Por FRANCISCO CAMPS SINZA

Cuando Augusto Fortepiedra enfermó gravemente, sentir como menguaban sus fuerzas hasta dejar de trabajar definitivamente como bedel en el aeropuerto de Santaeva, tener que coger cama y toser a cada rato como si sus pulmones se fuesen a desprender, lo primero que pidió, luego de regañar por un cigarrillo, fue llamar al padre Jesús Meléndez. Éste era un viejo conocido suyo, contemporáneos, unidos por padres amigos, ambos muertos por cirrosis hepática y madres abnegadas al amor de hombres duros en tiempos duros. El padre Meléndez lleva un par de años oficiando misa en «La Jungla», un poblado al este de Santaeva rodeado por una plaza custodiada por la iglesia principal, blanca, altiva, con una campana repicando todas las tardes cuando el sol se empeña en dejar de posarse sobre la mar.

Esa mañana de octubre, cuando le avisaron al padre Meléndez sobre el viejo Fortepiedra, como es conocido, llovía a reventar; éste instantáneamente pensó en el papá de Augusto, Segundo Fortepiedra, un hombre macizo, de cabello blanco y crespo, de rostro duro como boxeador de los cuarenta y voz cavernosa que se fue silenciando cuando murió su esposa por un aneurisma. Al dejar la invasión de la juventud, volvió sobre Augusto: testarudo y taciturno, flaco y alto como un bambú, y vio por ratos su rostro joven, bien afeitado, de camisa limpia de cuello duro, orgulloso de su temple.

El cielo encapotado comenzó a rajarse lentamente y se abría paso una luz tibia que se colaba entre los nubarrones. Las calles de Santaeva eran el reflejo del cielo: el asfalto dibujaba lo sucedido arriba y los charcos se cerraban paulatinamente, para volver al mar oscuro y desigual de la única carretera del pueblo. La humedad era abrasante. El padre Meléndez observaba las nubes como un tropel de elefantes, retiró su chaqueta parda, degastada, y sobre su camisa oscura colgaba un collar con una cruz plateada. Bebió un vaso de agua en su cuarto, modesto, de un blanco cuarteado con una camita al fondo y un escritorio atestado de libros, y sin perder más tiempo llamó a su asistente, ¡Antonio!, un muchacho moreno y delgado: tienes que entretener a los jóvenes del colegio Santa Fe; me ausento un par de horas. Sí, padre, respondió el muchacho, dejando la escoba y la pala a un costado de la habitación.

Al salir olvidó su cajetilla de cigarros; no se devolvió. Quería probar, desde hace unas semanas, si podía pasar aunque sea una tarde sin fumar, y vio esa oportunidad como mandada por Dios para templar su voluntad. Así salió y subió al primer autobús que atravesara toda Santaeva, de este a oeste, de las quintas a los ranchitos bien arriba, ladeando la montaña azul.

Dentro del autobús, una señora septuagenaria se sentó a su lado; pidió la bendición al cegarla la cruz iluminada, y al cabo de un rato, después de abanicarse y nombrar al Señor en contadas ocasiones por la sofocación, pidió la atención del padre interrumpiendo la contemplación o meditación de éste:

—¿Sí, hija? —respondió él al llamado, ligeramente hosco.

—Si fuese su hija, padre —respondió ella riendo y llevándose el pañuelo a la boca— usté estaría en el más allá.

—Con el «más allá», ¿se refiere al cielo, hija? —dijo mientras el autobús se detenía bruscamente.

Un señor al fondo gritó al conductor: «¿Nos vas a matar?» y comenzó una algarabía, poblando rápidamente el autobús. «Él cree que lleva cochinos» dijo una muchacha, y la señora, a su lado, pasó el pañuelo por el cuello y volvió a quejarse del calor. Dijo algo que el padre Meléndez no pudo escuchar, y éste acercó su oído al rostro bochornoso, surcado de arrugas y unas cuantas gotas de sudor: no sé dónde queda eso, padre.

Para el padre Meléndez el resto del viaje transcurrió entre la contemplación, la secuencia de las palmeras, árboles y matas afuera, la historia de la señora y su séquito de nietas «locas», el mar confundiéndose con el cielo, y un rezo rápido y silencioso ante las lisuras y risotadas como estallidos impares, de un lado a otro del autobús.

Su viaje terminó en la parada de «El Rincón» y lo primero que recibió de golpe a su retorno fue la erección perla de la torre de la iglesia, sin campana, con sus golpes del tiempo, sus paredes corrugadas, con grandes estrías y sus amplias puertas de madera astilladas, los cuales abrumaron al padre Meléndez. Se santiguó ante la cruz oxidada, templada y solitaria en lo alto, y extrañó esa cuesta bordeada por aquél centenario árbol donde se sentaba a fumar y contemplar a los chicos improvisar un partido de fútbol en la tierra pelada.

Uno de los chicos, moreno de torso desnudo y short con escudo de equipo europeo, observó al padre: sus cejas blanquecinas, su copete rebajado con grandes trazos claros y pardos, su altura compitiendo con el bucare, le era conocido, como si hubiese visto a ese hombre allí, contemplativo y de mirada risueña, desde hace tanto, como una estatua imperecedera. El chico, con el balón a sus pies, se espabiló al escuchar: «¡chuta, chuta Miguelo!», dio par de zancadas, esquivó a un chico, luego al otro abalanzándose, dispara, y el balón rozando las dos piedras como postes, «uff, casi Miguelo, casi». El padre Meléndez se despidió del pequeño Maradona, a lo lejos; los chicos se detuvieron a verlo, seguir con sus miradas los pasos del hombre de vestimenta oscura cruzar la calle y subir la empinada, como si fuese un espectro que se aleja.

El padre Meléndez llegó a la entrada del callejón donde vive el viejo Fortepiedra con la respiración entrecortada y una puntada en el abdomen, enjugando el pañuelito azul con sudor y volviendo a preguntar a un señor por la casa de Fortepiedra. «¿Quién?», preguntó el señor con cachucha de beisbol y una bolsa escuálida recubriendo dos panes tostados; el padre Meléndez describió a su amigo escuetamente. «No lo conozco, señor». Sin decir más, siguió al hombre de cachucha de beisbol abrirse paso en el callejón, estrecho, gris con paredes mohosas, unas gotas de agua chorreando y escurriendo el vaho de orine de perros y gatos; pasaron una casa marrón, otra amarilla y una de bermeja reminiscencia y que ahora es tan pálida como la piel de ese señor. «¿Será esta?», dijo el padre. Se asomó por las rejas y cuando volteó, el callejón ya estaba desolado.

Al tercer llamado a la puerta, salió un chico moreno y espigado.

—Buenas tardes, joven, ¿aquí vive Augusto?

—Sí, señor, ¿quién llama? —dijo el chico mientras ve el vaivén de la cruz y el sudor correr a mares por la frente de ese hombre extraño.

—Dígale que es la muerte —dijo el padre Meléndez con una sonrisa en sus labios—; él entenderá.

Al cabo de un minuto, el chico regresó a la puerta, invitó al padre a entrar, le ofreció un vaso de agua que él agradeció tomando dos; se quejó del calor, que cada año empeora, dijo, y recordó a la viejita del bus y rió como si la estuviese viendo pelear con las nietas «locas».

—Puede subir, señor —dijo el chico— mi abuelo lo espera… sí, por esas escaleras, la segunda puerta a la derecha.

Desde las últimas escalinatas, se escuchaba una tos quejumbrosa; estallidos impares de un eco funesto que se producía allá adentro de su pecho.

—Augusto —llamó el padre con ligeros toques a la puerta entreabierta— me mandó a llamar; espero no desilusionarlo, no traje cigarrillos.

Augusto, acostado, se levantaba con cierta dificultad, y como pudo, sin necesitar ayuda, se sentó en la comisura de la cama. El padre Meléndez vio al viejo Fortepiedra allí, frente a él. Quiso decirle, mientras veía las canas alborotadas, la barba desprolija plateada y esa mirada inconfundible, que era el reflejo de su padre. Pero, comentárselo, sería algo imprudente. No sé si lo perdonó, pensó.

—¿Encontraste el camino sin perderte? —dijo Augusto meciéndose el cabello salvaje— ¡Dios existe!

—No solamente existe —dijo el padre Meléndez— sino que ocultó mis cigarrillos para que dejara ese vicio del demonio.

—Increíble, increíble —dijo Augusto, tosió sobre un pañuelito parduzco, lo anidó entre las arrugas de su pantalón oscuro y un suéter de lana abonada de pelusas—. Y es humano, no del demonio. Pero, adelante, siéntese.

El padre Meléndez se acercó al taburete de la peinadora, lo sacudió y se sentó cruzando sus largas piernas frente a la cama.

—Te debe extrañar que te haya mandado a llamar, ¿no? Es más, imagino que no tienes ni la más remota idea de por qué lo hice, después de tanto tiempo.

—Soy un cura —respondió con solemnidad el padre Meléndez— no te debe extrañar lo solicitado que soy. Aún más en estos tiempos infernales.

El padre Meléndez hurgó la habitación rápidamente con la mirada: un closet careado por las termitas, unos cuantos libros en la mesita de noche frente a su cama y al lado, un televisor atribulado de polvo. Al volver sobre Augusto, dijo:

—En un punto, pensé que te confesarías. Hasta me traje un par de ostias.

—¡Bah! Pensé que me conocías alguito. Debiste traer el vino.

—Dije «en un punto». Además, no te veo desde hace… veinte…

—Veinticinco años —repuso Augusto interrumpiéndolo, como hace un padre con su crío adelantándose a la lección indicada.

—¡Ay, en un cuarto de siglo pudo extinguirse la vida en este mundo!

—O, haber llegado Jesús definitivamente —añadió Augusto.

El padre Meléndez sonrío tibiamente. En estos casos, de ironía y ponzoña, diluye los dardos con un cigarrillo como si expurgara lo escuchado a través del humo. El viejo Fortepiedra notó como su amigo carraspea los dedos, un tanto amarillentos, ansiosos. Augusto elevó su mano diestra, huesuda, y observó ese río de venas que la cruzan.

—Podemos cambiar tanto, Augusto. ¡Mírate! Hasta sonríes.

—De hecho, creo no haber cambiado tanto —respondió Augusto apesadumbrado—. Claro, más canoso y arrugado, pero de resto, nada.

—Siempre estamos mutando hacia lo insospechado. La fe es lo que nos mantiene firme, como la cruz —dijo el Padre Meléndez aquietando la cruz plateada bamboleante y besándola.

—No creo en eso. Después de la adolescencia, se configura o se destruye al niño que somos —dijo Fortepiedra con tozudez, llevando las manos sobre sus rodillas—. Las desilusiones, amigo, las desilusiones nos llevan a…

—La vida son proyecciones, Augusto —dijo el padre Meléndez interrumpiéndolo—. Y si la luz no nos abre el camino, a la primera, no podemos dejar vencernos por la oscuridad.

—¡No he sido vencido! —dijo Fortepiedra como un niño, elevando sus brazos y sonriendo— Aquí estoy, luchando, tratando de no morir. ¿Quién quiere morir? Dime, ¿quién quiere morir? Ni un hombre a sabiendas de que está acurrucado en su lecho de muerte, quiere morir. Como dice ese bolero: «La muerte es la condenada aguafiestas».

Luego de un breve silencio interrumpido por el hilito quebrado en la respiración de Augusto, éste agarró un bastón, dio dos golpes fuertes al suelo, y las escaleras fueron invadidas por unos pasos acelerados.

—Sí, abuelo —dijo el chico moreno y espigado, cansado y con el rostro perlado.

—¿Queda café en el perol?

—No, abuelo. Se acabó esta mañana —dijo el chico con temor.

—Carajo, ¿por qué no me avisaste?

—Lo olvidé con el trajín del gas y eso…

—Tranquilo —dijo el padre Meléndez sosteniendo la mano del chico que se agita al hablar—. También estoy dejando el café —dijo dirigiéndose a Augusto y sonriendo— Dejo todo menos a Dios.

Augusto frunció el ceño. «Puedes irte», le dijo al chico retirándose con pasos mesurados. Augusto dejó el bastón a un lado y se llevó el pañuelo a la boca, no tosió, y sin removerlo del todo dijo:

—En cambio, yo no puedo dejar nada —dijo enfático y con voz pausada.

Esas palabras turbaron al padre Meléndez. Descruzó las piernas, se acodó sobre sus rodillas y con la mirada entre el suelo y la ventanita cerrada detrás de la cama, tapada por una cortina púrpura, polvorienta, recordó a la mamá de Augusto, Marisela, que bien temprano, antes de visitarlo, se le había hecho difusa: rechoncha, de pelo aindiado negrísimo y largo, cubierto por pañuelos de colores vivos, algo taciturna pero de risa generosa. ¿Augusto estará pensando lo mismo que yo?, se preguntó. La cruz bailaba, la aquietaba y la volvía a soltar, y la mirada centelleante se intensificó. La mamá de Augusto había muerto de un aneurisma; presentaba fuertes dolores constantes en su cabeza desde hacía meses, y para ese febrero fatídico, veinticinco años atrás, la muerte la encontró planchando un pantalón de su padre. Para ese entonces Augusto vivía con Julianita, su ex esposa y madre de sus tres hijos, y para cuando él supo la noticia, salió como un lobo en la noche y ya no se pudo hacer nada. A la semana, después del entierro y los novenarios, Segundo Fortepiedra me visitó: estaba cordial, risueño, pero su tono de voz era melancólica. Llevaba la camisa blanca, sus alpargatas y el bolso tejido con la vianda del almuerzo. Su aliento había anidado una mezcla de humo y aguardiente. Y así lo recordaría: con sus ojos pardos melancólicos, su rostro duro de boxeador de los cuarenta y el vaho a desolación que destilaba. Me habló de una chica que le corrió a Augusto cuando era un muchacho concupiscente, y la frustración de Fortepiedra por no ver titularse a su hijo como ingeniero. «Tuvo todo para estudiar», dijo. «Me partí el lomo para que saliera adelante, y no lo hizo», agregó. No habló de Marisela, ni de su última noche viva. Fumó un par de cigarros, lo acompañé con uno y se despidió. Eso fue antes de irme a Zaragoza por diez años. Para cuando volví, saben, Segundo Fortepiedra ya había muerto.

—Mamá era terca, lo sé, se ponía a hacer cosas que no podía —dijo Augusto como si leyera la mente del padre Meléndez y seguía el ritmo de sus cavilaciones, llenando los vacíos que desconoce.

—¿Qué? —preguntó el padre Meléndez reponiéndose del sopor de los recuerdos, como si se transportase nuevamente al presente— Disculpa, ¿de qué hablas?

Augusto se levantó de la cama con dificultad, fue a la ventana y corrió un poco la cortina púrpura. La densa luz blanca del trópico se posó sobre la almohada y sábana floreada; volvió a sentarse y sin dejar de mirar hacia afuera, como si observase una figura extraña que se forma ante sus ojos, dijo:

—Entre las tantas ideas sobre Jesús, me quedo con esta: Dios padre, imagen y semejanza del hombre, tan pecador como éste, lleno de cólera, envidia y dudas sobre su gran criatura, quiso ser un hombre más entre los hombres; por eso concibió a su hijo en María, una pobre mujer de Nazaret que pudo haber sido cualquier otra pobre mujer —Augusto tosió un par de veces y luego volvió su mirada sobre el padre Meléndez, que lo observaba con interés—. Te preguntarás: ¿Para qué? Dios había perdido poder sobre el hombre; se había separado de su creación, en cristiano, el espejo se había empañado. Entonces, ¿para qué enviar a su hijo a la tierra? Para ser lo que él no fue: un ejemplo modélico para el ser humano. Salvando las distancias, así pienso en mi padre y en mí: yo era la oportunidad de ser lo que él no fue. Yo no pude enmendar los errores heredados. Seguí con la tradición del error.

Augusto se detuvo luego de repetir en voz baja: «Seguí con la tradición…» que el padre Meléndez continúo, palabra por palabra, en su cabeza. El silencio se prolongó por unos minutos. El padre Meléndez se levantó, dio un par de pasos hacia la ventana, observó los libros sobre la mesita de noche: «Los endemoniados», una biblia con la cubierta azul magullada y un poemario de Neruda. Sentía su cuerpo pesado, corrió un poco más la cortina y vio fijamente la nada. Augusto acomodó la almohada, la llevó hacia un costado a la derecha, lejos de la luz, y se excusó con un dolor de espalda para recostarse.

«Diantres, necesito un cigarrillo», dijo el padre Meléndez observando la nada, como si se formase una figurita extraña ante sus ojos.


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