Gisela Kozak Rovero / ©Henry Casalta

Por ANA TERESA TORRES

I have seen a lot what the world can do.

Oh, baby, baby, it’s a wild world.

Cat Stevens

En la escritura de Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963) son muy conocidos sus textos de ensayística académica y crónica literaria, aunque es equiparable su producción en la narrativa de ficción. Dice de ella misma que comenzó a escribir cuentos a los ocho años imitando a Oscar Wilde y a los hermanos Grimm, pero como no me consta prefiero situar sus inicios cuando la conocí, es decir en Caracas, años noventa, en algunas de sus primeras publicaciones en Papel Literario (El Nacional). No debe ser fácil, supongo, administrar estos dos perfiles que coinciden en su caso, y también en el de muchos escritores que han mantenido (y mantienen) el oficio de la docencia e investigación académica a la par de la escritura de cuentos y novelas. Para Kozak estar al tanto de la crítica cultural y literaria, pensar en los issues de la contemporaneidad, y fijar en la página lo que ve, escucha y toca de la cotidianidad —como puede seguirse en sus artículos para Letras Libres— son tareas irrenunciables, tanto como imaginar la realidad dentro de esa extraña cámara que llamamos ficción. Con algunos cuentos publicados en varias revistas latinoamericanas (El Cultural de La Razón; Hostos Review; Latin American Literature Today) y antologías temáticas (El hilo de la voz. Antología crítica de escritoras venezolanas del siglo XX de Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin. Fundación Polar 2003; De la urbe para el orbe (Torres, AT y Torres, H. comps. Prólogo Luis Barrera Linares. Alfadil 2006); De qué va el cuento. Antología del relato venezolano 2000-2012 de Carlos Sandoval. Alfaguara, 2013; Escribir afuera. Cuentos de intemperies y querencias. K. Brown, L. Lara, R. Rivas Rojas, comps. Kalathos 2021), además de dos novelas: Latidos de Caracas (Alfaguara 2006; en primera edición de 1999 con el título Rapsodia) y Todas las lunas (Equinoccio, 2011), suman veinticinco años de escritura de ficción.

Recientemente ha entregado Casa de ciudad (Berlín, Iliada ediciones, 2021), una selección que da cuenta de buena parte de los relatos producidos desde los comienzos de su escritura hasta los más actuales, de modo que ofrece una suerte de síntesis entre Pecados de la capital y otras historias —que obtuvo el Premio de Narrativa de la Fundación Alfredo Armas Alfonso en 1997, y fue publicado en 2005 por Monte Ávila editores— y En rojo Alfa 2011). Entremos, pues, en esta Casa de ciudad, de mano de la propia autora que es también la antóloga.

Cuando el cantante Cat Stevens estrenó “Wild World”, la canción de la que tomé el epígrafe, Gisela debía tener unos ocho años, así que es improbable que la escuchara. Yo no la he olvidado, expresa muy bien el sentimiento de los que éramos jóvenes entonces, y ahora, al releer estos cuentos pienso que un buen título para reunirlos sería algo como: “He visto bastante de lo que el mundo puede hacer”. Los comento siguiendo un cierto orden cronológico no demasiado riguroso.

Aquellos que pertenecen a la última década de los años noventa podrían subrayar el síndrome que el escritor y editor español Carlos Barral calificó alguna vez de “fascismo sanitario”; una suerte de nueva moral que señala los ideales impuestos en la sociedad posmoderna. En “Menos de cien años”, “Al filo de una caloría”, “Los años dorados” y “Resplandor de eternidad o héroes de video”, se traza una cultura según la cual salud, juventud, belleza y éxito se convierten en patrones opresivos, policialmente vigilados, que conforman una de las distopías del siglo XXI. El individuo que no detenta estas condiciones se convierte en un ser execrable y marginado; en la ficción, incluso castigado. Una mujer gorda, fea, sola, fracasada, y encima vieja, por dar un ejemplo, es exactamente la que nadie debe ser, la que no tiene lugar. En el último de los relatos mencionados, “Resplandor…”, las líneas se tienden más lejos. Aquí, el (o la) protagonista, René, pues no sabemos su género, y el nombre es ambiguo, “no posee exactamente un cuerpo; tampoco un sexo en particular. Es mucho menos que un cuerpo. Tiene la intuición de que más que existir quisiera suceder, por el simple gusto de ser posible”. Es un relato hermoso que no pretendo resumir, y que me parece describe la deshumanización en progreso, de la que tanto se habla y que termina por ser uno de los paradójicos destinos de la humanidad.

“Vida de machos” (2003) marca un viraje temático de la crítica cultural de los primeros cuentos, hacia la vinculación entre género y violencia que comienza a apoderarse de la escritura. “Vida…” es una parodia, o más bien una sátira de la épica sesentista que en Venezuela se renueva a partir del discurso político de los años dos mil, pero en el relato lo sustancial son las relaciones sexuales entre los protagonistas y la violencia que suponen sus acciones guerrilleras. “El lazo profundo que la violencia teje entre los hombres convierte en hijos de la misma madre a los bandos contrarios”. Esta es una afirmación muy definitoria, la violencia vinculada a los hombres —y hombres en el sentido masculino de la palabra— los une más allá de sus diferencias. De algún modo se igualan los que combaten, sin que los salven sus preferencias políticas. Pero hay más. En el relato de las relaciones amorosas que se producen en el foco guerrillero, tiene lugar un encuentro homosexual entre dos de los combatientes. Así, el título “vida de machos” se torna irónico y presenta una descalificación subterránea de la épica guerrillera. Se supone que un guerrillero es un hombre valiente y muy “macho” que no puede estar en ese tipo de amoríos. A partir de aquí los temas en torno a la diversidad sexual comienzan a ser protagónicos, todos localizados explícita o implícitamente en Caracas, en la penuria y la oscuridad que emanan de sus calles, en ese mundo salvaje en el que se ha convertido.

El cuento que da título e inicio al volumen, “Casa de ciudad” —seleccionado para las lecturas de la primera Semana de Narrativa Urbana (2006)—, es quizás la mejor, o al menos la más clara expresión del dolor que Kozak quiere dejar entrar en estos cuentos: “O quizás sea un golpe de Caracas en pleno cuello y en plena vida; un golpe, tal vez un mordisco con dientes largos y verdosos, de la ciudad color miseria que no permite que la olvidemos ni un segundo”. Allí, en pocas páginas se reúnen en un concierto el esplendor del Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, y la pobreza y el deterioro de una antigua amiga, cuya apariencia es tan impropia y nauseabunda que el narrador teme que los vigilantes saquen de la sala.

A partir de allí la narrativa se va haciendo más inclemente, más propia de un “mundo salvaje” que de una “casa de ciudad”, y vamos comprendiendo mejor cuál es el hilo que subyace en la secuencia del libro. Aquí la miseria a la que el país ha sido condenado se aparta de la crítica política para convertirse en relato íntimo, en el extrañamiento de los seres que se ven abandonados a su propia suerte y que finalmente dan cuenta de un fracaso. La narrativa funciona como una mini biografía que en pocas páginas desvela el sufrimiento de hombres y mujeres que podrían haber tenido mejor destino pero que en su combate con el mundo salvaje encuentran solamente el fracaso y el dolor. Desfilan por las calles los cadáveres abandonados, las mujeres que se suben en la buseta sin poder pagarla y recuerdan al marido comunista que las dejó en algún pliegue de la vida, o los y las que viven una existencia que nunca parece plena a pesar de la transformación de género, el enfermo del virus que su amante le contagió a conciencia, o el joven criminal asesinado en el barrio y solo llorado por la madre, que también ha sido su cómplice, y que ahora queda sin él, como antes otras perdieron a sus hijos a manos del suyo. Todo esto, nos quiere decir la escritora, sucede en Caracas y en cualquier esquina, si se fijan bien, podrán encontrar a alguno de mis protagonistas.

Una sola excepción, que no quiero dejar de mencionar, es “Cementerio judío (Praga)”, que como claramente indica el título no ocurre en Venezuela. Es una suerte de elegía, en el estilo kozakiano por supuesto, al padre nacido en la antigua Checoslovaquia, aunque no enterrado en su cementerio. Este relato abre otra línea muy diferente a la de los anteriores. Es la emigración, el desarraigo, la pérdida, la extrañeza frente a las señas de identidad, el lenguaje, que se han perdido en el tiempo y han quedado en otra orilla.


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