Rosanna Di Turi
Foto Efrén Hernández

Por FAITHA NAHMENS LARRAZÁBAL

De una belleza que traduce dulzura, más bien baja y de maneras sutiles, de manos femeninas y mullidas cuya tenue gesticulación no querrá estorbar el curso del aire, será difícil sospechar, cuando se enfrentó a la tormenta,cuánta valentía concentrará su ser, cuerpo estragado por la contundencia de los tratamientos que siempre, hasta el último suspiro, creyó la sanarían. “Tenía una fe inquebrantable”, la tributa el periodista Gonzalo Jiménez. Acaso presintiendo el tiempo acotado, se concentrará en sus proyectos con más ahínco que cualquiera. María Begoña González de Di Turi asegura que su primogénita era muy intuitiva. Sin rémora ni distracciones, y sin dar señales de agotamiento, descartado quejarse, avanzaría“siempre esforzándose al ciento por ciento”, la admira Gonzalo Riveros, el padre de su hijo.

Llorona sólo cuando bebé. No sabía su mamá por qué Rosanna sollozaba tanto a los seis meses. La amamanta, la mantiene impecable, la mece desconcertada y con afán, tratando de consolarla. Nunca la deja sola en corral alguno. Mientras hace sus tareas lo que hace es que la acurruca y le ladea la cabecita al depositarla en el sofá para que siempre puedan verse. Rosanna la mirará con fijeza, sí, siempre fue observadora. Por fin un día dejará de llorar, evoca María Begoña. Fue como una decisión. En lo sucesivo, mantendrá a buen resguardo sus emociones. No, fría no. Sensata. Cariñosa pero comedida. Así será desde niña. Salvo con su hijo Diego, maravillosa excepción de prodigalidad afectiva. Con todo y que contiene en sus venas sangre española e italiana, y pese a haber nacido en esta desmesura que es Venezuela.

Siempre esa sonrisa amplia y fragante, desarrollará un asombroso temple. Se despedirá junto con la mocedad de los vaporosos risos y hasta la cintura, a lo Venus de Boticelli, y optará —igual quedaría linda— por un peinado rectilíneo y prudente; ya se tendrán noticias de su disciplina. Tras graduarse de periodista con notas excelentes y acaso contagiada por la cercanía avasallante de esa lengua entrenada para catar y suelta para decir de Ben Amí Fihman, la pasante de la revista Exceso, la hija de migrantes devotos de la buena mesa mediterránea —en la casa familiar, en San Antonio de los Altos, habrá un huerto—, se especializará como redactora del tema gastronómico; en su caso significará ser parte de cofradías que se parcializan con los sabores locales —Venezuela gastronómica—, llevar un blog que exudará el perfume de los fogones criollos y en el que dará cuenta de los procesos, atascos y éxitos de los chefs y restauradores vernáculos, y escribir libros que son verdaderas exquisiteces al punto de obtener copetudos reconocimientos. Convencida del camino, llegará a cargos cimeros, y sin aspavientos. Luego de trazar algunos meandros que confirmarán la regla.

En el ascenso que es su vida se permitirá un desvío: trabajar en cafetines y panaderías londinenses o viajar de mochilera a la India o escalar una montaña en Ecuador, sin entrenamiento previo. Llega hasta la cúspide, a pocos metros de la fumarola, y luego, extenuada, hará el descenso sentada, pero nada de rendirse. Nunca quiso dejar nada a medias. Luego se casa con el compañero de viajes, Gonzalo Riveros, y una vez instalados en Caracas lo primero que querrá comprar para la casa coloreada con tonos ocres y otoñales, tapizada con fotografías artísticas en blanco y negro, acogedora y sobria, será el comedor, uno de buen gusto y para ocho comensales.

Esa mesa y sus ocho sillas, escenografía que a veces debe reforzar con mobiliario de otras estancias en proporción a la visita, serán el punto focal de las andanzas domésticas, laboratorio vocacional para el ensayo y fervor, y el puerto donde anclará sus gustos. Mesa para convocar, mesa nutricia, mesa que servirá como domicilio de su generosidad para con los suyos —familia y amigos—, adorará servir sus especialidades, recetas del menú criollo y algunos platillos inventados en los fogones especialmente para el hijo; complacerlo será su mayor alegría. “Le agradezco a mi mamá el inmenso amor que me tuvo y siempre me demostró, nadie como ella celebraría mis éxitos, ella me enseñó a amar el trabajo, la cabalidad, a Venezuela y por supuesto la literatura y la gastronomía”, dirá en la misa que tuvo lugar en Santiago, donde la despidió. No alto, comparte por teléfono la tía María Teresa Riveros, también mudada al sur, ese día de mirar al cielo, de pronto Diego se volvió un gigante en el púlpito.

Rosanna hace en realidad varias cimas, otra cuando es nombrada directora del suplemento de El Nacional Todo en domingo. Gonzalo Jiménez, compañero de universidad y de Exceso, sostiene que fue importante no solo en su currículo sino para su madurez este nombramiento. “Demostró su fuerza interna, que era sorprendente, ella siempre desconcertó a quienes se hicieron una idea de ella sin duda preconcebida”. Entre los compañeros de trabajo y empleados a su cargo nadie es capaz de balbucear siquiera que alguna vez alzó la voz. Que se incomodaba sí, tenía temperamento, pero jamás se ofuscó o hizo una escena. Ponía límites justo cuando pensaba que podría alguien intentar invadir el territorio privado de sus emociones o desestimar sus indicaciones, eso no pasaba, sabía crear equipo, alianza, “yo fui su hermana”, ataja con inequívoco afecto Franciest Pooller, del equipo.

Siempre la sonrisa, siempre el gesto suave pero rotundo, será una mujer que destila donosura y una de convicciones. A Sumito Estévez le conmoverá la respuesta que da a un grupo de estudiantes cuando habla de la revista que dirige y le preguntan que por qué ese dominical parece ignorar la realidad y privilegia la cobertura de temas gratos, como la buena comida. Ella contestará que sólo tiene 52 oportunidades cada año de expresarse, por lo que preferirá aprovecharlas para decir lo mejor.

“Siempre hablábamos de viajar y añadía un país nuevo cada vez al itinerario, quería probar nuevos sabores, nuevas recetas”, agrega Diego acaso recordándola en la foto que es postal en las redes, ella con trenzas en un jardín de girasoles. No tuvo lugar ese viaje. El estudiante de ingeniería se va solo a Chile como cada año, para visitar a su padre. Aunque el diagnóstico era de pronóstico reservado, Rosanna no solo no consideró que Diego se quedara en Caracas por ella sino que alentó a que se fuera. Era un proyecto ritual, para qué alterarlo. Se recuperaría, tendría lugar el milagro. O quizá, si acaso lo estaba dudando, como se lo imagina con la voz entrecortada María Fernanda Di Giacobbe, entonces la decisión la retrata: lo animó a viajar porque prefirió una despedida en vida, el abrazo correspondido, y después una muerte resuelta como acto íntimo, pudoroso, que no fuera memoria.

No le interesarían los atajos, la comodidad, lo fácil. No olvida María Begoña cuando a la hija todavía jovencita, aún sin permiso de conducir, la llevó en el automóvil a buscar en una zona intrincada del sureste caraqueño —donde el prejuicio fomenta la sospecha— las pistas de un crimen, tarea del curso de periodismo de investigación que seguía con Sergio Dahbar. La práctica consistía en hacer una serie de entrevistas para detectar o al menos aproximar qué estaba detrás de un acto sañoso que había tenido lugar en un punto crucial de lo que llaman los bajos fondos. Rosanna Di Turi se metió en aquel paisaje sobrevolado de zamuros, y habló con hombres y mujeres de ademanes más exacerbados que los suyos, como zamuro ella también, hasta lograr armar la historia. “Era tan inexperta y a la vez tan juiciosa”, dice orgullosa María Begoña.

En Exceso no se arredraría ante pauta periodística alguna. Como no tendría dudas en seguir dando la cara al mundo cuando su armónico rostro renacentista comienza a acusar recibo de la ingesta de sustancias químicas; a ser huella del efecto ceniciento de las radiaciones. No dejó de trabajar ni de moverse en su hábitat cuando empezó a forjarse su nueva fisonomía. Valiente. En realidad, aun con inédito trazo en su semblante, Rosanna no cambió: fue más ella. Emergió de su piel desconcertada su voluntad irreductible. Con la que escribió El legado de don Armando, un mítico trabajo de orfebrería vital y gastronómica reconocido en los Gourmand Awards de Francia como uno de los diez mejores libros de gastronomía del mundo. Voluntad con la que, junto a Jonathan Reverón, y buscando sin desmayo patrocinio y apoyos, hizo un documental sobre Scannone.

Organizada, Rosanna Di Turi deja también en los anaqueles y como constancia de sus afanes un trabajo sobre el café que le abre puertas. No es apenas un hermoso estudio que compendia historia y cepas: se trata de un libro victorioso, también celebrado por la crítica. En cuanto al del cacao que no alcanzó a editar, hay que decir que no quedará en el tintero; enfocada, lo dejó listo y con anotaciones suficientes al margen como para redondearlo y sólo afinar los detalles de última hora que —es lo usual— parecen multiplicarse antes de entrar al proceso de publicación. Se imprimirá.

Su familia, que se extiende a amigos entrañables y claro, alcanza sin duda a la achocolatada María Fernanda Di Giacobbe, están ahora mismo atentos a ese proceso de interpretar sus recomendaciones, las que dejó a buen resguardo cuando completar el proyecto editorial fue superior a sus fuerzas, y estas no fueron pocas; al contrario. No cejaría en su decisión de poner la lupa en el sabor que nos cuenta, como lo confirma Mercedes Oropeza, impresionada por el coraje que demostró durante todo el proceso y conmovida con el desenlace, “era admirable”. Siempre querrá dejar constancia del trabajo de los tenaces y no desperdiciará la oportunidad de hacerlo, como dice desde Londres su hermana Katherine Di Turi, la diseñadora que solía aconsejarla en materia de moda, “y ella me escuchaba”. Y en la fractura, tendrá entre ceja y ceja la construcción de memoria, “que es lo que quedará al final”, diría Rosanna Di Turi.

Estos días la palabra deleite está desolada; pero se deja consolar por otras que se apiñan en militante frase: Rosanna Di Turi y todo su trabajo forjado al fuego también es legado de su devoción por Venezuela.


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