RÓMULO BETANCOURT, JÓVITO VILLALBA Y RAFAEL CALDERA. FRANCISCO EDMUNDO ‘GORDO’ PÉREZ, ARCHIVO EL NACIONAL

Por MANUEL CABALLERO

Debo comenzar protestando por el título que se le ha puesto a estas reuniones, ”La democracia: de Rómulo Betancourt a Hugo Chávez”. Si se trata de comparar ambas personalidades, es por decir lo menos una demostración de desmesura. Se puede tener la peor opinión de Rómulo Betancourt (y quien escribe esto fue en vida suya su opositor vehemente y despiadado), pero ninguna comparación es posible: Betancourt es un hombre de Estado, Chávez un aventurero sin principios; Betancourt es uno de los cinco personajes más importantes en la historia de Venezuela (los otros son Simón Bolívar, José Antonio Páez, Antonio Guzmán Blanco y Juan Vicente Gómez); Chávez ingresará en nuestra historia como Boves y Martín Espinoza por su vesania destructiva, como Julián y Cipriano Castro por su inepcia y verborrea.

Si lo que se trata es de señalar los límites de un período de la historia de Venezuela, como historiador ese tipo de división nos interesa bien poco: preferimos seguir el sabio consejo de Lord Acton: estudiar problemas, no períodos.

I

Partimos de la negación del absurdo político, histórico y terminológico de considerar a Rómulo Betancourt “Padre de la Democracia”, ambos vocablos con unas sospechosas mayúsculas semirreligiosas. Por el contrario, proponemos definir a Betancourt como “un político de nación”.

Veamos qué significan ambas cosas, y como ellas calzan en el personaje al concluir el análisis de toda su vida política. La política es un ámbito mayor que la democracia. Parte de, al menos, dos supuestos básicos: el primero es el reconocimiento de la diversidad; o sea, el rechazo a la unidad concebida como unanimidad; el segundo es el intento de sustituir la coerción por la persuasión; el aborrecimiento de las soluciones de fuerza.

Desde el primer momento, en Betancourt está presente la búsqueda casi instintiva, sino la convicción, de esa diversidad. Ella proviene de un hombre y una agrupación  (llámese ”generación” o posteriormente “partido”) que llegaron a la edad adulta en el ambiente de una tiranía unipersonal.

Tal vez ningún dirigente político venezolano haya escrito tanto como él, desde aquellas cartas de los años treinta del siglo XX que la policía robó e hizo publicar en 1936, pasando por sus intentos teóricos y sus manifiestos públicos. En todo ello está presente esa voluntad de discutir y convencer, sin descartar la polémica que, en su caso, no desdeña mojar la pluma en la más revuelta bilis, o para decirlo con sus propias palabras, untar sus flechas con curare.

Una vez abandonadas las ilusiones garibaldinas, al romper de manera definitiva con los “caracortada” (circa 1930) Betancourt busca formar un partido no armado y civil. Es decir, que comienza a trillar la senda del rechazo a las soluciones de fuerza, que es lo característico de la política.

Cierto, eso no va sin inconsecuencias ni acomodos con el cielo: nunca una acción política nace y permanece blindada contra las tentaciones de la antipolítica. Es así como Betancourt es tentado por la democracia que, como lo previó Aristóteles, es apenas una parte de la política, pero no toda ella; fue tentado por el marxismo, que es un movimiento antipolítico (confina, entre otras cosas, la política a la “superestructura” y propone un partido de clase y doctrina únicos) y, finalmente, el 18 de octubre se alía con quienes buscan imponer sus ideas y sobre todo su praxis dando la palabra al “camarada máuser”.

Es que su actitud, su pensamiento, su mood políticos no han germinado en el aire, sino que sus raíces se hunden en una tierra demasiado acostumbrada al autoritarismo y a la fuerza bruta. Pero las armas del 18 de octubre no son suyas, sino prestadas: haciendo el balance de toda su prolongada actividad política, Betancourt es un “profeta desarmado” aunque, al revés de Savonarola, triunfa y logra imponer su propio proyecto de sociedad.

Con todo, aún en esos momentos en que abandone la persuasión y busque echar mano al cinto, Betancourt es un hombre que siente la necesidad de la limitación del poder, otra de las características de la política que la pone por encima de la democracia que a veces suele no ser más de lo que Tocqueville llamaba “el imperio moral de la mayoría”. Betancourt  limita su poder fundando un partido donde si bien es reconocido como primus inter pares, se le discute y a veces hasta se le vence.

Aquí se impone citar además lo que es tal vez su mayor logro histórico, el cual permitió que su proyecto político pasara del papel, y de las buenas intenciones y promesas, al terreno de los hechos, echando las bases de un régimen y un sistema que, con sus cuarenta años de existencia, se convirtió en la más larga (y asaz fructífera) dominación en la historia republicana de Venezuela. Se trata del llamado Pacto de Punto Fijo, acontecimiento histórico, si los hay. Por primera vez en siglo y medio de historia, los adversarios políticos se reconocían como tales y no como enemigos, renunciaban a sacarse las tripas de palabra y de hecho. Ese pacto ha sido algo ejemplar, no sólo para los venezolanos: sirvió de reconocida influencia, si no modelo, para la transición española de la tiranía a la democracia, para otro tanto en Chile, e incluso, para otros gobiernos latinoamericanos que trataron de copiarlo acaso sin mucho éxito, porque esperaron para hacerlo a que la sangre llegase al río.

Last but not least, Betancourt adopta una actitud inédita, y en cierto sentido revolucionaria en la historia de Venezuela, apartando la tentación de perpetuarse en el poder: en 1945, propone que ninguno de los miembros de la Junta Revolucionaria sea candidato en las venideras elecciones, lo que equivalía a lo que él mismo llamó ”hacerse un harakiri político”. De igual manera, en 1972 rechazó la posibilidad de una tercera presidencia que su partido le ofrecía unánime y que, como lo demostraron los resultados de la votación, el electorado hubiese confirmado en forma avasalladora.

Su insistencia en que no duraría en el poder “ni un minuto más” (tampoco un minuto menos) de lo que la Constitución establecía, era la mejor forma posible de establecer y respetar límites a su poder.

Pero si lo más definitoriamente político es “disfrutar de la variedad sin padecer la anarquía ni la tiranía de las verdades absolutas, que no es sino una forma desesperada de salvarse de la anarquía”, el Betancourt que asimiló la lección del 14 de febrero, cuando un pueblo manifestó a la vez el horror del despotismo y de la anarquía; que fundó un partido para buscarle cauce a la furia popular, ese Betancourt para el examen de la política.

En cuanto a lo de “nación”, desde el primer momento de su ser político, al inicio de los años treinta, Betancourt se empeñó en que su colectivo fuese, para emplear un término que no le hubiese disgustado, la “argamasa” que sostuviera los ladrillos de la nación. Así, su primer trabajo de intención teórica, Con quien estamos y contra quién estamos, fue escrito para responder a las acusaciones de “antiandinismo” que se le pretendían hacer, y reafirma por allí mismo su idea de nación venezolana, que amalgamase y enterrase los regionalismos, el parroquialismo.

De igual manera, cuando en los años cuarenta funde su partido, lo primero que le encargará será extenderse por todo el cuerpo de la nación, para que ella fuese la columna vertebral del motor de la unidad nacional. Y cuando llegue por dos veces al poder, sus preocupaciones centrales son esa “nacionalización” por medio de una extensa infraestructura comunicacional, pero, sobre todo, de una amplia integración social, incluyendo en la nación a los sectores siempre excluidos, y en especial a los campesinos, a las mujeres y a los jóvenes de edad militar, que hizo ingresar al padrón electoral, en un primer intento por convertirlos en ciudadanos.

En suma, que si se puede decir que bajo el gomecismo se creó el Estado venezolano, Betancourt y los suyos (que son su grupo inicial, su partido y las grandes masas que lo siguieron) son los creadores de la Nación, por lo menos el motor para hacerlo. El solo hecho de que sea imposible nombrarlo sin adherirlo a un colectivo, es ya indicativo de esa voluntad de integración que está en la simiente misma de la Nación.

II

La dimensión alcanzada por Betancourt se debe atribuir en gran parte a su particular concepción del poder, que consistió en evitar la confusión entre Poder y Gobierno y plantearse el asunto menos en términos de poder ejecutivo que de hegemonía social.

Él repetía siempre que prefería pasar a la historia más como fundador de Acción Democrática que como presidente de Venezuela, ocupante de una silla que había soportado tan indignas como irrememorables posaderas.

La acción de Betancourt se situará en dos planos, cuya combinación lo llevó al triunfo. El primero de ellos es la proposición de una sociedad alternativa. Aquí se puede decir que Betancourt le debe al comunismo leninista muchísimo más de cuanto él mismo o sus parciales estarían dispuestos a conceder.  Por un lado, hay la aceptación del esquema de una revolución democrático-burguesa. Cierto, se podría argüir que se trata tanto, o más, de una simple y normal coincidencia que de influencia, y así el pensamiento de Betancourt sería, frente al de los leninistas, original y no ancilar.

Pero es que cuando se dice aquí esto, la referencia no es al planteamiento original de esa sociedad alternativa, sino a la forma de proponerla, al concepto mismo de “revolución democrático-burguesa”. Porque formularla en esos términos es típicamente leninista: se bautiza así el proceso de una revolución nacional- campesina (“agraria-antiimperialista”) con un nombre inadecuado y en cierta forma detestado, para enfatizar su precariedad, su carácter transitorio. En 1956, es decir, veinte años después de su polémico deslinde con el comunismo, Betancourt seguía hablando de “revolución democrático-burguesa” y la seguía considerando “una etapa”.

Por otro lado,  a través de su polémica con los comunistas desde los años treinta, fue formando su propio proyecto, su propio esquema alternativo, el de una sociedad venezolana capitalista y democrática. Esto último era esencial para que aquel esquema de desarrollo pudiese ser aceptado por el conjunto de una sociedad venezolana, harta de casi cuarenta años seguidos de dominación despótica.

Cuando, tal como lo hemos hecho en diversos estudios, se define a Betancourt como un leninista, de inmediato se entra en el tema de su relación con los comunistas. Este es uno de los problemas de más difícil análisis, por estar envueltos en la más agria polémica,  desde los años de su prehistoria política. ¿Es Betancourt un despreciable renegado, que abjuró de su fe comunista para convertirse en el más acérrimo enemigo de sus antiguos camaradas? ¿Es por el contrario Betancourt un comunista embozado, uno de esos “marranos” laicos que, convertido de los dientes para afuera seguía judaizando (o “comunizando”) en secreto? O, para situarse en el medio, ¿se puede concluir que Betancourt jamás fue comunista?

Hay para todos los gustos. En el primer caso, los comunistas recuerdan su militancia en el PC de Costa Rica, y sus propios camaradas costarricenses lo consideran el peor espécimen del renegado, como llegaron a decirlo, en comunicación dirigida al PC venezolano, durante el segundo mandato de su antiguo líder. Pero fueron los mismos comunistas de Venezuela quienes en 1938, en su órgano clandestino, precisaron que Rómulo Betancourt no era, ni había sido nunca, militante de su partido.

Lo cual es una media verdad: él no fue nunca miembro y mucho menos dirigente del PC venezolano; pero no es posible, con semejante afirmación, saltarse a la torera el inoculto hecho de que el PC era un partido único mundial, y los partidos de cada país en particular no eran más que sus secciones nacionales, como por lo demás lo marcaban sus siglas.

Pero, ¿qué decía el propio Betancourt? Los partidarios de la tesis del Betancourt comunista embozado tienen mucho paño que cortar en el hecho de que nunca pronunció la frase “Yo no soy ni he sido nunca comunista” (como no fuese citando el propio órgano del PCV).

En sus años costarricenses, negando por comprensibles razones legales que fuese militante y mucho menos director y mentor intelectual del partido de ese país, no dejaba por eso de afirmar su fe comunista.

En los años cuarenta, si hemos de creer a un Domingo Alberto Rangel que entonces le profesaba admiración y acatamiento (antes de volverse, en los sesenta, su enemigo mortal), Betancourt le habría dicho, tratando de halar para su sardina la brasa del radicalismo de su joven compañero: “Nosotros somos los verdaderos comunistas, no los que llevan ese nombre. Esos son unos falsos comunistas. El verdadero partido comunista de Venezuela es Acción Democrática. Fíjate que nosotros somos el partido de la oposición, como todo partido comunista mientras estos señores están detrás de la burguesía”.

Sometiendo su testimonio a una crítica interna, no luce que Rangel haya inventado la declaración. No sólo porque no tenía ningún interés político en hacerlo en el momento en que lo dijo, sino porque las frases de Betancourt son coherentes con su política del momento, cuando estaba empeñado en negar toda condición revolucionaria a un PC que, como el venezolano, se había puesto a la cola del gobierno de Medina Angarita. Era la época en que Betancourt rivalizaba con los comunistas en el campo revolucionario, mucho antes de que, como lo hizo al final de su vida, se declarase “reformista”.

La rivalidad entre Betancourt y los comunistas provenía pues de estarse disputando el mismo terreno y, podría decirse, el mismo campo de ideas. Por supuesto que Betancourt no era ni tal vez llegó a ser de veras comunista, si por tal se tiene a los militantes activos y disciplinados de la Tercera Internacional, sobre todo después de la muerte de Lenin.

Pero si se emplea la sinonimia simple entre colectivismo y comunismo, Betancourt siempre lo fue y nunca dejó de serlo, pues siempre puso por encima de su significación individual la acción colectiva, su adhesión a un colectivo político, y la acción dirigida a conquistar y dirigir las grandes masas.

El otro terreno donde rivalizan aunque no siempre se enfrenten es el propio leninismo. Tal vez nadie, como Betancourt, haya adaptado con tanta aplicación las lecciones de organización de Lenin, en particular en su folleto ¿Qué hacer? Se hablaba arriba de dos planos. El segundo es el de la construcción de su partido, al cual Betancourt dedicó todas sus energías y su envidiable capacidad de trabajo.

Al decir que Acción Democrática es su obra maestra, se está dando a eso términos su acepción original, su sentido estricto: a través de los años (y no como producto de un subitáneo rapto de inspiración), Betancourt fue dándole forma e insuflándole su propia personalidad y esto a través de un trabajo paciente, perseverante, con la íntima (pero inoculta, y por eso lo sabemos) convicción de que trabajaba fur Ewig, para la posteridad y no para la hora del almuerzo.

Si bien su partido no se pretendía el representante de la clase obrera (lo que en Lenin era apenas una cláusula de estilo para designar el partido comunista), sí siguió bastante de cerca a Ulianov en los dos aspectos señalados antes: en la idea de una revolución democrático-burguesa y, sobre todo, en la organización vertical y disciplinada, militar en una palabra, de su partido.

El leninismo “organizacional” de Betancourt y su partido es algo que ya casi nadie discute en Venezuela. Pero nunca se alude a otro aspecto: hay un terreno donde Betancourt es más profundamente leninista y es en su relación con los comunistas de la Tercera Internacional. Aquí no está siendo inspirado por el Lenin de ¿Qué hacer?, sino por el de La enfermedad infantil del izquierdismo, que no en vano algunos considerarán el texto más maquiaveliano del líder ruso, una especie de Príncipe del siglo XX.  Lo que Betancourt reprocha más a los comunistas es su ineficacia palabrera, el ser más bien un obstáculo que el motor de la revolución.

III

Pero Betancourt no es un teórico, sino un dirigente político que por dos veces entró a Palacio. Es decir, que es posible también adelantar algunas conclusiones sobre su obra de gobierno, esto es, sobre su capacidad o incapacidad para llevar a la práctica sus planteamientos ideales. El 18 de octubre se sienta Betancourt en la silla presidencial, llevado allí por un golpe militar. Con fiero orgullo, él y sus adláteres bautizaron aquel movimiento, a la leninista, como “Revolución de octubre”. ¿Lo fue en realidad?

Aquí las conclusiones se pueden situar también en dos planos. El primero es el del  arribo al poder. Como él mismo lo reconoció más tarde, no llegó allí empujado por “una bravía insurgencia popular” sino por un pronunciamiento militar clásico.

Sobre esto hay un acuerdo general. Tal vez lo único que habría que decir es que se trató de la coalición de dos organizaciones militarizadas, de disciplina y verticalismo asaz parejos. Si alguna anomalía se puede detectar en todo eso es que los civiles se comportaron más disciplinados y más cuidadosos de las reglas del silencio conspirativo que los militares juramentados, que por tales debían estar más habituados al funcionamiento de las logias, con sus secretos y sus santos y seña.

El segundo plano: a partir del 19 de octubre, se inicia en Venezuela un proceso que, con todas las reservas que se quiera, se puede considerar revolucionario. Lo es por el ingreso de las masas al escenario político, a través de la extensión del sufragio universal alcanzado a segmentos hasta entonces excluidos o ignorados. Lo es por el castigo de los reos de peculado del medio siglo anterior: como es bien conocido desde los tiempos de Maquiavelo, esto debía causar más odios y rencores incluso que la sangre derramada en las escaramuzas de octubre. Lo es por la masificación de la educación, de la salud y la asistencia social.

Ayudado por unos ingresos petroleros bastante grandes, y por (hasta donde eso era posible en Venezuela) una correcta administración de ellos, Betancourt pudo dar a esos rubros un empujón inédito en la historia de su país.

En lo que concierne a su segundo mandato, su balance general debe hacerse sobre la base de al menos dos elementos: la concordancia de sus actos con sus promesas programáticas y la influencia que han tenido sobre el desarrollo posterior de la sociedad venezolana, sobre su historia.

Desde los tiempos del Plan de Barranquilla en 1931, Betancourt fue afinando su proyecto de sociedad que, al llegar al poder en 1959, ya tenía a punto. Puede ser sintetizado de esta forma: se trataba de edificar una sociedad capitalista, con fuerte participación del Estado y con una prioritaria intención de desarrollo social, o sea de mejoramiento del nivel y la calidad de vida de las clases más desfavorecidas: campesinos y obreros.

Esa transformación de la sociedad debía hacerse por la vía democrática y constitucional, por regímenes electos en comicios intachables; bajo el imperio de la ley en una estructura política liberal, donde el poder militar estuviese sometido al poder civil.

La participación popular en los asuntos públicos debía hacerse sobre todo a través de los partidos políticos, que en la visión de Betancourt debían ser preferiblemente en número de dos, no impuesto eso por las leyes o la acción gubernativa, sino por la propia dinámica política: lo que los politólogos suelen Llamar two-party system, el ejemplo de Inglaterra y los Estados Unidos. Ese régimen debía respetar con puntilloso cuidado las leyes, pero sobre todo las que se refieren a los límites de la reelección presidencial

Y, por supuesto, debía ser de una honestidad administrativa garantizada por el control popular, a través de órganos jurisdiccionales apropiados, y de una prensa libre y responsable.

Una sociedad de ese tipo debía levantarse sobre cinco pilares institucionales y sociales: el Ejército, los partidos políticos, la empresa privada, los sindicatos y la iglesia. No pensaba Betancourt en una república sin conflictos, pero, sobre todo en el período de consolidación institucional, lo preferible era el consenso, respaldado como estaba por la riqueza petrolera.

¿Se cumplió cabalmente el proyecto de Betancourt? Hay que decir que ningún proyecto lo hace: siempre hay variables que contribuyen a obstaculizarlo, para bien o para mal, y que al final terminan complicando su apreciación. Pero sí se pueden decir algunas cosas. Y la primera es que aquel proyecto parece haberse cumplido, y haber funcionado en los treinta años que siguieron a su retiro del poder. Hasta ahora no ha habido interrupción del proceso constitucional, como no sea a través de las formas previstas en la Ley: todos los cambios de gobierno se han producido como resultado de unas elecciones.

Los partidos políticos, tal como él lo había propuesto, se desarrollaron hasta formar ese sistema de dos partidos consagrado por la polarización electoral. La formación de una sociedad capitalista tal y como él la había diseñado, también se dio al menos durante ese lapso. Si a partir de entonces la situación ha cambiado en lo político, sigue siendo parecida en lo estructural.

Hay algo en lo cual conviene detenerse en estas líneas y es la política internacional, en particular en sus relaciones con los EE UU. Esto, por supuesto, está envuelto en una agria polémica con la extrema izquierda, que lo acusaba de poco menos que de cipayo. A lo dicho más arriba sobre su difícil relación con los comunistas, hay que agregar ahora este particular aspecto de su actividad política.

Como todos los jóvenes estudiantes latinoamericanos, Betancourt tenía tendencias antiimperialistas,  aunque en sus primeros años acaso debiese en ese aspecto más a Rodó que a Lenin. Cosa que cambiará apenas caiga, en los años treinta, bajo la influencia teórica del creador del partido bolchevique. En los años cuarenta, sin embargo, su actitud hacia los EE UU cambia, se matiza.

Eso se debe a dos razones fundamentales. En primer lugar, los EE UU han dejado de ser para la izquierda —y, por cierto, en primerísimo lugar para los comunistas— ese “ogro imperialista” para volverse el paladín del antifascismo y el New Deal de Roosevelt se tiñe de Good Neighbourship para América Latina. La otra razón es menos circunstancial. Ya Betancourt va buscando alcanzar, en la visión de los suyos, de sí mismo e incluso de algunos de sus adversarios, la estatura de un hombre de Estado. Ya comienza a pensar y actuar como alguien que muy pronto dejará la calle para ingresar a Palacio.

Es entonces cuando propone a sus compañeros abandonar “el antiimperialismo de mitin” y comenzar a ver las relaciones con las compañías petroleras y con el gobierno norteamericano con la actitud de quien está obligado a dormir con un elefante. Después del 18 de octubre, la tarea le será bastante fácil, pues no tiene enemigos a la izquierda: todavía dura la luna de miel entre los EE UU y la URSS, y entonces puede tener relaciones normales y hasta cordiales con la patria de Stalin, sin que los EE UU arruguen la cara; y cordialísimas con los EEUU sin que los comunistas lo cubran de injurias.

Será en esas condiciones que logre imponer a las compañías petroleras el acuerdo llamado del fifty-fifty sobre las ganancias, y hacerlo sin desatar la hostilidad del gobierno norteamericano y ni siquiera mucho la de las compañías. Hacia el fin de ese mandato, su asociación con Rockefeller en la llamada Corporación Venezolana de Economía Básica fue criticada con acritud por los comunistas: había empezado la Guerra Fría.

Desde que ella arranca, Betancourt no duda un solo momento y toma partido por los Estados Unidos. ¿Podría haber adoptado una actitud menos militante, escudándose en el hecho de que Venezuela es un país pequeño y marginal en comparación con las naciones europeas cuya supervivencia dependía de la protección que le brindaba el “paraguas atómico” norteamericano?  Betancourt no lo hace: sigue al pie de la letra —como siempre lo hacen todos, sin citarlo y tal vez sin darse cuenta—  el consejo de Maquiavelo de no permanecer jamás neutral entre dos poderosos. Si esa política no le fuera anterior, se podría decir que no hace más que seguir al pie de la letra la actitud de Fidel Castro, quien escogió siempre un campo: entre Washington y Moscú tomó partido por los soviéticos; entre la URSS y la China Popular lo hizo finalmente por quien le aseguraba, con sus rublos, la supervivencia (por cierto, si ese era el motivo, se equivocó, puesto que la URSS desapareció y, cuando escribimos estas líneas, Fidel Castro se mantiene y todo hace creer que sólo dejará el poder con la vida).

Pero no es de creer que fuese un principio doctrinario, una opción ideológica, lo que llevó a Betancourt a hacer esa escogencia: era su convicción de que, debido a su petróleo y a su situación estratégica, Venezuela era un país menos marginal de lo que pudiera suponerse. En las cercanías del Canal de Panamá y con inmensas reservas y una fuente energética tan importante sobre todo en la eventualidad de una guerra, no era el suyo un país cuya adscripción al bloque liderado por EE UU fuese cosa de poca importancia.

La convicción de que no sería posible que en Venezuela existiese un régimen enfrentado y menos a un enemigo de los EE UU, se impuso Betancourt desde los tiempos de la guerra contra el eje fascista; no hizo sino profundizarse cuando la confrontación cambió de enemigo.

¿Significa esto que él fue un dirigente del país entregado —y, peor aún, vendido— a los EE UU? Aquí conviene examinar el asunto también en dos planos: el de las palabras y el de los hechos.

En el primer caso, no hay vuelta de hoja: Betancourt, en la Guerra Fría, no solamente toma partido por los EE UU, sino que lo hace con un lenguaje y con una actitud militante tales que los comunistas tienen la tarea fácil al compararlo con ese Muñoz Marín que gobierna la colonia de Puerto Rico y de donde “tantas lecciones de buen gobierno” se jactaba textualmente Betancourt de haber recibido.

Pero en el terreno de los hechos, sobre todo si esos hechos están amasados con petróleo, la cosa cambia: es bajo el segundo gobierno de Betancourt, y en sus primeros meses, que se va a crear, por iniciativa venezolana, la Organización de Países Exportadores de Petróleo, que se convertirá luego en la bete noire de la opinión norteamericana al punto de que, en los años setenta, un destacado dirigente del gobierno norteamericano llegó a considerar con todas sus letras a Pérez Alfonzo como mucho más peligroso que Fidel Castro.

El hecho es que, aun cuando se le buscará por todas partes algún detalle para oponérsele, los comunistas no encontraron mayor objeción a esa política petrolera; y Pérez Alfonzo se convirtió en uno de los iconos de la izquierda, pese a que nunca abjuró de su amistad con Betancourt, a quien siempre reconoció su principalidad como líder político y en particular en el desarrollo de la política del llamado “padre de la OPEP”.

En lo económico y social no se puede hablar hoy, cuando se está bordeando el cuarto de siglo de la muerte de Betancourt, de un fracaso, sino del agotamiento de un modelo, no solo en Venezuela, sino en toda América Latina y acaso en el mundo.

Por último, el ejemplo de la honestidad personal de Rómulo Betancourt, así como el cumplimiento de su palabra de no utilizar los mecanismos del poder para perpetuarse en él, es un hecho que hoy reconocen hasta sus peores adversarios.

Al comparar los dos momentos de su acceso al poder, hay una pregunta que no han dejado de hacerse partidarios y adversarios: cuál ha sido más importante: la “revolución” de 1945, o el gobierno constitucional de los años sesenta. Como suele suceder, se trata de un falso dilema.

Cada uno de ellos es un momento del proyecto que Betancourt tenía ya, en lo fundamental, armado en 1940, a bordo del Orazio, camino a su exilio chileno, donde se mostraba a igual distancia de “los arcaicos cartabones” del liberalismo, como de las fórmulas soviéticas. Pero en cada uno de esos dos momentos hay un aporte que se eleva por encima de todos, viéndolos en la perspectiva del presente, lo cual quiere decir que nos ha hecho ser, a los venezolanos, lo que hoy somos.

En el primer caso —el trienio de octubre— es haber hecho ingresar las masas a la actividad política buscando transformar seres en personas y a las personas en ciudadanos. Cualquiera que haya sido el éxito de esa gestión, un hecho queda: esas masas que ingresaron a la política por el trujamán del sufragio universal llegaron para quedarse: desde entonces, ha sido imposible hacer regresar el genio a su botella, si por caso hubiese habido alguien tan descocado para intentarlo.

En su segundo mandato, hay otra herencia que al final resulta tan importante como la primera: la idea de gobernar sobre la base no de aplastar al enemigo, sino entenderse con el adversario.

El Pacto de Punto Fijo dio origen a la más larga dominación en la historia de Venezuela (más larga que el paecismo, que el guzmancismo y que el gomecismo) y a los gobiernos civiles que, durante casi medio siglo, se sucedieron en un país acostumbrado al oropel de las charreteras.

Si nos situamos en una perspectiva maquiaveliana, haciendo del éxito el criterio de la bondad de una política, podríamos decir que la de Betancourt era la correcta, pues su proyecto se cumplió a cabalidad.

¿Era el que mejor convenía Venezuela? Responder por la afirmativa o la negativa a esta pregunta es caer en el fácil juego de predecir el pasado. A partir de 1936,  no hay una sola fuerza política o una personalidad “de izquierda” (no había otro proyecto) que haya propuesto una fórmula diferente, y menos que nadie los comunistas. Si a ver vamos, éstos le reprochaban a Betancourt mucho menos que hubiese culminado su proyecto político como que los hubiese excluido de la Iglesia Triunfante.

En cuanto a esto de “culminación”, puede que esta palabra no tenga mucho sentido en relación con procesos históricos, pero cuando se dice que vote por quien vote, en el fondo de todo venezolano dormita un “adeco”;  cuando se dice que éste o aquel militante es un adeco verde, o naranja, o de boina roja, se está significando que el esquema propuesto por Betancourt se ha hecho conciencia social, se ha hecho ideología.

El libro de aquel simposio de 2003

El volumen La democracia: de Rómulo Betancourt a Hugo Chávez Frías recoge las intervenciones del simposio con el mismo nombre, que la Fundación Nacional de Estudios Políticos Raúl Leoni organizó en noviembre de 2003 en el Ateneo de Caracas. Se estructuró alrededor de nueve temas. Cada uno tenía un conferencista y, a continuación, un panel de tres o cuatro expertos, que comentaban la conferencia respectiva. Desde la perspectiva de hoy, salta como una perspectiva del país donde todavía prevalecía la esperanza de conducir la democracia por un mejor camino. Entre aquellos expertos en los distintos temas, no se vislumbraban las desgracias que doblegarían al país en los años siguientes.

Luego de las salutaciones de los anfitriones, León Sarcos y Lewis Pérez Daboín, el primer foro,“La vigencia del modelo democrático, tuvo a Manuel Caballero como conferencista y a Ramón J. Velázquez, Ángel Lombardi y Herbert Koenecke como comentaristas. El foro Acción Democrática: el partido del pueblo, a Carlos Raúl Hernández como conferencista y a Américo Martín, Cipriano Heredia, Asdrúbal Aguiar y Luis Emilio Rondón encargados de los comentarios. A continuación, La Política Económica de la Democracia: conferencia a cargo de Miguel Rodríguez, comentarios a cargo de Gerver Torres, Maxim Ross y Hugo Faría.

A Emeterio Gómez correspondió la conferencia de Política y Ética en Venezuela, comentada por Eduardo Roche Lander y Fernando Chumaceiro. Elsa Cardozo fue la autora de la conferencia de La política exterior de la democracia, y sus comentaristas Adolfo Salgueiro, María Teresa Romero, Carlota Isabel Bacalao y Gerson Revanales. Siguió el tema de La política social de la Democracia, a cargo de Luis Pedro España, que contó con los comentarios de Claudio Fermín y Leonardo Carvajal.

La conferencia sobre La política comunicacional de la democracia estuvo a cargo de Nelson Rivera y los comentaristas fueron Marcelino Bisbal, Pastor Heydra y Manuel Felipe Sierra. La política petrolera de la Democracia, conferencia dictada por Humberto Calderón Berti, fue comentada por José Toro Hardy, Alberto Quirós Corradi y Antonio Guzmán Blanco. El cierre del simposio estuvo en manos de Henry Ramos Allup, sobre el tema ¿Es posible un nuevo pacto de gobernabilidad?, y los comentaristas fueron Rafael Huizi Clavier, Diego Bautista Urbaneja y Felipe Mujica.

Al final del volumen, publicado en 2004, hay un texto adicional, dedicado a la cuestión de la política petrolera de la democracia venezolana, de Arturo Hernández Grisanti, también recomendable.


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