ROLAND STREULI, AUTORRETRATO

Por MÓNICA PUPO

Roland Streuli (Lausana, Suiza, 1953) se interesó por el cine y la fotografía desde joven, y estudió ambas disciplinas en su país natal. Su curiosidad y su espíritu aventurero lo llevaron a explorar otras culturas y paisajes, y a vivir y trabajar en diversos países de América, desde Estados Unidos hasta Surinam, pasando por México, Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Venezuela y Colombia, entre otros.

En Venezuela encontró su vocación y su lugar en el mundo. Gracias a la propuesta de Daniel Farías y América Alonso, colaboró en la construcción del Teatro Cadafe, inaugurado en 1979, y luego fue director técnico del mismo. A partir de ahí, entró en contacto con grandes figuras de la escena nacional e internacional, como José Ignacio Cabrujas, Zhandra Rodríguez, Vittorio Gassman, entre otros. El fotógrafo no se conformó con estar detrás de las cámaras, sino que también se atrevió a subir al escenario, tomando clases de actuación y participando como intérprete en varios montajes.

La fotografía de artes escénicas lo consagró como un artista de renombre. Publicó su primer libro en 1989, basado en su trabajo como fotógrafo del ballet de Caracas: Danza en Venezuela, un compendio de más de 500 retratos de su extensa trayectoria. Esta obra le valió galardones como el Premio Avecofa 93 y el Primer Premio Athenea Fotográfica (Bogotá, 1996). Su colección de imágenes incluye ediciones del FITC (1992, 1995 y 1997), y temporadas de ópera, teatro y danza

Lo primero que llama la atención al entrar en la casa de Roland Streuli es el collage de fotografías de artistas famosos, tanto nacionales como internacionales, que él ha retratado. Otro elemento que destaca es la variedad y cantidad de búhos y lechuzas que decoran su hogar. Se trata de una colección de más de 3.000 piezas de diferentes formas, tamaños, materiales y orígenes, que lleva atesorando por más de 40 años.

Streuli, con su característica cola de caballo rubia, se apoya con su bastón para caminar. Cuenta que padeció un COVID muy severo que le dañó el pie derecho. «Yo estaba en perfecto estado, más flaquito que nunca, hacía ejercicio, pero el hecho de que el COVID me afectara todo desde el talón de Aquiles hasta la punta de los dedos me hizo perder el equilibrio a veces». Su archivo visual es un tesoro de la cultura venezolana, que no solo registra importantes eventos nacionales e internacionales, sino que también alberga una galería de personajes de la cultura y el espectáculo, entre otros.

Así lo expresa él mismo: «Tengo una colección completa de teatro. Del Teresa Carreño tengo de todo, tanto de danza, como de teatro, de espectáculos y celebridades. Por ejemplo: Rocío Dúrcal, Audrey Hepburn, el Papa, el Dalai Lama, Lech Walesa, Ernesto Sábato, Deepak Chopra. También tengo el honor de haber fotografiado a Yehudi Menuhin con Ravi Shankar, cuando hicieron una presentación única fusionando la música de occidente con la oriental. Yo estoy abrazado con ellos dos, uno a cada lado, con mi barba parecida a la de Cristo. Esa es una de mis fotos más queridas, porque soy budista al cien por ciento. Mi filosofía es totalmente budista. Creo en Dios, por supuesto, pero no creo en la religión. Detesto las religiones».

—¿Por qué las odia?

—Todo es una mentira, no hay nada verdadero. Es como amedrentar a los pobres, para que entreguen el poco dinero que poseen, con la excusa de ayudar a los más necesitados. Y qué coincidencia que el país más pequeño del mundo, donde reside la jerarquía papal en el Vaticano, sea el más rico. No solo a nivel artístico, porque tienen una gran colección, sino también a nivel de joyas, propiedades e inversiones. Ellos poseen edificios y construcciones por todas partes, y flotan encima de una nube de dinero.

—¿Eso quiere decir que tampoco cree en la Biblia?

—La Biblia es un lindo cuento. Sí, la gente que no tiene la capacidad mental de comprender el sentido de la Biblia se deja llevar por una forma poética de narrar lo que ocurrió. A mí me encanta la Biblia. De hecho, una de mis películas favoritas es Ben-Hur y Los diez mandamientos, pero la versión de Cecil B. DeMille. Las antiguas, protagonizadas por Charlton Heston y otros actores. Y cada vez que las transmiten por televisión las veo. Es como volver a ver una y otra vez la saga de El Padrino. Para mí son clásicos que son lo máximo.

—¿Cómo trabaja su mente cuando ve estos clásicos? ¿Se limita a disfrutar de la película o va más allá y analiza todos los aspectos de esta, como el diálogo, la escenografía, la fotografía?

—Me interesa todo lo relacionado con la historia, pues de ahí se pueden aprender muchas cosas que ocurrieron según la Biblia y otros escritos. También me atrae la parte histórico-geográfica, por ejemplo, cómo se llamaban los países antes y cómo se llaman ahora, o por qué se formaron tantos grupos alrededor de ciertos países. Me fascina. Además, es supuestamente la cuna de nuestra cultura, desde Cleopatra, Julio César hasta Carlomagno. Él fue el creador de la escuela. A nadie antes se le había ocurrido inventar la escuela. Si le preguntas hoy a un estudiante quién inventó la escuela, los niños se quejan porque tienen que ir a la escuela, les molesta las clases obligatorias. Por eso digo que esa mente precursora como la de Carlomagno fue otro genio, por haber hecho eso, porque de eso nos nutrimos nosotros hoy en día. Tanto cultural como espiritualmente, porque es un aporte a la cultura general que nadie había pensado para que nuestros hijos no fueran tan ignorantes.

—Tuve un profesor que era genial, aunque me pegaba. Yo le agradezco los golpes que me dio, porque eso me formó como soy hoy. Él hacía un concurso cada día, el primero que respondiera se podía ir a su casa. Como detestaba la escuela, tenía la tabla de multiplicar en el baño, y mientras estaba en el inodoro, la memorizaba de arriba abajo y de abajo arriba. Así que me convertí en el mejor. Y cada vez que preguntaba yo era el primero. Entonces el profesor decía: «Streuli se puede ir a casa» —recuerda con nostalgia.

Viajes, cultura y arte venezolano

—¿Qué edad tenía cuando llegó a Venezuela?

—28 años. Yo comencé a viajar a los 13 años. Me iba a todos los conciertos.

—¿Viajaba solo?

—Nunca tuve una familia que se ocupara de mí. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía 3 años, mi madre nunca se encargó de mí. Mi padre después del divorcio me envió a las montañas de los Alpes suizos. Mi historia se parece un poco a la de Heidi y Pedro. Yo cuidaba mis cabritas en los Alpes, tenía mi gato y un perro, gallinas, cabras, y alguna vaca pequeña con su campana, que sonaba más agudo que las de las cabritas. Esos eran mis juegos, me gustaba montar en las cabras como si fueran caballos, pero yo era pequeño, y las cabras no eran tan bravas como los caballos.

—¿Y cómo hacía para ir a los conciertos?

—Yo aprovechaba para ir en los buses a los conciertos cerca de Ginebra, donde había música rock y otros géneros. También viajaba a París, porque desde mi casa no quedaba tan lejos, y había buenos conciertos. Me alojaba en casas de estudiantes, les preguntaba por algún lugar barato. El poco dinero que tenía lo conseguía recogiendo papel periódico, que yo lo ordenaba bien, y luego lo vendía en los supermercados para envolver vegetales y otras cosas. Me pagaban 20 centavos por el kilo de papel. Era muy poco, pero yo estaba feliz porque podía ganar algo de dinero. En realidad, la gente no sabía qué hacer con el periódico viejo, así que yo iba con una carreta que me prestaba un hombre de una ferretería y lo cargaba todo ahí. Luego lo vendía en un sitio que conocía, porque cuando uno es chiquito sabe mucho porque pregunta.

—¿Qué artistas le gustaban más?

—Por ejemplo, en Hyde Park, en verano siempre había muchos conciertos. Estaban Jimi Hendrix, The Rolling Stones, The Beatles, que fue el único grupo que nunca pude ver. Yo no era muy fan de los Rolling Stones. Yo prefería a los Beatles, más tranquilos. También estaban Janis Joplin, Leonard Cohen, Bob Dylan, Donovan. Además, fui a la Isla de Wight a ver los conciertos. Eran los mismos artistas, era mi mundo.

—¿A todos ellos los fotografió?

—No, solo iba como espectador porque me gustaban. Llegué a la Isla de Wight para ver conciertos que siempre eran con la misma gente y eso nos gustaba a todos. Era mi mundo y me sentía feliz. Después, cuando crecí, me di cuenta de que ya había conocido casi toda Asia. Fui a visitar Italia, Dinamarca, Alemania y Yugoslavia, en la época del mariscal Tito. Después fui a Grecia, a las islas de Rodas, donde está el coloso. Llegué hasta Turquía y después regresaba siempre a casa. Todo eso lo hacía durante las vacaciones escolares, que eran dos o tres meses. Al crecer, como yo había hecho en todos esos países, vi que todo el mundo buscaba el gurú en la India, la paz y la sabiduría.

—¿Y cómo era su aspecto físico en esa época?

—Yo no tenía el pelo largo todavía. Comencé a dejármelo cuando la gente empezó a cortárselo, yo era lo contrario a lo que los demás hacían. Me fui, cuando tenía 20 años, a New York, en vez de irme a la India. Viajé por todos los Estados Unidos, las Bahamas, Puerto Rico y después me quedé mucho tiempo viviendo en Nueva Orleans, que es hermosa. Después de haber viajado por Estados Unidos, fui a Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, Argentina, Uruguay, Chile, Brasil, Guayana Francesa.

Roland Streuli tiene una memoria prodigiosa, pero cuando se trata de recordar los años en que estuvo viajando por el mundo, prefiere consultar sus propios escritos.

—Es que son tantas cosas que viví, que a veces se me olvidan los detalles —me dice, mientras me muestra una pila de documentos que ocupan la mitad del sofá donde estoy sentada—. Mira, levanta ese bolígrafo que está ahí y saca unos libritos que están debajo. Son los primeros 20 años de mi vida, escritos por mí.

Así me presenta parte de su autobiografía, una obra que inicia desde su infancia en Suiza.

—En cierto momento, siento el impulso de viajar. Me fui a México y en Acapulco cumplí uno de mis sueños. Desde que vi una de mis primeras películas con el Tarzán original, que era Johnny Weissmüller, cuando se tiraba de la quebrada, quise hacer lo mismo. Entonces, me lancé desde más de 40 metros de altura en un estrecho canal. Uno debe esperar que no haya agua para tirarse, y en el instante de la caída llega toda el agua dentro de ese canal.

—¿Y cómo hizo para tener fotos de ese momento?

—Yo no tenía cámara fotográfica en ese momento. Así que le pregunté a unos amigos y ellos me dijeron que conocían a los que hacían las postales para vender a los turistas. Que, si yo quería, podían preguntarles cuánto me cobrarían por tomarme una foto. Claro, porque yo no iba a lanzarme y luego no tener prueba de que lo hice. No me iban a creer.

—¿Y qué dijo el fotógrafo?

—El fotógrafo se rió y dijo: «Mira, si te tiras, yo te regalo el trabajo fotográfico y los negativos para que te los lleves». Ah, perfecto. Dicho y hecho. Así fue. Me lancé y cumplí el sueño que tenía desde los 9 años. Solo lo hice una vez.

—¿Hay algún país que no haya visitado en el mundo?

—Tenía planeado viajar a Australia, pero en Argentina me robaron todo el dinero que había ahorrado para el avión. Además, en cada país que visité se produjo un golpe de Estado.

—¿Qué países fueron?

—En Bolivia, el militar Hugo Banzer derrocó al gobierno de Juan José Torres. En Chile, Pinochet encabezó el golpe contra Allende. Al llegar a Buenos Aires, me encontré con el régimen de Jorge Rafael Videla, que había destituido a Isabel Perón.

—¿Cómo logró escapar de esas situaciones?

—Afortunadamente, pude huir por los canales con mi pasaporte vencido, hasta llegar a Maldonado en Uruguay y de ahí seguir mi camino hasta Caracas. Después me dirigí a Bogotá, Colombia, pero volví a Caracas poco después. Entonces me dije: No más.

—¿Es aquí cuando decide establecerse en Venezuela?

—No. Opté por irme a Suiza. Eso fue alrededor del año 76 o 77. Allí fue cuando mi cabeza estalló, no aguantaba más, porque llegué a Suiza en plena primavera, una primavera hermosa, con el sol empezando a brillar, luego el verano, ya había conseguido trabajo en un cine y poco a poco se acercaba el otoño, y veo que el sol desaparece. Era como si hubieran puesto una campana de cristal sobre el techo de la ciudad y solo se viera una lucecita lejana, con un rayito de sol y el resto lluvia. No podía soportarlo, además del frío. Entonces llamé al último lugar donde había tocado puerta, que era la época de Daniel Farías y América Alonso.

—¿Qué le ofrecieron ellos?

—Daniel me dijo: «Roland, ven, te tengo un trabajo». Sin perder tiempo, me puse a ayudarlo a construir el famoso Teatro Cadafe. Al principio, era cortar madera para la plancha del escenario. Luego, como era giratorio, había una gran polea y una armadura de hierro con puerta de hierro. Tuve que ensamblar todo eso. Después, como me vio bastante hábil, me preguntó si podía encargarme del techo del teatro, que estaba en unas condiciones horrendas. Le pregunté: “¿Cuánto me pagas por eso?”. Me respondió: «Tú me dices, no hay problema». Entonces, acepté. Alquilé unos andamios y contraté a un muchachito colombiano para que me ayudara a hacer las planchas. Hice todo el techo del teatro, colocando luces y todo eso. Me fue muy bien.

—¿Cómo fue su relación con Daniel Farías?

—Daniel fue como un padre para mí. Me prestaba su carro y me dio la vivienda, que era un camerino del mismo teatro. Yo vivía allí y tenía la llave del teatro. Además, estudiaba teatro al mismo tiempo. Mi profesor era José Ignacio Cabrujas, mi maestro, y mi compañera de teatro era Flor Núñez. Estudiaba con ella, pero nunca me gustó mucho la actuación.

—¿Qué otras funciones desempeñaba en el teatro?

—Además, me nombró director técnico del teatro. Hice la traducción del manual de cómo usar las luces, que era la nueva tecnología de iluminación traída desde los Estados Unidos por John Stelling. Todo estaba en inglés y tuve que traducirlo. Incluso para Carlos Giménez, que empezó a organizar los festivales internacionales de teatro. Así fue como conocí a Giménez, que vino a ver desde la cabina a los grupos de teatro, y me invitó a que fuera su luminotécnico en El Rajatabla. Ahí estuve por poco tiempo, trabajando con David Blanco y César Bolívar.

—¿Qué lo hizo cambiar de opinión sobre el ballet y la ópera?

—Cuando vi el Ballet Internacional de Caracas, dirigido por Zhandra Rodríguez, me quedé maravillado. Me pareció una cosa tan hermosa, que me pregunté: “¿Roland, estás loco o qué? ¿Cómo es que no te gustaba el ballet clásico, moderno, o la ópera?”. Eso era lo que pensaba antes, cuando creía que la ópera era para los viejos que querían dormir un rato. Pero en Venezuela fue donde realmente desarrollé mi vena artística. Pues toda la cultura, no la inteligencia, la cultura se la debo a Venezuela. Simplemente, porque nadie antes me lo había mostrado. Ignoraba ese tipo de arte y los jóvenes allá tampoco lo conocían. Nadie los invitaba a ver esas cosas y se quedaban ignorantes a nivel artístico.

—¿Por qué tuvo que renunciar al teatro?

—Poco a poco, hubo problemas en el teatro con los hijos de América Alonzo y tuve que renunciar. Fue entonces cuando Sandra se enteró de que estaba libre y me ofreció trabajar como asistente de dirección de escena. Parece que ella se enamoró de mí y yo de ella. Es un ser humano maravilloso. Para mí, fue una bendición haberla conocido. Fue quien cambió el rumbo de mi vida. Y se lo dije públicamente y ella lo sabe.

—¿Cómo comenzó su vida aquí en Caracas?

—Comencé a viajar mucho con Zhandra Rodríguez, íbamos a todas partes, no solamente como director asistente adjunto, sino también como fotógrafo. Entonces, después de que me compré la cámara, empecé a tomarle fotos y se las mostraba a ella. Y ella, siempre muy delicada, me decía: «¿Qué mierda es esa? ¿Cómo se te ocurre? ¿Estás loco? Aquí me cortaste el pie y la mano, esos son nuestros instrumentos de trabajo. Quítale un bolígrafo o el papel a un periodista a ver qué hace. ¿Tú no usas el cerebro para pensar, Ronald?»

—Poco a poco fui mejorando hasta que un día, ella miró las fotos y me dijo: «Sabía que tú podías, porque tú tienes el arte dentro de ti, se te siente». Y de ahí en adelante comencé a tomar fotografías a todo. Si yo era capaz de tomarle fotos a una bailarina y de un solo clic agarrar lo que era el momento adecuado, no con el disparo en ráfaga, sino con el clic, porque uno tenía que pagar sus rollos y tenía que estar seguro de la velocidad, la luz y el movimiento. Entonces me ayudó muchísimo, comencé a viajar con ella a Japón, China, España, Suiza, Alemania, Sicilia, a todas partes del mundo y fue genial.

—Ella y el coreógrafo Vicente Nebrada eran los bailarines estrella. Para mí, el Ballet Internacional de Caracas era como The Beatles, hasta que llegó Yoko Ono, se separó el BIT y se hizo el Ballet Teresa Carreño y el Ballet Nuevo Mundo de Caracas por separado. Zhandra se quedó con el ballet nuevo y Vicente con el Ballet Teresa Carreño por sus cuestiones políticas. Quien destruyó todo esto fue, vulgarmente, la politiquería. Me molestó mucho. Después no me contrataron como asistente de dirección de escena, sino ya como fotógrafo.

—¿Cuál fue la razón fuerte que hizo que se quedara aquí?

—Primero, el clima. Segundo, el cambio. El clima a 4,30. El paisaje.

—¿Cuántos rollos de películas gastó en una obra?

—En la obra de Román Chalbaud El Pez que fuma usé siete rollos. A veces podían ser 8 o 9, lo mínimo eran 3 o 4.

—¿Usted se quedaba durante todo el acto?

—Todo, desde la A hasta la Z. A mí nadie me pagaba jamás, yo era una persona que hacía el trabajo y luego veía quién te compraba. Porque todo esto era un gasto. Primero la cámara, después revelar los rollos en los laboratorios, después tienes que comprar las fundas donde guardar los negativos. Luego identificarlos y clasificarlos. Tengo más de 250 carpetas donde conservar todo esto, porque esto es dinero.

—¿Hay alguna diferencia si dispara en color o en blanco y negro?

—Te voy a explicar una cosa. Yo escogí el color porque para mí la danza significa regocijo, felicidad, color y alegría. Mientras que el blanco y negro es, para mí, algo más como testimonio documental. Yo usaría eso para la guerra, las cosas trágicas y el drama. Eso sí, yo digo: si hay vestuaristas que se esfuerzan día y noche haciendo trajes de colores, con pepitas brillantes; si se dedica el escenógrafo pintando cosas maravillosas para alimentar tu espíritu, y crear cosas que tú no puedes ni soñar. Te dan el plato ya hecho; y si hay un luminotécnico que busca cada gelatina para la intensidad de tantos colores, ¿y tú lo vas a echar a perder en blanco y negro? Entonces digo: no, no es justo para gente que hace tanto trabajo y que se ve reflejado solamente en un triste negativo en blanco y negro. Que guarden eso para la guerra.

—¿Pero llegó a utilizar el blanco y negro?

—Utilicé el blanco y negro, sobre todo en el retrato. No siempre había posibilidad de conseguir rollos, así que quería ver la obra. No puedo ir al teatro sin tomar fotos. No puedo ver una obra y luego volver a tomar fotos. Porque para mí la imagen tiene que impactarme en el momento. Si yo sé lo que va a pasar, no me interesa. Es como si ya lo hubiera visto. En cambio, cuando estoy con el público, vibro, me emociono. Y me digo: seguro que ahora hará eso, y justo lo hace y clic.

—¿Cómo tiene ordenado su archivo?

Él se pone de pie y se dirige a un mueble que está a pocos pasos. De allí extrae varias libretas negras. Elijo una de ellas marcada como «Teatro 1». Está repleta de apuntes, nombres de actores y actrices nacionales e internacionales, obras de teatro datadas e identificadas por las compañías de teatros, así como otros eventos.

—Aquí está la cultura de toda Venezuela desde hace 45 años —dice Streuli, orgulloso.

Me cuenta que hubo un momento en que se dedicó a organizar e identificar sus archivos.

—Al principio yo no tenía eso así en libros. Lo tenía archivado en carpetas con sus hojas protectoras. Pero después, cuando necesitaba alguna foto, me preguntaba: ¿dónde está? Fue cuando empecé a organizarlo todo. Cuando ves teatro 1, vas y buscas la carpeta de los negativos identificada como teatro 1. No tengo copias, solo negativos y contactos. Para seleccionar. Todo mi archivo no está digitalizado. Nada. Lo nuevo, de hace 20 años, cuando empezó lo digital, obviamente. Pero el resto, tú sabes la fortuna que uno tendría y el tiempo que, en la época del teatro, lunes nada; martes, miércoles, jueves, viernes, sábados y domingos, teatro. Y los viernes, sábados y domingos, a veces dos o tres obras o funciones. Con mi moto, corriendo de un sitio a otro, que había funciones a las 11 de la mañana, otra a las 3 pm y 5 o 6. Imagínate la cantidad de espectáculos.

—¿Significa eso que usted no es de los fotógrafos que se coordinan con el equipo de la obra para planificar algunas poses y ángulos?

—El factor sorpresa, me fascina eso —me responde, con pasión.

—¿Qué estrategias utilizó para no incomodar al público y a los actores con sus movimientos?

—En más de una ocasión, varias personas se levantaban frente a mi cámara para decirme: «Bueno, ya. ¿Hasta cuándo?». Y yo les decía: «Mira, el resto de la sala no se queja. Si te involucras más en lo que estás viendo, ni siquiera oirías mi cámara. Lo que pasa es que estás aburrido y quieres fastidiarme a mí. Concéntrate en lo que estás mirando».

—Por parte de los actores, una vez yo estaba en la primera fila y ¿sabes quién me regañó? Vittorio Gassman, el actor italiano. Al final, yo tenía a ese monstruo sagrado del teatro y estaba tan feliz que no paraba de fotografiarlo. Entonces, se para delante de mí y me dice: «¿Bueno, ya? ¿Quieres que pose un poquito más para ti, para que no me sigas molestando con tu cámara?». Y yo: «Disculpe, maestro». Y adiós. Ahí sí, la metí. Pero valió la pena con quién meterla. Él vino una sola vez y lo tengo.

—¿El mejor lugar donde ubicarse en el teatro para tener ese encuadre ideal?

—Todo depende de la sala y del escenario. Por ejemplo, el Teatro Nacional y el Municipal tienen una perspectiva diferente, casi miras por encima del escenario. Entonces, hay que adaptarse a cómo es el escenario y a cómo están las butacas. Yo realmente lo que hacía era lo mejor para mí. Me sentaba en un maletín en la mitad de la escalera central y ahí colocaba mis cámaras y fotografiaba. También depende de la obra, ahí es cuando yo cambiaba de cámara por el lente. Por lo general, utilizaba un teleobjetivo y un 35-120 mm para poder jugar con el zoom, según la distancia. La película siempre era de 400 ASA.

—¿Qué influencias o referentes tiene en el ámbito de la fotografía escénica?

—En mi trabajo no tenía referentes. Era yo contra el resto del mundo. Los demás siempre usaban el blanco y negro, por ejemplo: Miguel Gracia, Nicola Rocco, ellos siempre optaban por el blanco y negro porque los periódicos se lo pedían, como en el caso de Nicola. Miguel Gracia era otro fotógrafo y gran amigo que lo pagaban el Conac y Fundarte. Yo era el único, como buen suizo, que estaba solo. Yo mismo me autofinanciaba mis rollos y con lo que vendía hacía mi trabajo.

—¿Qué satisfacciones ha encontrado en su carrera artística?

—Siento una satisfacción de haber pasado mi vida feliz, porque hacía lo que me gustaba y eso era ver espectáculos. Me encantaba salir de mi rigidez de suizo, se me abrió el horizonte. Yo estaba ávido de tener conocimientos cada vez más amplios. Es como cuando te dan un libro cuando estás chiquito, y quieres que la historia sea como la historia sin fin, que siga y siga. Y yo estaba enamorado de los festivales de teatro que nos trajo Carlos Giménez. Gracias a él vimos los mejores espectáculos del mundo aquí. Y cuando digo del mundo, es del mundo. Y más nunca, jamás habrá algo parecido. Y de eso estoy 100% seguro, era la época de los genios.

—Estaba Tadeusz Kantor, que fue pintor y director de teatro. Él pintaba una obra de teatro dirigiéndola en blanco y negro, luego corría la mesa donde había una sábana blanca, la doblaba como si fuera un lienzo y la firmaba. Lo más hermoso, cuando lo conocí, le tomé fotografías por supuesto, y a él le gustó cómo era yo y me regaló un cuaderno con dibujos de él. Y yo le regalé entonces una foto mía. Fue un intercambio tan dulcemente romántico entre un artista y otro. Son gente que te admiraba por lo que tú hacías. Pues aquí no te dan el puesto que tú te mereces siendo artista, aquí en Venezuela «Ah, el fotografito ese». Más nada.

—¿Qué representa para usted todo este archivo?

—Mi vida, es un tesoro. Esto no tiene precio, es tanto que nadie está dispuesto a pagar. Yo vivo por eso, es mi pasión, es mi vida. Tengo 71 años, ya viví lo suficiente y, por lo menos, no podrán decir: «¿Qué dejó ese imbécil?». Ese imbécil dejó toda la cultura venezolana aquí, que nadie la tiene. Pero este imbécil suizo que no ganaba dinero, ni con el Conac ni con El Universal ni con nadie, lo hizo de su propio bolsillo. Es más, si alguien quisiera tener todo eso, yo lo vendería por 800.000 dólares y le daría todo el archivo y me retiraría. Y con eso estaría feliz, porque podría vivir a gusto y terminar de viajar lo que no pude viajar, y lo que quería hacer y no pude hacer porque me robaron. Porque aquí me robaron también. En el momento en que había dos bancos, Pocaterra y otro banco más, se unieron para comprarme todo eso. Cada banco me iba a dar 300.000 dólares, hubiesen sido 600.000 dólares y yo les daba todo. Ellos comenzarían a hacer libros, afiches, de todo.

—¿Cuál es la clave de su éxito?

—Mi sinceridad, no creerme una cosa que nunca soy. Porque la gente siempre se cree una gran cosa, pero siempre hay alguien mejor. O sea, humildad ante todo. Y compartir los conocimientos que adquirí, no son secretos que se van a llevar a la tumba. ¿Para qué? Si mi experiencia puede servir para otra gente, pues chévere.


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