Cesarismo democrático
Laureano Vallenilla Lanz | Archivo

Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

Concebido desde la necesidad de explicar las vacilaciones de una nación, las dificultades de su programa postcolonial –casi su sangriento espectro–, desde los fracasos de los constitucionalismos republicanos hasta los artificios del llamado Proyecto Nacional, Cesarismo democrático (1919) es, al cabo de cien años, nuestra escandalosa biografía. Más que una teoría de la historia lo apuntala; tras su serena escritura se escuda en un método y unas autoridades, su certidumbre de la urdimbre social huidiza es un acicate. Arriesga incluso el juicio moral, eso le permite poner a un lado con delicadeza conclusiones del canon e indicar sin titubear equivocaciones y errores en la interpretación de los procesos reexaminados. No son solo los documentos evaluados por primera vez, la perspectiva del análisis en busca de la autonomía de un objeto –el país, su saga incierta–, es la vocación de un sociólogo que ha visto lo suficiente del fracaso de la vida pública como para no hurgar en los movilizadores del tramado étnico, las determinaciones de una sociedad articulada sobre una hibridación cuyas conclusiones no son visibles o no concluyen sino en pulsiones destructivas.

El autor de este libro, dispuesto como el sumario de un expediente, toma distancia de la academia y va a buscar sus legitimaciones en un eco mítico y en la representación de los llamados «pequeños hechos», lo obviado y expulsado tras las síntesis acordadas en la asunción de los intereses nacionales y la identidad del pasado heroico. En la apelación a la objetividad no duda en autorizar la calidad de organismo vivo de la sociedad, supone una fisiología con su respiración y anatomía funcional, organismo dinámico, casi biológico; pero allí se detiene, ese organismo está regido por leyes artificiales, salidas de su misma naturaleza: lo que se hace a sí mismo. Libertad y elección son dos condicionantes de la perspectiva vallenilliana y hasta ahora no juzgadas en su justa dimensión; se ha atendido en exceso sus indicaciones deterministas del medio y la geografía, estas no son sino un puro ajuste del pensador positivista que va dejando de serlo en la medida que descubre la autonomía de la urdimbre.

Su determinismo geográfico no es sino la verificación de un espectáculo: los pueblos indígenas americanos en ajuste cósmico con un territorio. Pero no olvidemos la circunstancia de ese vínculo, para él corresponde a un momento histórico, entendía muy bien el efecto de la ciencia y la tecnología en el acercamiento funcional de recursos y necesidades. Sobre los condicionamientos de raza es concluyente, no le asigna ningún ascendiente («La teoría fundada exclusivamente sobre el factor raza está completamente desechada por la ciencia»). Cuando estudia la incorporación del aluvión demográfico a la guerra (negros, indígenas, mestizos) se detiene en el intercambio de flujos, modificador de la carga étnica, no hay indios tristes en las mesnadas de Boves, solo coroneles dirigiendo compañías –en ambos bando los indígenas llegaron a  alcanzar grados militares de realce. «No hablemos, pues, de razas, término antropológico que no corresponde a ninguna realidad sociológica y que nada explica cuando se pretende aplicarlo a la evolución de los pueblos».  Así como se olvida que el gendarme modélico de su tesis es histórico, Páez y no Gómez, se insiste en desmeritar la potencia heurística de su método, este funde en un alarde de fecundidad datos y tendencias, los hechos configuradores y los ritmos de los grupos en su verificable accionar. Geografía y raza (concepto este solo referencial para distinguir marcas culturales), el peso del inercial horizonte de economía y naturaleza, la precariedad material y su impronta son disueltos en su rigidez a medida que va descubriendo la afirmación de unas elecciones, y contra la comodidad de explicaciones desgajadas. Lo que hay en su método es lo mejor del materialismo histórico, la naturaleza como insumo inercial y las estructuras condicionantes de la ciencia y la tecnología generando un nicho explicativo tocado de prestigio en el consenso de las doctrinas. El marxismo, en cambio, podría ser visto así como un positivismo sin pudor, y en tanto persiste en una falsa objetividad de historia y materia, lucha de clases  y cientificismo.

No es mérito menor construir un escenario de indagación, hacer de una difusa secuencia un objeto perfilado, la sociedad y sus etapas, y darle un sentido, una perspectiva susceptible de producir explicaciones consecuentes con el propio ritmo de ese tejido, y sobre todo con una ontología residual donde hábitos y concretos imaginarios son una fuerza moldeadora. Las secciones del libro están concebidas para mostrarnos los distintos procesos, un diorama cuyo corolario es él mismo en su prédica. El autor los separa para mejor realzar la unidad, filtrar y aislar lo que de otra forma sería invisible, también para hacer énfasis en lo abismal de esos flujos simultáneos: «Fue una guerra civil», es como una declaración de principios, un punto de partida que no admite discusión, los conflicto de poder de una comunidad; «Los iniciadores de la revolución», desmiente la pulsión informe y afirma la voluntad de una clase y una visión del mundo que se empina crítica sobre lo que ellos mismos han gestionado hasta ese momento; «Los prejuicios de casta», es una descripción del panorama étnico y cómo cuanto se iba a alegar tenía raíces en una perturbada unidad, el resto era autonomismo de enclave y endogamia municipal; «Heterogeneidad y democracia», aquí la impureza de las instituciones y su argumentación ondea como una novedad trágica; «La insurrección popular», es el fin de todas las jerarquías, todo se hace equivalente, sin doctrina ni ideales, la guerra es contra la propia sociedad, el odio de castas borra todas las fronteras; «Psicología de la masa popular», queda claro como la dislocación es la consecuencia de la ausencia de anclaje e identidad de las muchedumbre indiferenciadas y en pendencia con los haberes públicos; «El gendarme necesario», tras el fin de las instituciones coloniales, la posibilidad de entrar en un ciclo de laceración y saqueo se impone la necesidad de resguardas la república de las pulsiones destructivas de sus ciudadanos.

Cada uno de estos apartados es el examen circular, como en un descenso en el vacío, de unas emociones descriptoras, ceñir lo delimitado para ver con claridad sus relaciones paralelas. Es un enfoque histórico que tiene presente cuanto en ese camino se ha hecho, desde la crónica de Indias hasta los tratados de recapitulación y descripción, desde Montenegro a Baralt, digamos. Y sin embargo todo un método ha quedado atrás, más aun, una nueva disposición emerge en la necesidad de transformar el relato que da cuenta de un proceso, no hemos observado bien cómo ese libro representa un nuevo género en el estudio de la venezolanidad. Armado con una tesis, la interpretación apela a una variedad de disciplinas, desde la historia a la economía, y no desdeña conceptos psiquiátricos, la antropología descriptiva le sirve para ordenar la fusión acumulativa del mestizaje, el derecho es emplazado en un ritmo de lo concluso temporal –acaso su insistencia en señalar las constituciones de papel no sea un alarde de comparatística: entre lo ideal y el peso de lo verificado en el aluvión de una sociedad salida de la violencia venerada. Su insistencia en ver lo informe como una fuente de la unidad, el barro moldeador que impone unas formas desde las energías caóticas, y no es un oportunismo para desmentir la pertinencia de los programas, es lo ancestral imponiéndose y que deberá ser canalizado.

La sociología de los argumentos aglutinadores, los hechos del trasfondo, eso sobrevive como guía y se impone cuando queda clara su aptitud para delinear una escenografía: clases, razas, pulsiones, hábitos sedimentados, élites y atavismos, las instituciones volátiles. El historiador que busca las razones del atasco en los actos públicos, en los hitos deliberativos, se hunde y se ensimisma en los gestos tardíos, los murmullos de fondo, ese ensimismamiento nos descubre las recurrencias fuera de lo aleatorio, en su previsible accionar. Un mundo circular donde se evidencia la ausencia de rupturas reales y es una constante la repetición de los deseos insatisfechos; más allá de las novedades políticas y la creación de normas para la afanada convivencia, el objeto mimado se impone y va mostrando una identidad desdeñada, pero sobre todo subestimada, así el explorador recoge sus frutos, verifica para contrastar y preguntarse por el futuro.

Su estilo persuade, pero antes él mismo se muestra abnegado y paciente, lo pericial resulta fecundo en medio de datos y constantes cotejadas a lo largo de tres siglos, habrá al final una identidad probatoria, aunque no asumida. En su obsesión por fijar las tensiones de una ruta, Vallenilla se nos muestra como un limpio argumentista, no es solo su determinación de ajuste y encaje, su prosa está despojada de toda retórica, el lenguaje parece ordenado con bisturí. El pastiche que Luis Enrique Mármol le dedica resulta ya no en parodia sino homenaje a la voz incisiva, de monótona solemnidad  –los adjetivos están contenidos, frenados en la imposibilidad de todo exceso. Diríamos sin apuro que estamos en presencia del primer estudio de totalización de nuestras ciencias sociales, diez años después tendremos una obra de unidad similar, pero ocupándose de un rasgo especifico de la nación, Los aborígenes del occidente de Venezuela, de Alfredo Jahn, 1929. Antes de Vallenilla, Julio César Salas adelanta un catálogo de demografía aborigen con Etnología de Tierra Firme (1908), pero el alcance y propósito –urdimbre teórica– del libro de Vallenilla lo sitúan en la perspectiva más compleja del mismo horizonte. Las respuestas que busca Cesarismo democrático no podían venir de la elocuencia de los documentos públicos al uso, otros debían ser exhumados, aunque su acicate sí fuera el estado presente de un país, su atraso e indolencia, quizás el más disminuido del continente. Y que esa condición no pudiera explicarse desde una biografía visible, debía buscarse en un fondo oscuro, desechar hitos ruidosos y caracterizaciones venidas de la necesidad de consagrar la nacionalidad salida de la Emancipación –casi se duele Vallenilla de cómo Baralt, con su grandeza de estilo y síntesis, niega la cultura colonial y corta una continuidad.

La fecha de la revisión no es en absoluto tardía, «Fue una guerra civil» es una conferencia de 1911, y en puridad es el mismo texto del libro de 1919, recordemos quién era la figura central del auditorio, Eduardo Blanco, y su comentario tal vez risueño: «Al paso que va, usted terminará acabando con la historia nacional». De manera expresa se ocupará de las fuentes de su tesis de la guerra civil –y tras el revuelo de la conferencia de 1911– en un largo artículo que titula «Mi herejía». Recuerda los nombres de los autores y actores donde la indicación aparece como sentencia: Bolívar (el mismo que por otras razones se empeña en diferenciar emociones para acentuar un rasgo patriota, en vista de la poca popularidad de la causa emancipadora), O’Leary, Miranda, Roscio, Zea, Restrepo, Pérez Triana. Ya como argumento reconoce la precedencia de otro venezolano en la atribución de la idea: «También el notable doctor Julio César Salas lo había dicho en 1908, dos años antes que yo: «Tal guerra, escribió en su libro Tierra Firme, con propiedad podría considerarse como una contienda civil, en cuyo caso sería la primera de la larga serie que ha presenciado en el resto de ese mismo siglo el tumultuoso continente«.  Pero las consecuencias iban más allá del decorado de unos símbolos o el estatuto de la historia heroica del país. Por lo demás, Vallenilla Lanz resulta la figura más ajena a cualquier chovinismo y nacionalismo de aldea que podamos imaginar, sus drásticas polémicas en defensa de los aportes de la Independencia venezolana al continente son la reacción del conocedor indignado ante la ligereza y falsedad de alegatos difundidos por autores extranjeros, a quienes refuta y deja sin opciones. El núcleo movilizador, la tensión moral del estudio, no es la alegada vindicación del césar y el hombre fuerte, pero era el flanco que lectores e intelectuales podían cuestionar, la fácil disidencia del presentismo, siempre buscando razones inmediatas. Resultaba en acusación del hombre de compromiso y así se obviaba al pensador, su compleja exposición del nacimiento y articulación de la gens, su condicionamiento y criterio desde el fondo difícil de un gentilicio de violencia, arrasamiento de la heredad y resentimiento. Si antes fue conveniente la denostación de la Colonia, en la era del imperialismo se imponía la exaltación de las virtudes de las repúblicas oprimidas.

Las instituciones de aquel hacer debían entonces quedar expuestas a la vindicta; democracia y república pasaban a ser vistos en su desnudez, informadas de indigencia e incivilidad, no era posible seguir definiéndolas desde un uso urbano ajeno a la experiencia de unos actores dominados por expectativas fraudulentas de justicia y bienestar, por ejemplo, mucho menos de sus modelos institucionales. El libro resulta así un examen y valoración del igualitarismo, se le sigue la pista hasta los momentos remotos de la Conquista y su fermentación en la Colonia y su brote arrasador en los días de la guerra de Independencia, quedaba así identificado un movilizador orgánico, determinar sus efectos de largo alcance y sus formas de aceptación sería una tarea que ya no correspondería al autor, y sin embargo esa tarea no se ha adelantado.

La fuente primaria del igualitarismo sería la heterogeneidad, sobre esta sólida materia obran las acciones gregarias de una sociedad que apela a gestos disolventes creyendo proclamar equidad y justicia, la acción del propio Estado imperial nivelando por medio de actos jurídicos o económicos, tales son las cédulas de Gracias al sacar. Pero debe verse en la convocatoria de la élite libertadora el acuerdo extremo de aquella igualación, son los propios mantuanos y dueños de esclavos del día anterior quienes llaman a la integración de las castas en una empresa que promete los mismos derechos para una diversidad atravesada de tensiones, a punto de estallar. El objetivo y los ideales de la clase protagónica parecía haberse cumplido en una solución puramente civil, autonomía y libre gestión de sus intereses y riqueza, afirmación de su condición de grupos portadores de una identidad cultural, una genealogía que ya podía ser reivindicada sin la apelación a la historia social de España, cuya ascendencia solo aceptaban en términos de origen y fuente étnica.

Quedaba así un orden tirante y pendenciero, servido para vérselas con la repartición de deberes y derechos, ya no en una estancia gamonal sino en una República, la aristocracia dirigente había desaparecido en la llamarada de la guerra, nada que repartir quedaba y todos pretendían derechos sin deberes. Al final de la contienda hay una rara adscripción que solo confirma la poca o ninguna pertinencia de lo doctrinal en la orientación de aquellos electores republicanos, y sí en cambio una determinación utilitaria. «Como se ve, los empleados españoles trabajan inconscientemente por la evolución democrática, por la igualación de las castas…», era una burocracia afín con las aspiraciones de los mantuanos. Y si los libertadores tronaban contra el despotismo de España, la afiliación de las masas no sería a la causa de la libertad: «Así se justifica el hecho singular de que en un partido realista o godo figurara la gran mayoría de los plebeyos y gente de color». Vallenilla Lanz se niega a ver al final de la Emancipación una nueva sociedad, se empeña contra el espejismo de la fundación de repúblicas, lo perturban «los pequeños hechos», de ellos extraerá las constantes de conducta y hábitos, indicadores fieles para la corrección. Si los doctores y académicos de su generación, y de alguna manera sus pares, insisten en la certificación documental de un proceso como censo y registro de un ciclo tormentoso, él certifica las anomalías: el orden que ha salido de aquellas fundaciones es infiel, no se aviene con el prospecto. A los monumentos de esa concepción, o vanidad, se referirá con recelo o con desdén respetuoso: Venezuela heroica, de Eduardo Blanco, la Historia contemporánea de Venezuela, de González Guinán, la Historia constitucional de Venezuela, de Gil Fortoul, de esta se preguntará cómo puede existir tal paralelo en un país donde las constituciones no han orientado ni un solo día su destino.

Diagnóstico o biografía moral, Cesarismo democrático contiene los elementos para atisbar el rumbo de los próximos cien años de un país que recibe el siglo XX sin referencias reales ni programa de gestión, y además va a encontrarse con su fatum, el petróleo refundador, ante el cual permanece impávido. De 1913 es una carta donde Vallenilla Lanz le solicita al general José Antonio Velutini, (abuelo materno de Juan Liscano), una fianza que le pide la imprenta para imprimir su libro, para comienzos de año ya  concluido y le ha puesto el punto final. Aun cuando pone su casa como garantía –cuyo valor es tres veces el monto de la fianza, le dice– aquel general, un valido del gomecismo, ni siquiera se digna responderle. El año es toda una frontera, en 1914 se inicia en puridad la explotación del petróleo, punto de partida y enmienda geológica, sin desgarros ontológicos el país se adentra en su predicamento, una más real ruptura, esta vez sin campos arrasados ni pequeños genocidios –pero al pie de esa puerta abierta está un libro como un manual descriptivo del organismo funcional y casi psiquiátrico. Antes ha salido de la minoridad colonial mediante la aniquilación de una civilización, como dice Bolívar, y treinta años después de la desaparición de este se dispone para un conflicto donde reaparecen los mismos síntomas de 1810: odios de casta, regusto por la sangre, y sobre todo una absoluta desarticulación respecto a las razones o ideales del fratricidio.

El esquema del libro suponía un análisis del tejido social cuya sustentación dará cuenta del devenir, y si no lo describe lo califica. La complejidad de la cultura del petróleo debía entenderse no ya desde la economía y el Estado discrecional sino desde la integración de unos actores obligados a interactuar con la novedad desde una biografía de violencia, pero sobre todo de ausencia de adscripción e identidad ante la herencia societaria. Como en una edad de oro, los venezolanos que en la segunda mitad siglo XX contemporizan con el bienestar ignoran las tendencias disruptivas y gregarias de la formación social, como unos alienados que salen del reformatorio con su certificado de salud mental, creerán estar estrenando casa fumigada. La vigencia del diagnóstico no solo está autorizada por el insistente fracaso, y ante la necesidad de dar con los resortes del error y la contumacia, es claro que Vallenilla intuye cómo ese organismo detallado en su larga paciencia tendrá un tortuoso camino cuando las primitivas formas políticas (la utilidad del gendarme y la ascendencia del caudillo) hayan desaparecido. Lo obsede las transiciones sin cambio, la debilidad de las instituciones y el arraigo de la disfunción de unos hábitos que logran mutar en presencia de las recientes formas públicas.

La trama de los grupos sociales permanece, el escozor de castas, corporaciones desgajadas de tareas cívicas, todo se hace operativo en una manera de resentimiento que no desaparece, peor aún, se esconde. Envidias y rencillas son estilos aldeanos de la política, pero el Estado se mide con aquellas expectativas, y así nunca será mejor. La valoración de la guerra sangrienta (heroísmo, lealtad) no le impide al autor ver las consecuencias de la devastación para las tareas inmediatas. Libertad de las masas y liberación de la sumisión son un festín antropófago, los bendecidos no tienen proyecto ni espacio en sus corazones para esas bendiciones, los efectos políticos e institucionales de la Emancipación pueden considerase menores en contraste con la dislocación producida en la masa lista para ejecutar unas adquisiciones, la tierra repartida y regada con sangre.

Lo de Venezuela fue distinto y casi extraño al resto de las otras repúblicas, «pues mientras en la mayor parte de las repúblicas Hispanoamericanas, el pueblo, la gran masa indígena y mestiza, se halla más o menos en la misma condición social y económica que durante la Colonia, en Venezuela la guerra revolvió hasta el fondo de nuestras más bajas clases populares, y sobre la ruina y la desaparición de las aristocracias…».  La singularidad del caso venezolano va desde la bonanza de la segunda mitad del siglo XVIII, que produce un comando deslumbrante, hasta la novedad económica que se anuncia con el petróleo, aquí emerge una élite puramente intelectual cuando el país se refunda en 1936. En ese tiempo lineal pero brumoso se cumplen las advertencias y carencias delineadas como fantasmagoría en Cesarismo democrático.

Admirable al menos resulta esa constatación del jacobinismo presente a través de nuestra vida republicana, la negación del pasado, su desautorización, comprensible podía resultar en la generación de la Independencia la descalificación de la Colonia, pero después aquella pulsión se hace hábito de cada reacción. «Obsérvese además que cada generación, cada partido, cada revolución, no abrigó nunca otro propósito sino el de destruir para crear, la tradición era completamente desconocida». Al cortar con lo inmediato, los antecedentes de una posición, se desconoce la condición del todo orgánico, la fuente del odio social es la negación, la destitución de toda alteridad, y si el conocimiento puede llevar al reconocimiento, el rechazo de una continuidad visible autoriza deshacer lazos susceptibles de entender el presente como suma agónica de todo prospecto, así la historia siempre comenzará con los recién llegados. Un pueblo, el cual no «es sino reunión de hombres» solo lo ata la tradición. Las consecuencias no son solo intolerancia y uso discrecional del poder; evasión de lo real y expulsión de lo acumulativo estarían insistiendo en la disolución de los haberes institucionales y la regresión de una sociedad. Desde la sola vida pública no ha sido posible prever voluntad y ansias de la misma nación, esta se muestra ruidosa y finge una modernidad mal fingida, desde los estilos electorales hasta el consumo, resulta equívoca en la lectura de sus tendencias, parece mediar un vacío entre la fluidez de unas maneras y el estado real de unas funciones, estas se revelan como atasco e insatisfacción cuando aparece la crisis.

*El próximo 7 de diciembre publicaremos la parte 2/5 de este ensayo.


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