siglo XX como el acelerado crecimiento de la población, aunados a economías en constante convulsión, iban en contra de la planificación moderna. En consecuencia, estos diseños icónicos fueron socavados repetidamente por reveses coyunturales y un alto grado de precariedad, forzándolos a tomar cursos inesperados y convertirse en lo que Michel Foucault calificó de heterotopías: “otros espacios” impredecibles en los que funciones opuestas y realidades heterogéneas convergen en el mismo lugar. Las múltiples secuelas de los procesos modernizadores desviaron los destinos originales de hitos mundialmente famosos del modernismo latinoamericano, los cuales se encuentran hoy en día en condiciones completamente contrarias a su ímpetu futurista inicial, convertidos en espacios forajidos o abiertamente en ruinas de la modernidad.

Sobran los ejemplos de estos grandes íconos venidos a menos. Desde el comienzo de su construcción en los años sesenta, Brasilia encarnó la paradójica superposición entre arquitectura formal e informal que caracteriza a la modernidad urbana en América Latina. Además de verter concreto en los moldes de la recién inaugurada capital brasileña, la nueva mano de obra –o candagos, como se llamó a los obreros migrantes– levantó sus propias chozas improvisadas, creando una metrópolis extensiva que contradecía el diseño verticalista de la “utopía modelo” de Brasilia. En otros sitios emblemáticos, las fracturas políticas socavaron los diseños vanguardistas. La escala monumental del proyecto de vivienda de Tlatelolco, en la Ciudad de México, estaba en sintonía con la narrativa de rápido crecimiento económico denominada el “Milagro Mexicano”, así como con el espectáculo del Estado organizado alrededor de los Juegos Olímpicos de 1968. Sin embargo, aún antes de que comenzaran los juegos, Tlatelolco fue el escenario de un episodio de violencia extrema cuando el ejército y la policía masacraron a cientos de estudiantes que manifestaban allí para exigir el ejercicio de sus derechos democráticos. En Santiago de Chile, el inconcluso y abandonado Hospital Ochagavía, cuya construcción comenzó en 1971 durante el mandato del presidente socialista Salvador Allende, permanece hasta hoy como un residuo del golpe militar que descarriló a un gobierno democrático y convirtió al país en un laboratorio para el neoliberalismo.

A medida que se asienta el polvo del siglo pasado, la importancia de salvaguardar los restos de estos sitios controversiales u olvidados se hace más evidente que nunca. Comprender la utopía de la modernidad a través de sus rastros, como Walter Benjamin propusiera hace ya un siglo, nos permite estudiar los procesos históricos y los fenómenos urbanos sin reducir sus singularidades y contradicciones. Por otra parte, la transición del siglo XX al siglo XXI dio lugar a una reevaluación de los logros y fracasos del primero, poniendo de manifiesto el carácter subjetivo de una modernidad que Occidente dio por sentada como modelo unificador y monolítico de carácter universal. Los debates recientes sobre la modernidad han ampliado el alcance de esta para abarcar aquellas regiones previamente excluidas de dicho modelo hegemónico, abordando las modernidades alternativas generadas en el Sur Global. En este contexto, las “ruinas vivientes” de América Latina ofrecen la oportunidad de reevaluar una cultura moderna formada tanto por el exceso material y la rápida obsolescencia, como por periodos de rápido crecimiento económico alternados con caídas drásticas y una extrema pobreza urbana. Incompletas y degradadas, ignoradas y olvidadas incluso por aquellos que viven junto a ellas, las ruinas de la modernidad parecen estar perdidas en el tiempo. Sin embargo, más que una historia finita, estos remanentes urbanos pueden ser un punto de partida para preguntarse cómo y por qué los proyectos y procesos de la modernización se desvían de sus trayectorias originales.

Ruina espiral de Caracas

Caracas es el hogar de una paradigmática ruina moderna. Construido a finales de los años cincuenta como un faro del desarrollo capitalista privado y el consumo, El Helicoide de la Roca Tarpeya fue diseñado por los arquitectos Jorge Romero Gutiérrez, Pedro Neuberger y Dirk Bornhorst para ser un centro comercial vial en forma de espiral. Tras desarrollar el terreno escarpado y rocoso de la Roca Tarpeya, El Helicoide con su rampa de concreto de 2,5 millas en doble hélice hubiera tenido 300 tiendas, así como salas de exhibición e instalaciones de entretenimiento accesibles por automóvil. El proyecto representaba cabalmente la efervescencia económica y cultural de la década de los cincuenta en Caracas, la cual atrajo luminarias internacionales de la arquitectura y el urbanismo, beneficiándose del contexto estable y próspero producido por el cóctel del boom petrolero venezolano de mediados de siglo y la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958). Asimismo, la forma peculiar y el volumen monumental de esta estructura sin par generaron gran admiración en Estados Unidos y Europa, contribuyendo a la creciente reputación de Caracas como una moderna capital latinoamericana.

Al igual que el diseño y la construcción de El Helicoide, su promoción y ventas fueron también muy innovadores: los arquitectos se lanzaron a vender lotes y tiendas “en verde” para financiar los trabajos de remoción de tierra que comenzaron en 1957. Sin embargo, el proyecto falló pocos meses antes de ser terminado, en medio del desbarajuste ocasionado por la caída de la dictadura militar en enero de 1958 y su impacto en los sectores comercial e industrial. Pese a la creación de un plan de contingencia para llevar el proyecto a buen término, su construcción se detuvo definitivamente en 1961 y las rampas espirales de concreto fueron relegadas al trasfondo de la ciudad, dejando el edificio erróneamente estigmatizado como otro proyecto faraónico más de una dictadura que había utilizado la arquitectura de vanguardia para proyectar una imagen moderna y positiva. Durante las décadas siguientes se hicieron innumerables esfuerzos, tanto privados como públicos, para recuperar El Helicoide. Sin embargo, hasta la fecha el edificio solo ha tenido dos usos de largo plazo. Después de asumir legalmente la estructura en 1975, el Estado venezolano ordenó que la estructura fuera utilizada como refugio temporal para víctimas de las inundaciones de 1979, creando un asentamiento ad hoc que llegó a albergar a unas diez mil personas que fueron desalojadas en 1982. Pocos años después, en 1985, el lugar se convirtió en sede de las fuerzas de seguridad del Estado y sitio de reclusión, principalmente para presos políticos.

El estatus paradójico de El Helicoide como ruina viviente, es decir, un sitio a la vez medio abandonado y medio ocupado, se entiende mejor como algo más que la suma de sus partes. Producto de los modelos geopolíticos y desarrollistas de mediados del siglo XX, el edificio ofrece un ejemplo incomparable de las consecuencias de adoptar la cultura de consumo estadounidense como ideal de progreso social. Al mismo tiempo, proporciona un caso de estudio sobre las fricciones entre la arquitectura monumental y la precariedad urbana, las cuales surgieron simultáneamente a medida que la figura futurista de El Helicoide se fue formando sobre las crecientes comunidades marginales del centro-oeste de Caracas. El estancamiento de la construcción del edificio y el cerco que levantaron gradualmente a su alrededor los barrios adyacentes muestran cómo los paradigmas del desarrollo acelerado son propensos a producir consecuencias inesperadas. Además, plantea interrogantes sobre los factores estructurales que alimentaron, pero también frenaron, los sueños de una modernidad instantánea en Venezuela.

Topografías informales de la petromodernidad

El olvido de las ruinas urbanas por parte de la conciencia pública sugiere que el discurso del progreso se basa en evadir o ignorar aquellos edificios con devenires problemáticos. En Venezuela, una nación petrolera moderna que intentó adherirse aceleradamente al desarrollo primermundista, estos edificios demuestran lo errónea de la llamada “Tesis del Excepcionalismo” según la cual, gracias a la combinación de riqueza petrolera y una democracia relativamente estable durante la segunda mitad del siglo XX, el país era la excepción a las dictaduras caudillistas en América Latina.

Durante buena parte del siglo pasado, Venezuela estuvo atrapada en el dilema típico de las economías petroleras, posicionándose como una economía fuerte gracias a flujos de petróleo y de capital trasnacional. Impulsado por el boom petrolero y la recuperación económica posterior a la Segunda Guerra Mundial, los cuales convirtieron a este país caribeño en un centro de experimentación modernista, El Helicoide se transformó en un espectacular emblema del intento de implementar la cultura moderna de consumo en Caracas y catapultar a la sociedad venezolana al desarrollo del “Primer Mundo”. Sin embargo, y a pesar de su prometedor comienzo, el edificio representa también lo que Stephanie LeMenager ha llamado “petromodernidad”, una modernidad alimentada y marcada por la industria del petróleo, cuyos ciclos altamente imprevisibles interrumpen hasta los planes mejor armados. Esta condición se ve exacerbada en Venezuela por una falta crónica de continuidad y mantenimiento. En consecuencia, el edificio ha sido víctima de los embates de una modernidad sumamente irregular, que cambia de velocidad y escala de acuerdo a las diferentes administraciones gubernamentales y fortunas económicas nacionales –estas últimas particularmente fastuosas durante el boom petrolero de los años setenta. Dejado a la deriva durante la transición a la democracia que siguió a una década de dictadura militar, El Helicoide fue objeto de una serie de proyectos abortados durante los siguientes cuarenta años de gobierno en un sistema bipartidista. Según las distintas propuestas, la estructura se hubiera convertido en museo, ministerio del medio ambiente e incluso terminal de autobuses. El hecho de que ninguno de estos proyectos llegara a realizarse (con la excepción ya mencionada de su uso como refugio de emergencia y sede policial), es sintomático del ritmo propio de la política electoral venezolana, cuyas promesas de campaña se convierten rápidamente en compromisos olvidados.

El destino de ruina ignorada de El Helicoide, su devenir en sitio prácticamente invisible, es el resultado tanto de la alergia moderna hacia las cosas del pasado, como de la incapacidad de Venezuela para aceptar el fracaso de sus proyectos emblemáticos. Transformado en sede de policía y prisión, la estructura está inmersa en el tejido urbano de las comunidades sin recursos que se multiplicaron en y alrededor de Caracas a lo largo del siglo pasado debido a la riqueza petrolera. Esta ocasionó el desplazamiento de los campesinos a la capital y la sustitución de la agricultura por el petróleo como columna vertebral de la economía del país. Hoy en día, El Helicoide se encuentra rodeado de ranchos –viviendas improvisadas que se volvieron permanentes–, una peculiar convivencia que proporciona un sorprendente retrato de las complejidades sociales que surgieron con la utopía moderna del desarrollo acelerado. Pocos lugares en el mundo ofrecen un contraste tan crudo y evidente, una prueba material tan irrefutable de la desigualdad económica y el abandono urbano arraigados sistemáticamente en las ciudades.

El legado del modernismo es así una ciudad hecha de retazos a la que han dado forma tanto los pobres como la arquitectura visionaria. De hecho, los barrios han demostrado con frecuencia ser más resistentes y adaptables que la propia arquitectura “formal”, de la cual se sirven ocasionalmente. Este es ciertamente el caso si se considera a El Helicoide como precursor de un fenómeno arquitectónico más reciente: La Torre de David, un conjunto de rascacielos construido en los noventa como sede de un grupo bancario e interrumpido por la crisis financiera de Venezuela de 1994. Aun cuando estaba a plena vista, el proyecto fallido permaneció fuera del imaginario de Caracas hasta que su torre central fue ocupada por cerca de doscientas personas en 2007, convirtiéndose en un barrio vertical. Su predecesor directo, el “barrio espiral” de El Helicoide (cuando el edificio se usó oficialmente de 1979 a 1982 como refugio de emergencia), nunca ha sido propiamente reconocido como tal, lo cual indica además la falta de perspectiva histórica sobre el paisaje urbano en Venezuela, donde la atención al presente inmediato tiende a pasar por alto al pasado y al futuro por igual.

“Dark Site”

El uso de El Helicoide como sede de las fuerzas de seguridad y prisión a lo largo de las últimas tres décadas plantea interrogantes sobre la convergencia de la política democrática y los aparatos disciplinarios. La inaccesibilidad del edificio y la incapacidad de los distintos gobiernos para asignarle un propósito definitivo hicieron de El Helicoide un lugar que la jerga militar denomina “sitio oscuro”: aquel donde las tecnologías de vigilancia y disciplina se mantienen fuera de la vista pública a fin de que su infame reputación no ponga en peligro los fundamentos del orden político y la seguridad nacional, bases tanto del consenso social como de la legitimidad gubernamental. Venezuela tiene una larga historia de demoler sitios de confinamiento cuyos abusos y torturas llegaron a formar parte del imaginario público. Tal fue el destino de, entre otros: La Rotunda, la siniestra prisión de finales de siglo XIX destruida en 1936; la sede la Seguridad Nacional de la dictadura militar en los años sesenta; el Retén de Catia, explotado públicamente durante una emisión televisiva en 1997; y, más recientemente, de la prisión La Planta, demolida en 2012. Teniendo en cuenta este largo historial de reducir los sitios oscuros a escombros (y, por tanto, al olvido colectivo), es significativo que El Helicoide permanezca como una especie de imagen espectral de cárceles en ruinas, estableciendo una escalofriante continuidad entre las tradiciones penitenciarias venezolanas de los siglos XIX y XXI.

El uso de El Helicoide como cárcel demuestra además que las prácticas coercitivas del Estado siguen vigentes, aun cuando los gobiernos modernos, sean de la ideología que sean, prometan libertad, democracia y justicia social a sus ciudadanos. En Venezuela, la narrativa nacional más reciente de este tipo surgió con el proyecto político del difunto presidente Hugo Chávez, cuya elección en 1998 anunció la “marea rosa” de los gobiernos socialistas de América Latina a principios del milenio. Con respecto al paisaje urbano, el gobierno de Chávez prometió abandonar los espectáculos de la petromodernidad desplegados en el siglo XX, dándole en vez la prioridad de acción y políticas estatales a los pobres urbanos. Las promesas de los gobiernos anteriores de remediar la deuda social acumulada, evidente en la continua proliferación de viviendas improvisadas, servicios urbanos deficientes y una precariedad tan arraigada como galopante, hicieron del paisaje urbano en sí un desafío para el proyecto revolucionario.

Sin embargo, el gobierno de Chávez se vio envuelto rápidamente en una violenta polarización que dividió a Venezuela. Las políticas espaciales del país quedaron atrapadas en estas disputas, situación que se vio agravada por la indulgencia gubernamental hacia las confiscaciones ciudadanas de edificios abandonados y el uso informal de sitios emblemáticos modernos como la plaza pública del Centro Simón Bolívar o los mercados callejeros. En este polémico contexto, la tenencia de la tierra, la degradación del patrimonio arquitectónico moderno de Venezuela y la dificultad para distinguir entre espacios “formales” e “informales” se convirtieron en temas altamente politizados, lo cual fue también fomentado por los críticos de la Revolución Bolivariana de Chávez, quienes veían en esta situación la prueba del declive del país. El carácter doble de El Helicoide como modelo de una modernidad agotada y también sede de las fuerzas de policía estatales y sus prácticas penitenciarias lo convirtieron así en un campo de batalla ideológico y un espacio profundamente simbólico.

Bajo Chávez, en esta cárcel de estilo brutalista se recluyó a presos de alto perfil provenientes de diferentes campos ideológicos, algunos envueltos en escándalos de corrupción y otros en batallas políticas. A pesar de sus declaraciones de cambiar el uso del edificio, a excepción de la integración de academias de entrenamiento policial y del cambio de nombre de las fuerzas de seguridad existentes (Disip) al Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), poco cambió. Después de la muerte de Chávez en 2013, El Helicoide se ha convertido en un símbolo aún más potente del conflicto nacional y de los abusos cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado. A partir de las violentas protestas que estallaron a principios de 2014 contra el gobierno del sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, y de manera aún más pronunciada durante la nueva ola de protestas callejeras que tuvieron lugar desde abril hasta agosto de 2017, la población carcelaria de El Helicoide ha incrementado notablemente. Según informes de organizaciones no gubernamentales de derechos humanos, el edificio inacabado tiene actualmente más de 300 detenidos en sus oscuras, improvisadas y sofocantes celdas, donde los agentes infligen una variada gama de métodos de tortura, incluyendo la inhalación forzada de excrementos y la aplicación de descargas eléctricas. De continuar las protestas y su represión por parte de las fuerzas de seguridad en Venezuela, la población de este fallido centro comercial solo seguirá en aumento.

Atrapado entre un futuro no realizado y un presente incierto, el monolito espiral de El Helicoide muestra las paradojas del desarrollo moderno, creando giros impredecibles y espirales descendientes. Las tenebrosas historias asociadas con esta ruina viviente son inseparables de la impresionante herencia modernista de Venezuela. El Helicoide presenta una oportunidad inigualable para repensar los pactos culturales, económicos y políticos que dieron forma no solo a sus rampas de concreto, sino también a los caminos laberínticos de los barrios y a la ciudad que se extiende más allá de ambos. En lugar de añorar las promesas incumplidas de su diseño modernista, la estructura en espiral puede ser utilizada para evaluar el desigual paisaje urbano que se consolidó bajo el molde de la modernidad. En un presente tan acelerado como el nuestro, empeñado en olvidar el pasado y en avanzar a desmedro de los costos sociales o ecológicos, remontar las complejas rutas de regreso a El Helicoide ayuda a entender cómo se formó la Venezuela moderna, así como a recalibrar algunas de las dificultades asociadas con este proceso. Las experiencias inscritas en los muros de concreto del edificio durante su tumultuosa historia y terrible presente son particularmente reveladoras en el actual clima de violencia y conflicto en que se encuentra este país. Después de todo, en tanto ruina viviente el futuro de El Helicoide, al igual que el de Venezuela, está aún por determinarse.

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Este texto se basa en la introducción de Downward Spiral: El Helicoide’s Descent from Mall to Prison (New York: Terreform/Urban Research, 2018), coeditado por Olalquiaga y Blackmore, publicado originalmente en el website de la Fundación Cisneros.

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Celeste Olalquiaga es una historiadora cultural, autora de Megalopolis (1992) y El reino artificial (1998). Fundó PROYECTO HELICOIDE en 2013.

Lisa Blackmore es profesora de historia del arte y estudios interdisciplinarios en la Universidad de Essex, y autora de Spectacular Modernity: Dictatorship, Space and Visuality in Venezuela (2017), el cual obtuvo el Premio Fernando Coronil 2018 de la sección de estudios venezolanos de LASA (Latin American Studies Association).


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