Cesarismo democrático
Laureano Vallenilla Lanz | Archivo

Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

Hay un hecho palmario en nuestro proceso independentista del siglo XIX, omitido sin mayor escándalo por sociólogos e historiadores: hubo una regresión. En algún lugar de Cesarismo democrático hace la filiación con el tránsito del mundo clásico del Imperio romano al feudalismo medieval; la comparación se sostiene sobre todo por la precariedad material y las formas larvales de la representación −parece volverse al uso de todo lo conocido pero desde la invención de lo degradado y frágil, y de protocolos primitivos. La regresión creó un vacío, ese espacio donde algo es desterrado, borrado, para dar paso a la novedad, solo que en el ínterin se prolonga y lo sustitutivo no llega, como la mudez de los pueblos indígenas cuando pierden su lengua y aún no adquieren la del conquistador. En el caso de usos y costumbres, nunca desaparecen, siguen allí en su función inercial, pero desgajadas de un ascendiente tutelar, ese lugar intangible de la cultura legitimadora. Fuera de allí ya no son maneras ni gestos rituales que restituyen una funcionalidad, son pulsiones y muecas que solo hablan por el individuo librado a su discrecionalidad y desamparo. Buena parte de la población regresó a los montes a vivir como seres excluidos, no solo de la ciudad sino del trato humano. «Los historiadores que se contentan con las fuentes oficiales prescinden del estudio pormenorizado de aquellos años, en que la mayor parte de la población de Venezuela vivía en los montes como las tribus aborígenes; en que los llaneros realistas, retirados de Carabobo y unidos a los patriotas que habían sido licenciados, andaban en caravanas robando y asesinando como en sus mejores tiempos…».

La regresión supone un desandar hacia formas disfuncionales tanto de la representación como de los usos, y en ella la memoria de lo normal cesa, ya no hay referente que oponer a la barbarie, contrastar puede ser una molestia, irritación adicional que, sin embargo, sirve para juzgar el alcance de la pérdida. La Venezuela de hoy muestra impávida imágenes atroces, en las ciudades grupos que no son aislados buscan comida entre la basura, los hospitales son más bien tanatorios, lugar donde se va a morir, saqueos de depósitos y transportes de comida, un mundo ha sido trastornado y llevado a una condición de inanidad, aunque muestra una vitalidad agónica, apelación a tics y mecanismos de sobrevivencia que parecían negados en el origen de su ordenación más reciente. Concilia con los peores vicios salidos de la pobreza, es indiferente al peculado que ha arruinado no solo la economía, ha devastado las reservas naturales y la herencia de las generaciones por venir, la violencia ciudadana llegó a nivelarse con la criminalidad organizada y comparte con ella el desdén por el orden. ¿Hasta qué punto el diagnostico de Vallenilla Lanz podía prever este apocalipsis?, ¿qué tan lícito es derivar de un análisis societario, los ritmos de sus ejecuciones, una tendencia fatal? Su insistencia en la disgregación, la facilidad con que se disuelven los hitos de regularidad y acopio, la dificultad de retener lo acumulativo y esa pulsión del siempre empezar, es una incapacidad de percibir la tradición o simplemente un rechazo de la realidad de los insatisfechos y que nada raigal han puesto en su retención.

Su obra resplandece desde un esfuerzo de totalización, las ciencias sociales en manos del escritor que adjetiva y hace juicio −convencido del dato erudito y la ilustración como agentes necesarios de la elocuencia−  alcanzan un rigor hasta ese momento desconocido en nuestra vida intelectual. Ningún otro país del continente puede mostrar una indagación sobre la nacionalidad de esa densidad. En esos años de disputas nacionalistas y cerrados aldeanismos, Cesarismo democrático es interpretación y crítica en un alcance antichovinista y sin embargo aclarando para siempre el aporte y definición de Venezuela en lo que Waldo Frank ha llamado el nacimiento de un mundo. Cuanto inquietaba iba más allá del reconocimiento de la guerra civil, que de alguna manera descubría otra épica, la violencia y aporte de los caudillos, lo perturbador era el señalamiento de la insuficiencia de un país, y de un continente, en el tiempo de integración a la sociedad planetaria, explicado por los teóricos del imperialismo y el culto de Calibán, desde la sujeción y la minoridad.

Los reclamos más agrios salieron de Montevideo y Bogotá, lugares urbanos y de atildados paseantes, polémicas de altura y siempre dejando a salvo la brillantez expositiva del libro. El hombre que había visto la gestión de los caudillos en una dimensión distinta, resguardadora del frágil tejido social. Sin disminuir a los héroes épicos de la guerra, estaba indicando en la dirección de la venezolanidad y el gentilicio impuros, los taciturnos venidos de la matanza, ellos iban a ser los actores de una patria de muchedumbres inciertas donde lo nacional debía construirse con insumos más reales, indigencia material y desencanto estaban entre ellos.

La formación intelectual de Vallenilla Lanz se nos muestra en etapas esquemáticas desde las cuales se puede deducir la eficacia de su alcance, pero sin duda resulta atípica en una época de prestigio institucional de lo académico. De sus tres viajes a Europa, dos son un inmersión en aguas regias, no va en la excursión modernista a tomarle el pulso a un a un estilo cosmopolita; desde su tareas puntuales de cónsul o representante plenipotenciario organiza todo un programa de consulta e investigación en los diferentes archivos de España y la Universidad de París, donde toma cursos, y en el Colegio de Francia. Afina su francés y se empapa a fondo de las ideas doctrinales de los autores franceses presentes en las bases principistas de sus libros. En España (Santander, Madrid, el País Vasco) frecuenta círculos donde debía sentirse el rumor de la pérdida de las última colonias, ha referido sus conversaciones con Benito Pérez Galdós, pero otros contertulios eran Pío Baroja y Miguel de Unamuno, Blasco Ibáñez. No era entonces el visitante casual, paseante de café conociendo mundo; un detalle relevante para evaluar tanto lo hecho hasta ese momento como el estatuto del cónsul entre sus interlocutores es su designación como miembro correspondiente de la Real Academia Española de la Historia, al final de esa provechosa estadía de cinco años. La explicación de esta designación solo puede entenderse si atendemos a un aspecto poco estudiado de la difusión de su obra, hasta ese momento no ha publicado sino algunos folletos sobre temas locales, aunque ya tiene un hábito reconocido de articulista, pero sobre todo sus relaciones con institutos y academias del exterior le había permitido extender su nombre en cenáculos poco promocionados pero serios.

Las ideas de sus libros tienen más eco en otras capitales sudamericanas que en Venezuela, las polémicas lo consagran como un argumentista, pero sobre todo el rigor de sus exposiciones le gana la admiración de sus contestadores, piénsese que estos no eran políticos de tribuna: Eduardo Santos, Vasconcelos, Francisco García Calderón, Mario Falcao. Desde México, un venezolano, Rómulo Betancourt, escribe unas líneas que deslucen y solo demuestra no haber leído el libro. Picón Salas, por su parte, tiempo después se muestra no solo injusto sino inexacto en su apreciación de la generación positivista, se equivoca cuando dice que han leído a trozos la doctrina de Comte y Haeckel.

El reconocimiento vendrá en la segunda mitad del siglo XX y de un lugar que no le desmerecía aunque guardó distancia: la academia. Para él esta representaba una manera del saber científico, aunque la consideraba conservadora en cuanto a discutir la novedad. En su tiempo dos de sus libros circulan en Europa en otras lenguas, en 1925 aparece la edición francesa de Cesarismo democrático y en 1934 la italiana, también hay una reedición caraqueña de 1929. La edición española de Disgregación e integración significa el descubrimiento de ese libro entre los pensadores políticos de la academia y de la mano de Manuel Fraga Iribarne y M. H. Sánchez Barba, quien hace el prólogo de la edición del Instituto de Estudios Políticos (1962.) Aunque quien primero sitúa con claridad el carácter objetivo de su método es Ramón Díaz Sánchez, y en la temprana fecha de 1937, este considera sus estudios de la evolución del proceso de la nacionalidad una muestra acabada de las hipótesis el materialismo. Díaz Sánchez no es un observador cualquiera, su libro Transición es casi el único esfuerzo de prospecto que se propuso ceñir el horizonte de los cambios que se requerían en la refundación, parece nutrir de contenido teórico el «Programa de Febrero», y en esa medida produce un esquema crítico de la cultura venezolana que no fue aprovechado. «Sin embargo, apenas hay algún sociólogo venezolano que se haya decidido a presentar con decisión esta hipótesis. Es en Vallenilla Lanz, empeñado en hallar justificaciones históricas a lo que él llama cesarismo democrático, en donde encontramos una mejor definida tendencia a explicar nuestras contiendas nacionales desde un punto de vista materialista». Y sin embargo, la justicia del comparatista no resiste hacer una aclaratoria a fin de poner el saber a salvo de los malos usos, Vallenilla se ha salido pues de la «la tradicional entonación himnaria, de la mera catalogación de datos para la historia o del mediocre inventario». Y toda esa lucidez a pesar de la ausencia de virtudes personales. «Y ello porque Vallenilla Lanz, pese a sus taras morales, es el único sociólogo de hondura que hemos tenido hasta hoy». Es el precio del elogio de un pensador que no hizo concesiones.

Se le ha valorado y visto su modernidad, curiosamente desde el prestigio del marxismo, este lo considera un materialista dialectico, en Venezuela ha influido en esta corriente (Irazábal, Brito Figueroa, Manuel Caballero) y algunas veces se lo cita sin nombrarlo. En varios lugares de sus dos primeros libros se excusa de carecer de los procedimientos y técnicas de una cierta cientificidad, reconoce y estima los protocolos y categorías, que ha aprendido a valorar en sus maestros de la sociología (Taine, Bouglé, Durkheim, Gumplowicz, Le Bon, Steed). En cambio, la obra de sus compañeros positivistas abunda en juridicismos como descripción de lo probatorio; es poco probable que hayan leído la variedad de autores que él leyó, la mayoría en su propia lengua, y de haberlo hecho lo hicieron en compartimentos estancos, sin cruzarlos y como sola sustentación de la autoridad. Él discute autores y tendencias, cuando el canon no le satisface lo confronta con los hechos, denuncia el anacronismo no solo de los llamados «viejos conceptos» sino de usos y acuerdos como esos de raza y soberanía popular. Se sabe de cuatro artículos suyos dedicados a aspectos heurísticos de los procedimientos, y es excepcional eso del historiador examinando su arte, conciencia de la autonomía de los instrumentos expositivos, tal cosa no solo lo alejaba de cualquier empirismo, le interesaba prestigiar una ciencia cuyo correlato era la biografía del poder («Sobre metodología histórica». El Nuevo Diario, 1913). «Al pensar la historia como fenómeno social, Vallenilla adopta un criterio abiertamente multidisciplinario que ayudará a determinar el verdadero alcance del hecho social considerado» (N. Harwich Vallenilla).

Su afán de corrección y ajuste estaba en relación directa con su convicción de un saber objetivo que construye objetos y estos son impuros, reflejan una realidad que está haciéndose o removiéndose en su lecho; se sabía instalado en un orden, la comunidad científica de ascendencia intelectual. En varios pasaje se llama a sí mismo autodidacta, su respeto de los saberes escolares y académicos lo hace empeñarse en la validación de sus investigaciones más allá de lo probatorio. Sus largos periodos elocutivos entrelazados con citas también que se prolongan, insistiendo sin afirmar, tienen una monótona circularidad, pero nunca redunda. Apela a la autoridad en cuanto dato obrando en su propio acuerdo, ilustra un entorno y puede testimoniar usos y costumbres que el ensayista se encarga de fijar desde la elocuencia. No es casual que la introducción de Disgregación e integración, «La influencia de los viejos conceptos», uno de los apartados más extensos de toda su obra, tenga muy pocas citas consecutivas, pues es el autor haciendo memoria de la teoría, ilustrándola para sí mismo, mientras va repasando las sanciones de los historiadores sobre el proceso nacional, aquí el canon está siendo discutido y así es cuidadoso, no se trata de ilustrar apelando sino de elaborar. Así, por ejemplo, cuando debe distinguir la uniformidad social de los pueblos pastores, insiste en no confundir esa latencia igualitaria, expresión de un larval desarrollo, con formas avanzadas de regulación. Pone distancia con las ideas roussonianas del comunismo primitivo y el culto adánico, aquí su intuición nos aporta un contraste para no perder de vista: los socialismos reales se apoyan en esa idea del hombre originalmente bueno. El redentorismo está entonces interesado en mostrarnos una imagen idílica de su objeto, este será puro y sin pasado, y así está listo para una salvación donde sociedad, ciencia y saber son recelados. «Las visiones de Rousseau descubriendo en las sociedades primitivas el igualitarismo, la independencia individual, y todos los principios proclamados por las sociedades modernas, no caben hoy dentro de un criterio ilustrado…». Hoy está de moda y es de buen tono proclamar el alma demócrata del pueblo venezolano, y algunos agregan que en la sangre del venezolano corre un ADN republicano, si no es una temeridad es al menos una forma de chovinismo biológico, y enunciado en los peores tiempos de esa republicanía. Vallenilla sonreiría sarcástico ante estos aportes a la sustentación de nuestra identidad. «No incurrimos nosotros en el error de afirmar que el pueblo venezolano fuese demócrata en el sentido científico del vocablo y que las ideas y los principios democráticos hubieran penetrado hasta las capas inferiores de la población». El marxismo ha sabido aprovechar esta clase de autorización de pensadores liberales emocionados en la tribuna y confundidos en la vida cotidiana. Los ciudadanos de aquellos países sometidos a la esclavitud por esas doctrinas serán eficientes actores de una democracia que llevan en la sangre, la ejercitan en elecciones y en equitativa distribución de la pobreza. «El comunismo arcaico, no es el colectivismo de nuestra edad presente, entre uno y otro solo existe una identidad aparente y superficial». El paisaje roussoniano es de largo alcance, asociar justicia y edad de la inocencia libera de todo esfuerzo para pensar un presente conflictivo, pero sobre todo despoja del principal componente de fecundidad: la responsabilidad que supone concebir y ejecutar un programa. Uno que parece estar en las antípodas de Vallenilla Lanz, Briceño Iragorry, también se levanta contra ese riesgo, habla del «deleznable Contrato social», hace remontar aquel criterio a la autonomía popular de la Colonia, y es aquí donde tres autores, el otro es Augusto Mijares, remodelan las exigencias de la tradición civil: el ciudadano debe responder por su nuevo estatuto. Es sujeto de derecho y no habitante bucólico de una naturaleza pródiga.  Los viejos conceptos funcionaban bien cuando iban al encuentro de unos hechos, no para explorarlos sino para adecuarlos, la historia oficial convenía así a una prédica de heroísmo, lo nacional forjado a la sombra del culto de patria y pueblo.

Al escribir y desarrollar sus tesis en medio de una circunstancia que aparecía como correlato debía ser convincente desde un saber fuera de toda duda y situarse en un horizonte cosmopolita. En sus libros nunca alecciona o compara con la realidad de su presente, solo en las respuestas de las polémicas invoca la condición nacional, y cuando los otros le señalan el país disminuido. Insiste en su estatuto de self made man, ha llegado lejos y quizás al precio de mantenerse alejado de la academia. Busca en la difusión de sus ideas lectores susceptibles de sacar el debate de cierta carga pintoresca de lo local, y en esa medida está más interesado en un canon latinoamericano de la identidad, diríamos que sus libros pueden leerse como las clásicas descripciones de la cultura (De la conquista a la Independencia, M. Picón Salas; Historia de la cultura en la América hispánica, P. Henríquez Ureña) pero inundados de referencias a una ciencia infusa, y esto solo debe verse como una gracia, la del fervor del erudito, que conoce el prestigio validador de las disciplinas emancipadas. «Este peligro es mucho mayor tratándose de un autodidacta, que es el primero en comprender las deficiencias y las grandes lagunas de que adolece su educación científica». Esos peligros se ampliaban, pues se trataba de un remodelador observado por sus enemigos del día, debía dejarlos sin opciones si acaso iban a profundizar en sus libros para desacreditarlos, pues desde allí podía venir la deslegitimación de su posición política.

Casi nos advierte que no lo confundan con los doctores, especie sin brillo en el gomecismo, por lo demás, ese autodidacta enfatizado es una distancia para mayor exigirse, ya sabemos de su ironía de lector con esos doctores de tratado y púlpito. Ellos administraban otro saber desde la academia, esta podía darse el lujo de permanecer en la corrección política y jugar al antigomecismo, pero esa no era la razón mayor de su distancia. Hace suya una página de Sorel y nos da un fondo de su vida intelectual, íntima, casi una confesión del hombre que hace ajustes y reduce el espectáculo a una vocación y sus rotundas satisfacciones: «Yo no soy ni profesor, ni vulgarizador, ni aspirante a jefe de partido; soy simplemente un autodidacta que presenta a algunas personas las anotaciones que le han servido para su propia instrucción». Vida paradigmática, pero una obra de leyenda lo ciñe, trabajó con intensidad y no permitió que la dedicación pública lo consumiera, resguardó escritura y talento de las tareas políticas, también de las vanidades menores, pero encarna el héroe de Briceño Iragorry, ese del hombre que sufre frente al hombre hedónico.

Aún joven despide a su padre, dos de sus hermanos fallecen camino a la realización, su esposa muere cuando sus tres hijos todavía son párvulos, es el único representante del gomecismo al que hacen objeto de graves atentados. En La Habana, de paso para Europa, un fanático lo agrede con un garrote −también con un garrote que no llega a vil, esta vez la mano de una dictadura agrede a Mario Briceño Iragorry, 25 años más tarde en Madrid. En 1929 alguien hace estallar una bomba en la puerta principal de su casa de Caracas, es el único a quien la sociedad caraqueña le hace el vacío como un apestado en las reuniones sociales y celebraciones del gobierno, a esta gente, dice, las veía después solicitando favores en las oficinas de la Cancillería. Las oficinas de El Nuevo Diario son saqueadas el día siguiente de la muerte de Gómez, había adquirido la propiedad de esta empresa en 1931, tras ocuparse de ella desde 1915, lo convierte en el primer periódico moderno de Venezuela, el primero de gran circulación; redacción y aspectos técnicos y de impresión son actualizados mediante préstamos y alianzas. Dos años antes, al parecer, una componenda donde interviene Gil Fortoul lo había despojado de la propiedad, le entregan unos valores sin garantía. Pero el libro mismo retiene tensiones personales, no fueron ventiladas en su tiempo y pesan sin conjuro, fue así acumulando energías y sus potencias proféticas lo pusieron en el camino de ilustrar casi los hechos del futuro. Oráculo de los extraviados que se resisten a la contemplación del fuego que quema, este libro es reliquia de una totalización donde se interrogan matanzas y defecciones, la indolencia que lleva  a la acumulación sin solución, informe; pero sobre todo es el inventario de una tradición fracasada, sería trágica si no fuera frívola.

En los años más duros del perezjimenismo, su hijo, que se llama como él −hombre formado y que nos dejará unas memorias nada desdeñables y dos novelas−, dirige el orden interno del país. Recuerdos de agravios y alguna frase destemplada sobre el destino de la obra del padre actualizan una pendencia donde el blanco es Juan Liscano, nieto del general valido del gomecismo que había negado la garantía de un préstamo para imprimir Cesarismo democrático en 1913. Pero hay algo más: es el mismo hombre que ha expulsado a la familia de su padre de Barcelona en 1878, José Antonio Velutini, presidente del Estado. Por órdenes del Ministro de Relaciones interiores, Laureano Vallenilla Planchart, Pedro Estrada acosa a Liscano, esto ocurre en los primeros meses de 1953. Lo cita varias veces a las oficinas de la Seguridad Nacional, lo retiene durante horas sin explicación, no hay cargos, solo el ominoso recuerdo. En una acto de cordura, el jefe de la temible SN le hace la confidencia que lo aclara todo, esa no es su guerra, le dice, y nada tiene contra él, pero le han dado órdenes duras desde arriba, le aconseja un prudente exilio.

Años después, en un libro que es una entrevista biográfica, Liscano le hará justicia a Estrada, este sabía con quién trataba, en tono aleccionador le habla de su función en el régimen y deslinda («…en la vida hay que saber que uno solo se tiene que echar sus propios muertos, yo me echo los míos, no los de otros»). Dirá que Estrada le explicó cómo debía ser la retirada que lo llevaría al exilio junto con su madre. En la juventud, ambos, Liscano y Vallenilla Planchart, habían sido amigos en París, hasta el momento que Liscano escribe un artículo de amplia difusión donde califica a Vallenilla Lanz de «inteligencia prostituida». En esa misma entrevista hace el desagravio tardío del padre, pero había sobrevivido al odio que el otro le había jurado («Luego, he valorado a Vallenilla Lanz; creo que esa generación de historiados y sociólogos de Gómez son los que inician la modernidad en Venezuela»). Atrás, en un punto lejano, hay otro momento donde se cruzan, a través del padre de Liscano. En 1915 Vallenilla escribe una de las recensiones más extrañas del periodismo venezolano, se ocupa del libro de Liscano padre Las doctrinas de la guerra y el derecho, es una valoración de la guerra en cuanto estimulo del nacionalismo y la gestión del progreso, en un rapto de vitalismo, pero nunca cita al autor ni al libro, este es una defensa del pacifismo y además antigermánico en los días de la Primera Guerra, la única filiación es una línea debajo del título «La guerra y la ciencia»: «A propósito del libro…», no podía caber mayor desdén.

El trance ha podido tener un desenlace trágico, en Venezuela la vida pública ha demostrado cómo a los hombres de poder les cuesta ser generosos, porque se sobrestiman y magnifican su circunstancia −(«De modo que si no hubiera sido por Pedro Estrada, que no quiso cobrar cuentas de otro, sino las suyas propias, cuando mi pasaje por la Seguridad Nacional, me revientan»).  Los odios de castas parecían revolverse desde las páginas de un libro sin conjurar y que en esa coyuntura de 1953 parece puesto bajo la invocación de un homicidio. No era, por cierto, un desacuerdo de crítica literaria, Briceño Iragorry puede considerarse un valorador puntual de Disgregación e integración, en su carta de 1931 para Ángel Grisanti, y ese recuerdo no prevaleció en aquel momento del atentado de la iglesia de Las Agustinas.

Sus días finales son duros, desea regresar a Venezuela, a enfrentar una posición, pero ya ha cesado la simulación de los otros, desde sus colegas de los ministerios hasta los herederos del poder público. Una pulmonía de rápida evolución lo fulmina en ese invierno de 1936, tiene 66 años. Los cementerios de París están colapsados, pero hay una espacio en el «Pere Lachaise», al lado de otro apestado, Oscar Wilde, allí todavía nadie querría estar; hasta 1955 le hizo compañía, entonces su hijo nos priva de ese lujo y hace trasladar sus restos al Cementerio General del Sur, en la ciudad de Caracas.


Fuentes:

Elsa Cardozo. Laureano Vallenilla Lanz. Biblioteca Biográfica Venezolana. No. 50. El Nacional-Bancaribe. Caracas, 2007, 125 págs.

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Instituto Panamericano de Geografía e Historia. Comisión de Caracas. La Colonia y al Independencia (Ensayos de Ángel César Rivas, Enrique Bernardo Núñez y Mario Briceño Iragorry). Caracas, 1949, 173 págs.

Juan Liscano. Tiempo desandado. Biblioteca Venezolana de Cultura. Ediciones del Ministerio de Educación. Caracas, 1964, 413 págs.

Arlette Machado. El apocalipsis según Juan Liscano. Publicaciones Seleven C.A. Caracas, 1987, 172 págs.

Enrique Bernardo Núñez. La estatua de El Venezolano. El 24 de enero. Universidad Central de Venezuela. Caracas, 1963, 58 págs.

Elías Pino Iturrieta. Las ideas de los primero venezolanos. Monte Ávila. Caracas, 1993, 157 págs.

Elena Plaza. La tragedia de una amarga convicción. Universidad Central de Venezuela. Caracas, 1996, 586 págs.

Elena Plaza. “La teoría positivista venezolana del personalismo político en el pensamiento de Laureano Vallenilla Lanz”. Revista Politeia No. 20. (UCV), 1997: 371-392. Caracas.

José Antonio Ramos Sucre. Obras. Biblioteca Popular Venezolana. Ediciones del Ministerio de Educación. Caracas, 1956,349 págs.

Laureano Vallenilla Lanz. Cesarismo democrático. Tipografía Garrido. Caracas, 1961, 238 págs.

Laureano Vallenilla Lanz. Criticas de sinceridad ye exactitud. Ediciones Garrido. Caracas, 1956, 270m págs.

Laureano Vallenilla Lanz. Disgregación e integración. Instituto de Estudios Hispánicos. Madrid, 1962, 248 págs.

Laureano Vallenilla Lanz. Obras completas. Tomo II. Universidad Santa María. Caracas, 1984, 425 págs.

Laureano Vallenilla Lanz. Cesarismo democrático y otros textos. Biblioteca Ayacucho. No. 164. Caracas, 1991, 382 págs.


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