Introducción.

En las democracias liberales modernas, la respetabilidad nacional e internacional de los Estados y de los gobiernos depende de la calidad del tramado institucional en que apoyan su arquitectura jurídica y administrativa, así como del equilibrio, eficiencia y pulcritud en el manejo de las instituciones que los integran y los expresan. A su vez, la honorabilidad y la respetabilidad de quienes los dirigen depende, fundamentalmente, de su legitimidad de origen y de su legitimidad de desempeño.

Desde que las democracias liberales modernas se establecieron, la legitimidad de origen se ha asociado a la voluntad general mayoritaria expresada mediante el sufragio libre y universal. Hoy puede decirse, sin embargo, que aun cuando ese criterio sigue siendo la base de la legitimidad de origen de quienes gobiernan, la dinámica de la cultura política de las sociedades democráticas actuales la ha vuelto en cierto modo restrictiva. En efecto, el voto, que es el instrumento de la soberanía de los pueblos, ha dejado de tener la pureza que en un principio se le atribuyó. De hecho, el acto de votar para elegir a los representantes de los poderes públicos ha pasado a ser una suerte de elección de segundo grado que confirma o corrige, según sea el caso, la valoración y escogencia que los partidos políticos, los sectores sociales y los grupos económicos han hecho de los candidatos postulados para el ejercicio de las funciones públicas. Lo que conocemos como legitimidad de origen otorga, durante un lapso relativamente breve, una suerte de aval a favor de quienes lideran el sistema político y permite establecer una presunción favorable acerca de la legitimidad de desempeño que, a diferencia de la primera, deberá ser comprobada y medida con los resultados derivados de la acción de gobierno, a partir del momento en que esta comienza. Ahora bien, aun cuando no sea explícito en las normas que regulan los procesos políticos, se sabe y se conoce que en el fondo de la respetabilidad de los Estados y de quienes los gobiernan subyace una cuestión ética sobre la manera de comportarse los elegidos en el ejercicio de las funciones públicas. Y esta base ética, que solo parcialmente está recogida en los códigos que regulan el comportamiento humano, experimenta las transformaciones que el todo social vive en su evolución.

Cuando en Venezuela se consolidó la necesidad de establecer una democracia y se articuló el proyecto para conseguirla la cuestión ética apareció como un elemento importante del mismo. La larga tradición de caudillos militares iniciada con los protagonistas de la guerra de independencia y extendida desde entonces, sin interrupción, hasta el primer tercio del siglo XX, permitió establecer una relación entre el ejercicio del poder y el aprovechamiento personal de quienes estaban al frente del mismo. Por ello se formó la convicción en vastos sectores del país de que la ingenua consigna “hombres honrados en el poder y Venezuela está salvada”, aunque incompleta y parcial, resumía una aspiración generalizada en la sociedad. En la carta de ruptura del general José Rafael Gabaldón con el Presidente general Juan Vicente Gómez, escrita en 1929 poco antes de su alzamiento en Santo Cristo, planteaba la necesidad del “equilibrio de los valores morales y los políticos de la República” como una de las principales condiciones para el cambio que el país requería. Y en los puntos III y IV del Plan de Barranquilla, importante documento suscrito en 1931 por los representantes de las fuerzas democráticas emergentes en el país, se postulaba la confiscación de los bienes de Gómez y la creación de un Tribunal de Salud Pública como fórmulas para adecentar la administración del tesoro nacional. El establecimiento en Venezuela, en 1945, de lo que Germán Carrera Damas denomina la República Liberal Democrática se hizo bajo la invocación de estos preceptos traducidos en textos legales del Estado. Lo cierto es que, pasado el tiempo, ni los principios ni las leyes, que al definirse y sancionarse se comportaron como un marco tutelar de protección de la moral en el manejo de la administración pública, resolvieron el problema de manera definitiva. Muy pronto volvieron a presentarse manifestaciones de lo que se consideraba y se considera una grave lesión a la ética en el ejercicio de las funciones públicas. Tanto resultó ser esto verdad que a la hora de explicar las crisis políticas, económicas y sociales de la República o de pretender la justificación de zarpazos de distinta naturaleza contra la institucionalidad republicana y hasta para persuadir al electorado de la urgencia de cambiar a un gobernante, reiterativamente se ha alegado la necesidad de poner coto a la corrupción rampante que se ensaña contra el patrimonio nacional. Cuando hoy se lee en la mayoría de los numerosos sondeos de opinión a que nos han acostumbrado el desarrollo de la Ciencia Política así como los intereses y preocupaciones de empresarios y políticos, cualquiera puede sentirse confundido a la hora de verificar el lugar que los encuestados le asignan a la corrupción entre los problemas del país. La explicación es que la gente tiende a magnificar los problemas personales inmediatos y a minimizar o a mirar de lejos los que están referidos al conjunto de la sociedad.

Tenemos la convicción de que luchar por la edificación de una nueva democracia en el país supone plantearse su regeneración ética. Ahora bien, estamos persuadidos de que ese propósito se alcanzará en plazos diferentes cuando se definan bien los objetivos políticos de corto, mediano y largo plazo para el país y sean asumidos como propios por la mayoría de la sociedad. Es que no se trata de resolver un problema filosófico o religioso, tampoco de leyes aun cuando haya expresiones jurídicas que deban ser aplicadas en el proceso. A nuestro modo de ver las cosas, crear el sustrato ético de una democracia ejemplar en América Latina es, en el fondo, un problema político que debe ser atacado frontalmente porque como dicen los expertos la ética está relacionada con el estudio fundamentado de los valores morales que guían el comportamiento humano en la sociedad y regenerar, según lo pauta el diccionario de la lengua, es “dar nuevo ser a una cosa que degeneró, restableciéndola o mejorándola”.

Venezuela está viviendo la tercera de las prolongadas crisis históricas que han caracterizado las transiciones del siglo XVIII al XIX, del siglo XIX al XX y que sin duda marcará el paso del siglo XX al XXI. De la primera de esas crisis quedó un país liberado de las cadenas coloniales que nos impuso el imperio español. De la segunda surgió una nación integrada y pacificada. De la que estamos viviendo muchos venezolanos tenemos la patriótica ambición de que nos quede una democracia enraizada hondamente en nuestra sociedad, lo cual quiere decir expresada no solo en sus manifestaciones políticas sino convertida en parte fundamental del desenvolvimiento cotidiano de los hombres y mujeres que la integran.

Cuando expresamos de manera tan categórica esta aspiración no estamos, por supuesto, pensando en un arreglo menor de la casa de la democracia sino en un cambio que, por una parte, liquide el autoritarismo y sus posibilidades de reaparecimiento como opción política válida para Venezuela y, por la otra, que sea capaz de promover la reorganización política del país sobre bases nuevas, definir los nuevos fundamentos de la economía nacional, echar las bases para que la sociedad se desenvuelva conforme a un moderno sistema de valores culturales, educativos, científicos y tecnológicos y como telón de fondo que pueda llevar a cabo la regeneración ética del ejercicio de la función pública y del ejercicio de la actividad privada.

1.- La nueva ética es, en verdad, una nueva cultura en el ejercicio de la función pública.

Entre la cultura y la política existen relaciones estrechas y directas. En un sentido relativamente complejo puede entenderse a la cultura como un “conjunto de estructuras sociales, religiosas, etc. y de manifestaciones intelectuales, artísticas, etc. que caracterizan a una sociedad” (1). También como “la forma común y aprendida de la vida que comparten los miembros de una sociedad y que consta de la totalidad de los instrumentos sociales, actitudes, creencias, motivaciones y sistemas de valores que conoce el grupo”(2). Y como la política es la lucha por el poder y, en el decir de Georges Burdeau, es tanto la actividad que desarrollan los gobernantes como la que cumplen los grupos sociales con vistas a ocupar los cargos de dirección o de ejercer influencias en las decisiones de quienes dirigen, se forman relaciones entre el poder y la manera de ejercerlo, vale decir entre la política y la ética.

En Venezuela se echaron las bases de una práctica política democrática a partir del momento en que el ejercicio de la democracia liberal se convirtió en una necesidad ordinaria de los ciudadanos. Conviene distinguir, sin embargo, lo que llamamos una práctica política democrática de una práctica social democrática porque como lo señala acertadamente el ya citado historiador Germán Carrera Damas, “la sociedad venezolana (ha funcionado) políticamente de manera democrática, pero no socialmente de manera democrática. La capacidad de autocontrol de la sociedad que es un indudable signo de desarrollo y madurez democrática, en nuestro país es muy baja, todavía el recurso a la autoridad es excesivo” (3). Los habitantes del país aprendieron valores políticos democráticos cuando el voto para escoger a los responsables de los poderes públicos se hizo universal, cuando el ejercicio de las funciones públicas se hizo alternativo y por períodos limitados, cuando se empezó a convivir con poderes públicos separados y se adquirió el hábito de militar en partidos políticos, afiliarse a sindicatos y gremios así como pensar y expresarse con libertad y sin temor. Pero la práctica social de los venezolanos no fue y no es democrática por causa de acendrados hábitos de vida y formas de ser que nos envuelven a todos. Examinemos el asunto.

En las bases sociales de las prácticas políticas democráticas de los venezolanos subyacen raíces culturales muy profundas sobre las que no se ha puesto el empeño debido para su transformación. La cultura rentista, por ejemplo, nació prácticamente con el primer establecimiento de los colonizadores españoles en la parte del nuevo mundo que sería llamado después Venezuela, en Cubagua, al convertir la extracción de las perlas en la principal fuente de riqueza del pequeño enclave. Esta manera de entender la riqueza se morigeró cuando a cargo de grandes propietarios Venezuela se hizo primero cacaotera y después cafetalera, dos cultivos duraderos que exigían un gran esfuerzo al comienzo y que luego durante muchos años, en la oportunidad de las cosechas, garantizaban la renta de la que habló David Ricardo. Ahora bien, con el descubrimiento de los yacimientos petroleros y con el comienzo de su explotación comercial, la tendencia se exacerbó hasta los extremos que conocemos hoy, en buena medida por las deformaciones que provocó en el funcionamiento del Estado, único propietario de esta fuente de riqueza.

El Grupo Interdisciplinario de Estudio de Venezuela (GIEV) que hace quince años dio a conocer, en Mérida, con el título de “Venezuela: Renta Petrolera, Políticas Distribucionistas, Crisis y Posibles Salidas” un interesante trabajo sobre el tema que nos ocupa, llama al rentismo económico distribucionismo, y políticas distribucionistas a las orientaciones y decisiones gubernamentales contentivas de las líneas trazadas para el reparto de la renta petrolera entre los diversos sectores sociales del país y, en particular, entre aquellos que se tiene un interés político en favorecer. Al sistema económico construido sobre la generación de la renta y el predominio de los intereses privados lo llaman capitalismo rentístico y lo definen como un capitalismo “basado en la propiedad privada de los medios de producción, la iniciativa privada en la economía y regulado por el mercado, pero rentista, es decir que funciona debido a los ingresos que recibe desde el exterior no generados por su propia actividad productiva”. Complementando esta idea, el economista Orlando Ochoa dice que “el rentismo o conducta rentista es la orientación de agentes privados centrada en la búsqueda de privilegios y beneficios económicos, sin crear nuevo valor para la sociedad, a través de una relación directa y no transparente con los funcionarios encargados de las políticas gubernamentales” y citando un estudio de otros reputados economistas llama la atención sobre el hecho de que al lado de los negociados del rentismo la propensión a aumentar el gasto en naciones en desarrollo dotadas de valiosos recursos naturales como el petróleo es el incentivo político a usar los ingresos generados para tratar de influir en los resultados de las elecciones, o como un medio de conseguir apoyo popular en naciones donde prevalecen regímenes políticos no democráticos. A pesar de que en Venezuela todos los gobiernos del último siglo han sido practicantes y beneficiarios del rentismo, Jesús Mora Contreras, integrante del GIEV, en comentario escrito a fines de 2007 asienta que “el rentismo tiene carta de ciudadanía en Venezuela desde hace mucho tiempo y el rentismo petrolero criollo pronto cumplirá su primer siglo de existencia. Pero el gobierno de Chávez es el responsable de haber llevado el rentismo petrolero hasta su máxima expresión” (4). La gravedad del asunto es que al final de un largo proceso de comprensión del fenómeno hemos llegado a un punto en que por deformaciones políticas el país ha terminado siendo más rentista que nunca, más parasitario y más propiciador de las prácticas inmorales en el manejo del Estado.

En Venezuela, la cultura rentista se convirtió en la hermana siamesa de la cultura estatista que aquí tiene tres profundas raíces, una de orden histórico, otra de naturaleza ideológica y la tercera de origen económico. Pero comencemos por decir que denominamos cultura estatista a la creencia generalizada entre los habitantes del país de que el Estado es una suerte de Deus ex machina que lo puede todo y del que es posible esperarlo todo, y a la convicción igualmente generalizada de quienes lo dirigen de que es un ente superior que está por encima de todo y de todos. Contrariamente a lo que se enseña en las lecciones elementales de derecho público de las facultades de Ciencias Jurídicas y Políticas, en el sentido de que el Estado es la expresión jurídica organizada de la nación, el estatismo en los países rentistas ha conducido a la inversión total de este principio.

Como parte de la porción del globo terráqueo que es hoy la América hispana, el territorio y los pobladores que ahora llamamos Venezuela nació y formó parte, durante más de trescientos años, de un estado absolutista cuyo centro de gravedad político estaba a miles de kilómetros de distancia. De ese estado absolutista dependió la organización política, jurídica y administrativa del país, su poblamiento y la expresión racial que adquirió al final, la formación religiosa, el comercio y prácticamente todas las manifestaciones de la vida social. Lo más lejos del concepto de estado absoluto a que se pudo llegar en estas latitudes fue hacer que las leyes dictadas por el lejano centro se acataran pero no se cumplieran. Después de la independencia, el Estado arruinado que quedó y que solo ofrecía a los triunfadores de la guerra la posibilidad de apoderarse del poder para sobrevivir y enriquecer a quienes conseguían administrarlo, se convirtió durante más de un siglo en pasto de jefes militares que hicieron de la fuerza bruta la fuente de su beneficio personal y de la dinámica social del exangüe territorio. Y más adelante, cuando Venezuela entró al siglo XX, las ideas socialistas y socialdemócratas pusieron su grano de arena para reafirmar que el Estado era la herramienta idónea para asegurar el progreso del país. Entonces, al aparecer el petróleo el Estado se hizo rico, se convirtió en el Midas venezolano, el rey que convertía en oro todo cuanto tocaba. El problema principal del estatismo es que la sociedad termina siendo una criatura del Estado que la representa y la absorbe. El Estado termina siendo identificado con el gobierno y luego, por efectos del caudillismo personalista, la sociedad, el Estado y el gobierno terminan identificados con el presidente, el jefe de la fuerza armada, el secretario general del partido o con quien está a la cabeza del poder ejecutivo. Aparece entonces el centralismo como el elemento que completa la trinidad con el rentismo y el estatismo. Ahora bien, como el estatismo y el centralismo son, en definitiva, regulación extrema de la vida social, saturación burocrática de la organización de los poderes públicos y alcabalas atendidas por funcionarios mayores y menores, termina convertido en una tupida red de normas y directrices que se estorban, competencias que tropiezan entre sí y que dificultan el desenvolvimiento eficiente de los aparatos de estado y de las instancias administrativas. El Estado pasa a ser terreno abonado para la adulancia, el clientelismo y los favores, vale decir para la corrupción menor y mayor de los funcionarios la cual se alimenta con las excrecencias del rentismo.

Bajo estas condiciones, la nuez de la solución del problema está en redefinir las bases sobre las que debe levantarse la nueva ética de la función pública en Venezuela. Esto quiere decir, la concepción de una sociedad en la cual su organización institucional y su funcionamiento no sean el producto de la cultura centralista, estatista y rentista fluyendo espontáneamente y sin que nadie la controle. Trazarle un rumbo distinto a estas tendencias no es cosa sencilla y no se podrá lograr con solo enunciarlo y desearlo o creer que se puede conquistar en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de un cambio cultural para el que nuestra sociedad ya está ofreciendo posibilidades pero la suerte final dependerá de que exista la capacidad para definir objetivos compartidos por lo menos en los niveles de dirección de la colectividad. Ante los que se rinden extasiados cuando se pronuncia la palabra revolución conviene decir que estamos pensando y hablando de algo parecido. Se requerirá, por tanto, no solo de una gran lucidez intelectual sino de un sabio manejo de las variables que integrarán el proyecto. Y no estamos soñando con una sociedad de santos en donde el pecado no sea posible. Nos estamos colocando bajo la perspectiva práctica de modelar una realidad que sea atractiva y respetable para los componentes humanos diferentes y desiguales de la sociedad.

Para decirlo más directamente y sin darle más vueltas al asunto, una nueva y sólida ética en el ejercicio de la función pública tendrá que estar ligada, al final, con la capacidad de reemplazar la cultura rentista por una cultura productiva y que la sociedad sea la tributaria del Estado en lugar de ser este el patrón modelador de la sociedad. Frente a cualquier demostración de escepticismo ante lo que representa esta reflexión permítasenos recordar que la iniciativa tomada en 1989 por el liderazgo político nacional de dar inicio al proceso de descentralización política y administrativa del país y después de un cuarto de siglo de experiencia, con todas sus limitaciones, prueba las posibilidades de cambios profundos cuando hay comprensión de los problemas sociales y voluntad para resolverlos.

2.- La nueva ética es también una nueva cultura política.

Estamos obligados a preguntarnos si es posible la regeneración ética del ejercicio de la función pública en Venezuela a partir de los conceptos y prácticas políticas que, en conjunto, formaron la cultura política tradicional en el país, por lo menos desde el momento en que la democracia liberal se convirtió en la forma de vida pública dominante de los venezolanos. Nos sentimos obligados a decir que no, categóricamente. Estamos persuadidos de que en el país se ha producido una divisoria de aguas entre lo que bien podemos denominar la vieja cultura política democrática y una nueva de la cual solo tenemos todavía componentes dispersos que pugnan por definir los valores en que se apoyará. Entendemos por cultura política una noción compleja que encierra definiciones teóricas y resultados de realidades empíricas, que abarca la práctica de los asuntos políticos tanto como la información y dominio de los negocios públicos y que, en conjunto, debe permitir al ciudadano y a la colectividad formarse un criterio propio y autónomo sobre los asuntos políticos tanto como la convicción de participar en ellos.

La formación de los partidos políticos modernos en Venezuela, el nacimiento de las organizaciones sindicales y gremiales, los progresos de la educación y la reducción del analfabetismo a pequeñas proporciones de la población junto con la activa participación de los intelectuales en la política, conjunto de hechos ocurridos sobre todo al madurar las condiciones que pusieron término a la larga dictadura de Juan Vicente Gómez, revelaron un cambio de la cultura política nacional favorable al establecimiento y consolidación de la democracia en el país. Al cabo de tres cuartos de siglo de haber ocurrido lo fundamental de estos hechos se han presentado las señales del trabajo de parto que, en medio del ciclo de autoritarismo que vivimos, anuncian la necesidad, todavía no plenamente asumida, de una nueva cultura política democrática que estamos obligados a levantar.

Nuestra convicción es que la vieja cultura política democrática hoy en declive se articuló en el seno de partidos concebidos alrededor de precisas definiciones ideológicas, programáticas y organizativas. Por causa de viciadas prácticas partidistas internas, del desgaste administrativo derivado del ejercicio del poder y por los efectos de las contradicciones que fueron apareciendo frente a las nuevas exigencias de la realidad que la propia democracia promovió, esas bases se fueron debilitando y relajando hasta entrar en el tremedal de las distorsiones de valores y de las perversiones.

A falta del anclaje ideológico y programático que en sus comienzos fue el punto de atracción de los partidos modernos, estos no encontraron otra forma de mantener e incrementar sus adherentes que apoyarse en el rentismo y el estatismo para promover y crear una frondosa clientela burocrática que igual sirvió para las grandes logros electorales de los partidos en la democracia como hoy para mantener la base de apoyo popular del autoritarismo. A partir de allí comenzó a tejerse una cadena interminable de pequeños y grandes vicios reblandecedores de la ética partidista y social. La costumbre de obtener y dispensar favores partidistas y personales, el uso sin límites de los recursos públicos para hacerle campaña a los partidos o promover ambiciones personales, las solidaridades automáticas o el silencio cómplice ante flagrantes irregularidades administrativas de amigos y compañeros, el peculado de uso por parte de altos y bajos funcionarios hasta caer bajo el dominio de los que acumulan capital a la sombra del estado sin reparos morales y, en el colmo de la desmoralización, rendirse ante los halagos del narcotráfico, son algunos de los eslabones de esta pesada herencia.

Los partidos políticos que constituyen el canal más apropiado de intermediación para que la sociedad participe en la vida política tienen que reinventarse. Las ideas y las ideologías políticas no han desaparecido. Es falso que sean cosa del pasado. Simplemente tienen que acoplarse al tiempo de los ciudadanos, a la época de hombres y mujeres mejor informados, más dueños de su propio criterio, más cultos políticamente y más celosos de su autonomía. Nuestra percepción es que tendrán que convertir los viejos y gigantescos aparatos organizativos que estorbaban y desconocían la soberanía de la sociedad civil en instancias organizativas más ágiles pero cualitativamente superiores, más creativos y que reconozcan a la ciudadanía el derecho de mirar adentro de ellos y opinar sobre sus determinaciones.

Devolverle la respetabilidad a la política y a los políticos es una condición de obligatorio cumplimiento en la edificación de una nueva democracia. No hay otro camino para lograrlo distinto de los más elevados fundamentos éticos de la acción política. La más sólida y exigente formación intelectual del liderazgo es el ambiente adecuado para lograrlo, lo que no significa convertir a los líderes políticos en intelectuales. Lo demás es colocar, alrededor de los políticos y de las instituciones, barreras que minimicen los peligros y tentaciones de nuevos desvíos. El financiamiento por parte del estado de la acción de los partidos es uno de ellos, obviamente dentro de condiciones razonables como, por ejemplo, que demuestren tener un nivel de aceptación por parte de la comunidad. Educarse y formarse frente al populismo, esa perversa manera de estafar la credibilidad pública y de traficar con las necesidades de los menos favorecidos socialmente, es otra. Pero al final, la transparencia de las actuaciones públicas y privadas del liderazgo completa la trilogía precautelativa.

Del mismo modo que el avance que representó el inicio de la descentralización tuvo una rueda frenada en el alto centralismo de los partidos políticos, la regeneración ética del ejercicio de la función pública puede conseguir una piedra en el camino si los partidos políticos no se convierten en el ejemplo a seguir por la sociedad en el manejo de la cosa pública. De todas formas, algunas expresiones jurídicas tendrán que adoptarse para preservar las propuestas de las que hablamos. Habrá que ser intransigentes con la corrupción, será necesario ponderar correctamente los requisitos y condiciones para ser funcionario público y para comportarse como un servidor de la colectividad de tal forma que deje de ser una suerte de castigo para cualquier ciudadano tener que tramitar asuntos personales por ante una oficina pública. Hay que establecer normas relativas a la obligación de rendir cuentas; publicar las declaraciones de bienes antes y después del ejercicio de funciones públicas; limitar el secretismo en los asuntos que conciernen a todos, así como ser muy severos contra las prácticas que han propiciado la expansión del nepotismo.

La corrupción no es solamente robar dineros públicos. Esta es su forma más grosera y censurable. No obstante, hay comportamientos en el manejo de los asuntos internos de los partidos y en la administración de los bienes del Estado tanto o más censurables que el robo al tesoro nacional. Como a nadie se obliga a ser diputado en el Parlamento, Presidente de la República, Gobernador de un estado o Alcalde de un municipio, concejal o Secretario General del partido, quienes se promuevan y busquen estos cargos deben aceptar el rigor y la incomodidad de estas leyes así como la vigilancia cercana de la sociedad.

La cuestión de fondo es rectificar el camino equivocado y establecer las condiciones para que con base en intransigencia con el vicio sea muy difícil volver a corromperse. El escritor español Javier Cercas, a propósito del sacudón que los hechos de corrupción ha producido en su patria, ha dicho que “el momento en que empiezas a justificar los errores y abusos de los tuyos porque son los tuyos (o porque parece o dicen que lo son), empiezas a corromperte; es decir empiezas a perder la razón”. Y continúa, “Esto no lo escribió George Orwell, pero pudo hacerlo, porque nadie como él nos enseñó que la izquierda empezó a corromperse y a perder la batalla cuando empezó a justificar los errores y abusos de los suyos. Nunca más: un error o un abuso son un abuso y un error lo cometa quien lo cometa, y casi estamos más obligados a denunciar los de los nuestros que los de los demás… para no corrompernos, para no perder la razón, para no perder la decencia” (5).

3.- La nueva ética debe descansar en una práctica social democrática.

La corrupción, en general, es una forma de violencia contra la sociedad. El que privatiza ilegalmente bienes públicos para beneficio personal abusando de sus posiciones en los aparatos de Estado le causa un daño, la mayor parte de las veces irreparable, a la colectividad de la que dice formar parte. Y el que por la fuerza o mediante el engaño tima a otro particular violenta sus derechos a la paz y a la propiedad, que es otra forma de agredir a la sociedad. Pero, a su vez, la violencia es una agresión contra las formas de organización que la sociedad se ha dado y, en particular, contra las instituciones políticas y jurídicas que ha logrado establecer.

Independientemente de las teorías que se han formulado para explicar el o los orígenes del poder, del Estado y de la violencia, lo cierto es que los hombres creyeron prevenir las consecuencias de los males de que hablamos entregándole al Estado el monopolio de la violencia, hasta que comprendieron que a partir de esta decisión tomaba cuerpo otra lucha para protegerse del Estado. En efecto, el ejercicio personal y tiránico del poder, que fue así como comenzaron las cosas, y el uso de las armas puestas al servicio del poder obligaron a la sociedad a buscar y encontrar fórmulas capaces de limitar la acción violenta del Estado sobre los ciudadanos. Esta es la larga lucha que se escenificó desde los tiempos del poder absoluto hasta la conquista de la democracia. Ahora bien, el sustrato que le sirve de asiento al Estado, a la acción política de los seres humanos y al poder es la propia sociedad y en el seno de esta se produce y reproduce, a diario, un cúmulo de relaciones entre sus componentes que termina condicionando la conducta del hombre en su vida privada y en su actividad pública.

El funcionario público que se corrompe, que no es capaz de vencer las tentaciones de disponer del poder sin límites, de manejar con un alto grado de autonomía los bienes públicos que administra porque se ampara en la falta de compulsión ética para rendir cuenta pormenorizada de lo que hace o deshace con los intereses de la sociedad, tiene que haber sido tocado por una forma de ser, por usos y costumbres y por una educación informal derivada del medio social en el que se desenvuelve en la que los antivalores han derrotado a los valores o en el que los valores no han sabido mostrarse.

En uno de los densos y bien pensados editoriales escritos por Laureano Márquez para el diario Tal Cual que tituló “Los guardianes de la esperanza”, decía, “en el aeropuerto, en uno de esos días en los que el abuso te rebasa, en los que te apetece abandonar tus convicciones y lanzarte al estercolero nacional de la viveza, al estilo de las colitas de Pdvsa tan cuestionadas en otros tiempos; cuando los que saben moverse como pez carroñero en el agua turbia se te colean sin pudor alguno y toman el vuelo en el que tú tendrías que estar, las colas se convierten en terapia colectiva donde se organiza la resistencia de la honestidad”… y allí hablamos, entre otras cosas, “de que es muy complicado adecentar al país, porque ya es demasiada la gente que vive de la indecencia y que perdería su chamba de dinero fácil y no trabajado a la que se ha venido acostumbrando durante todo este tiempo, nos reconfortamos en hacer lo correcto, pero con la inevitable sensación de sentirnos profundamente pendejos, al ver al vivo exitoso y triunfante y en algunos casos, incluso, haciendo mofa de tu compromiso con lo que es justo y bueno” (6). Estupenda la descripción del fenómeno, tan solo repararíamos que ese es el barro que subyace en nuestra existencia como pueblo que se exacerba en tiempos como estos.

Y esto lo que quiere decir es que, para regenerar la ética en el ejercicio de la función pública en Venezuela, será necesario tomar serias medidas políticas y jurídicas capaces de enderezar conductas que se tuercen con facilidad pero que en el largo plazo ellas no serán suficientes si no somos capaces de producir cambios en la cultura cívica de los venezolanos. Dicho de otra manera, que la democracia tiene que llegar a ser una práctica social fluida por parte de todos los que vivimos en este país. Que si nos empeñamos y logramos divulgar, respetar y practicar el valor del trabajo como fuente de nuestra supervivencia cotidiana, el valor de la honestidad y de la solidaridad; el valor de la dignidad de los seres humanos, y la importancia del respeto a las leyes y costumbres sanamente establecidas, no tendremos necesidad de apelar a la autoridad o de requerir la presencia de un policía para evitar lo que Laureano Márquez describió.

Las democracias republicanas son los sistemas políticos más desarrollados que existen y también los más complejos. Hay otros tipos de democracia liberal como las monarquías constitucionales pero que no llegan a alcanzar el grado de perfección de las republicanas. En los países en donde funciona plenamente este tipo de democracia es porque la sociedad que le sirve de asiento hace que funcionen a cabalidad los dos aspectos que caracterizan a este sistema político, el formal y el material. El carácter formal se refiere a las manifestaciones externas de la democracia, vale decir las que están referidas a su legitimidad de origen; al ejercicio de la soberanía popular mediante el voto prístinamente garantizado en su emisión y en su escrutinio; a la división de poderes y la plena autonomía en el ejercicio y funcionamiento de los poderes públicos; el reconocimiento y respeto a las libertades, a los derechos humanos, etc. Y el carácter material se expresa en la interiorización que cada ciudadano hace de la democracia, convirtiéndola en parte integrante de sí mismo, por lo que su respeto por parte de los integrantes de la sociedad no depende de la coacción que el Estado y las leyes ejerzan sobre cada uno de nosotros sino del compromiso que cada quien adquiere con su propia consciencia.

Los venezolanos nos hemos acercado al ejercicio de los aspectos formales de la democracia para cuya operatividad existe una estructura estadal y para el que la acción de las organizaciones partidistas nos ha preparado. Para muchos compatriotas, ser demócratas y vivir en democracia es acudir a votar en los procesos electorales, participar periódicamente en la integración de los poderes públicos, militar en un partido político y formar parte de un sindicato u otro gremio, organizarse en instituciones de interés profesional común y sentir que se tiene el derecho de hablar, de moverse y de criticar sin limitaciones. No forma parte de nuestro real interés tener pruebas de que la división de los poderes públicos es algo efectivo en la práctica. Mucho menos hemos llegado a convertir en parte integrante de nuestro ser cultural y biológico el catecismo de la democracia que debe ser cumplido sin apelar a la autoridad. Y es este catecismo el que debe ser aprendido y memorizado hasta convertirse en actos reflejos de cada uno de nosotros como respetar las reglas de la convivencia civilizada así como a todas las demás personas al margen de su condición económica o social. Cuando la democracia sea entre nosotros, además de una constitución respetada y de unos poderes públicos que funcionen con eficiencia al servicio de toda la colectividad, una práctica social espontánea en donde se vea muy mal y sea sancionado no tanto por las leyes sino moralmente toda actitud de viveza, de guapetonería o de abuso de las posiciones sociales y políticas que se tengan, entonces será raro robar lo que es público y corromperse con la facilidad con que hoy ocurre.

4.- Algunas puntualizaciones pertinentes.

La política es una actividad pública y su ejercicio debe someterse a las reglas de la moral pública, pero como los hombres y mujeres públicos no tienen vida privada, en el sentido de no poder tener un comportamiento en su vida privada que esté sometido a reglas distintas de las de la moral pública, para quienes se dedican al ejercicio de la política el ámbito privado de su vida en sociedad tiene que estar abierto al escrutinio público. Lo cual quiere decir, a propósito del tema que estamos abordando, que aun cuando se admita una distinción entre la ética pública y la ética privada, la ética privada de los líderes sociales no puede sustraerse, bajo subterfugios legales o conceptuales, a las reglas válidas para la ética pública.

Aún que lo parezca, la ética pública no es igual para los funcionarios del estado según que ejerzan sus misiones en una democracia o en una dictadura. En una democracia, los hechos de corrupción se pueden poner en evidencia gracias a la vigilancia de la oposición y a su acción en los parlamentos; al trabajo de los medios de comunicación; a la existencia de un Poder Judicial autónomo, etc. En cambio, en las dictaduras y en los regímenes autoritarios en general, la corrupción es un secreto de estado. Para que la corrupción y los corruptos puedan ser señalados y eventualmente enjuiciados y castigados es preciso que la dictadura desaparezca. Fue necesario el derrumbe de la Unión Soviética para descubrir que entre los más grandes propietarios de riqueza del mundo se encontraban cerca de sesenta rusos. Seguramente tendrá que esperarse la reaparición de las condiciones para el ejercicio de la democracia en Cuba para abrir a la luz del día el entramado de corrupción que se oculta tras la severidad de un estado policial así como de la dependencia y control de la actividad económica por parte de las fuerzas armadas cubanas. La experiencia rusa se ha repetido en todos los países que han pasado por dictaduras de derecha o de izquierda. De todas maneras, hay que tener presente, además, que puede hablarse de otros diferentes tipos de corrupción. Pero no hay que olvidar jamás que mientras los regímenes dictatoriales constituyen en sí mismos un caldo de cultivo para que prospere la corrupción, esta logra sobrevivir bajo la forma de bacterias resistentes a la acción protectora del sistema inmunológico de las democracias, de tal modo que dadas ciertas condiciones ellas se activan y comienzan a colonizar hasta destruir el cuerpo todo de la democracia.

Es posible distinguir, por ejemplo, entre lo que podríamos llamar corrupción estructural o sistémica y la corrupción coyuntural. Si por estructura entendemos los conjuntos consolidados y estables, la corrupción estructural expresa aquellas formas de comportarse los agentes sociales en el manejo de los asuntos públicos que no solo son duros y resistentes a las acciones políticas y legales adoptadas para corregirla sino que se comportan, en el tiempo, como parte de una cultura o subcultura que acepta la corrupción como parte integrante del comportamiento social normal por fundarse en antecedentes históricos remotos o recientes que pretenden de muchas maneras su legitimidad. Presentemos dos arquetipos. Hace algo más de un siglo que en Venezuela se estableció el ejército como institución del Estado a la que se le atribuyó el control y manejo de las armas de la República, convirtiéndose entonces en el instrumento para el ejercicio del monopolio de la violencia cuando esta fuese requerida por el interés social. El ejército se convirtió pues en la herramienta principal del poder en el país, circunstancia que ya de por sí ofrece la posibilidad de reclamar “derechos” no escritos e incurrir en excesos. Al lado de esto, la institución heredó la tradición creada por los panegiristas de ser, además de los guardianes de la soberanía nacional, los titulares exclusivos de la conquista de la independencia y, en virtud de tal circunstancia, merecedores del agradecimiento y recompensa eternos de la sociedad. Esta gratificación se expresó al principio por propia determinación de El Libertador en los llamados haberes militares, vale decir la concesión a los integrantes del ejército patriota de derechos sobre parte del territorio de la República en pago de sus sacrificios y entrega. De esta suerte nació la costumbre para los militares de hacer de su bienestar económico y financiero un fuero especial a la sombra del Estado que ha sido fuente de enriquecimientos de difícil justificación para muchos de los altos oficiales que lo han recibido. Y en tiempos relativamente recientes, el nacimiento de los partidos políticos modernos los convirtió en promotores y forjadores de la democracia en Venezuela. Ese trascendental logro permitió también el nacimiento de otro derecho no escrito en virtud del cual el costo de la democracia debería serle reconocido y abonado a las organizaciones partidistas no solo mediante la potestad de dirigir al Estado cuando la voluntad popular así lo determinara sino el disfrute de ciertas liberalidades y privilegios que han ido rodando hasta el reblandecimiento de los principios básicos de la moral en el ejercicio de las funciones administrativas de los haberes nacionales. Para los partidos, el ejercicio del poder se ha convertido en la prueba de fuego de la respetabilidad y apoyo que los autoriza a solicitar periódicamente el aval de la colectividad para gobernar. Se han dado casos de enriquecimientos y privilegios de líderes políticos y altos funcionarios que no pueden ser explicados como contraprestación del exclusivo y honesto desempeño de funciones públicas.

Y aquí se toca un tema sobre el que es necesario estar advertido y tener plena consciencia. Es verdad que la ética individual forma una suerte de dique protector moral cuando las personas son llamadas al ejercicio de funciones públicas pero el problema es que la corrupción tiene más que ver con las reglas de funcionamiento de la política que con la ética individual. Salvo en el extremo de una candidez más bien patológica, a nadie se le ocurriría confiar un destino público a quien tiene fama de ser un pillo, un pícaro ladronzuelo en su vida privada, pero hasta los más puros pueden corromperse si el ambiente en el que van a desempeñar sus tareas públicas está contaminado. Hace unos cuantos años un destacado líder político escandalizó a los lectores del periódico al que acostumbraba declarar cada fin de semana cuando sostuvo que “en Venezuela no hay razones para no robar”.

La corrupción coyuntural que, a tenor de la propia definición de coyuntura que ofrece el diccionario de la lengua española, es, en cambio, el aprovechamiento indebido permitido por la “combinación de factores y circunstancias que se presentan en un momento determinado” a favor de quienes están en posiciones públicas y las ejercen sin muchos miramientos ni respeto por la honradez administrativa. Y puede hablarse así mismo tanto de la corrupción personal o individual, cuando se trata del hecho de un funcionario deshonesto que más que de las fallas del sistema se aprovecha de sus inexistentes escrúpulos para sacar provecho en exclusividad del patrimonio colectivo puesto a su cuidado; como de la corrupción institucional cuando el vicio y las malas prácticas contaminan al cuerpo de un servicio supuestamente creado para atender a la colectividad. En Venezuela, las instituciones que tienen que ver con la seguridad de la ciudadanía, desde los tribunales hasta los organismos armados de supuesta protección social (policías, vigilantes de tránsito, guardia nacional) han hecho del llamado “impulso procesal” y del “cuánto hay para eso”, bajo amenaza de retardo judicial, incomodidades, expedientes, etc., una trama sórdida frente a la cual el ciudadano queda despojado de toda protección. Y dentro del dominio de la corrupción institucional es obligante insistir, desde otro plano, en la situación de los partidos políticos, teniendo presente, como lo recuerda Fernando Mires haciendo referencia a Maquiavelo y a Guicciardini, que la corrupción se exacerba cuando los órdenes políticos degeneran, cuando los representantes se desligan de las comunidades a las cuales pertenecen y renuncian a las virtudes ciudadanas.

Como en el funcionamiento de las democracias el papel de las organizaciones políticas ocupa un lugar destacado es necesario extremar la atención sobre las fuentes de su financiación. Los partidos políticos que han tenido trascendencia en la vida de las colectividades democráticas son los que han podido presentar una fachada que no se presta a confusión, vale decir, en el lenguaje cartesiano una ideología “clara y distinta”; o como se dice en la jerga de la política, una doctrina; un programa de gobierno; una estructura organizativa eficaz y eficiente, y un liderazgo reconocido socialmente por sus ideas, su discurso y sus luchas. Pero, como la luna, todos los partidos tienen una cara oculta. Está referida al origen de los fondos que les permiten operar. Del modestísimo y romántico financiamiento de los comienzos, dependiente en exclusividad de las contribuciones de los militantes y los simpatizantes, en la medida en que la participación política exitosa hizo crecer a los partidos hasta ocupar posiciones de representación popular en las estructuras del poder público o en las organizaciones de masas, las exigencias financieras se convirtieron en una tarea compleja que ya no podían cumplir los antiguos secretarios de finanzas. Se pasó entonces de las cuotas mensuales voluntarias de los militantes y de las contribuciones especiales de los amigos, a los porcentajes de descuento del sueldo de los funcionarios elegidos o postulados por el partido y más tarde al financiamiento estatal como contribución al sano funcionamiento de los partidos y de la democracia.

Cuando las campañas electorales se hicieron costosas y los partidos debieron proveerse de una infraestructura adecuada, así como de una burocracia propia creciente, para el manejo de las finanzas apareció el Tesorero o el Gerente del partido que ya no era elegido por la militancia sino designado por los jefes de la organización y pasaba a desempeñar sus funciones en la trastienda si no en la oscuridad del aparato partidista. Con estas prácticas financieras se entró a los dominios de la opacidad en la financiación de los partidos que es tanto como decir el tiempo de los dueños de los medios de comunicación que cambiaban espacios publicitarios y respaldo por la designación de diputados que representaran sus intereses; de grandes empresarios que a cambio de su “ayuda” obtenían garantías en la definición de las políticas económicas; de contratistas con el sector público que consentían el pago de comisiones personales para los funcionarios o para el partido, y, tal vez el extremo más peligroso, el asedio de los dineros fáciles y abundantes del narcotráfico.

Cuando llegamos a este punto es preciso saber que la corrupción es un hecho determinante cuando se hace necesario subrayar las condiciones de funcionamiento de los regímenes políticos. Puede decirse, por ejemplo, que el sistema político, por más formalmente democrático que sea reconocido, está gangrenado por la corrupción cuando es visto con normalidad que los funcionarios de los despachos oficiales que tienen a su cargo el manejo de la economía del Estado son reclutados entre empresarios aparentemente ajenos a la acción política bajo falsos argumentos de vasta experiencia en los negocios o profundo dominio técnico en la administración, o cuando importantes líderes políticos pasan, sin solución de continuidad, de la administración pública o de la lucha social a ocupar rangos importantes en el mundo de los negocios. De pronunciarse esta tendencia puede llegarse a afirmar que estamos en el borde del precipicio en el que la corrupción se convierte en el sistema político en el cual gobiernan quienes no tienen necesidad de presentarse a elecciones.

Algunas de las experiencias de la América Latina en este dominio son francamente deplorables. No hace mucho tiempo Colombia tuvo entre sus diputados a la Cámara de Representantes al más señalado de los capos del narcotráfico de ese país y a su cuenta corre el asesinato de un candidato presidencial que en su oferta electoral apostaba por limpiar de tan abyecta mácula a la política colombiana. La elección de un Presidente de Colombia fue señalada por la sospecha de estar vinculado el financiamiento de su campaña por los capitales de la droga, acusación por la cual un exministro suyo encargado de la tesorería durante las elecciones debió pagar con presidio su irresponsabilidad. Y el principal brazo del movimiento guerrillero del hermano país parece deber buena parte de su longevidad política a los nexos con el negocio ilegal de las drogas. En México, cuya vecindad con los Estados Unidos lo ha convertido en base de operaciones de los carteles de la droga, ya es pública la vinculación de gobernadores de estado, de alcaldes y de la policía con el narcotráfico. Y sobre Venezuela, por la ubicación geográfica que ha hecho de su territorio un pivote del tráfico de estupefacientes de los centros productores hacia el norte y hacia Europa, los servicios antidrogas internacionales han denunciado un cartel de los soles que vincularía a altos oficiales de las fuerzas armadas con el criminal negocio, aparte de una aparentemente todavía incipiente red de organizaciones criminales que se ocupan del tráfico y distribución de la droga.

Se impone, por lo tanto, como una necesidad de inaplazable atención la más grande severidad en el control de las finanzas de los partidos que obligue a una rendición pública de cuentas de su administración. Una ley de financiación de las organizaciones partidistas debería obligar a que sus presupuestos de ingresos y de gastos sean instrumentos públicos y a que se regule la trama de las contribuciones anónimas. Es probable que se imponga la necesidad de desarrollar en textos legales algunas de las previsiones constitucionales sobre la materia, pero lo más importante, además de mejorar la educación ética de la sociedad, de las fuerzas armadas, de los cuerpos policiales y del liderazgo político, es garantizar que no habrá impunidad para los hechos de corrupción comprobados. Lograr este objetivo dependerá de que nuestra sociedad, el estado y el liderazgo nacional sean capaces de instituir un verdadero sistema de administración de justicia autónomo, dotado de recursos suficientes e integrado por hombres y mujeres probos y capacitados que entiendan y practiquen con honor la gran responsabilidad que la nación ha puesto en sus manos.

Epílogo.

Los escándalos provocados por las evidencias sobre corrupción, puestas al descubierto en los últimos tiempos y en los que habrían incurrido altos funcionarios públicos y empresarios, han ocasionado una onda sísmica que sacude los basamentos de muchos de los sistemas políticos que existen en el mundo. No es que ahora cuando se habla de corrupción en el manejo de los estados estemos descubriendo un hecho inédito. La corrupción, como fenómeno general que quebranta el desempeño normal de la función pública conforme a la ley y a los principios, es tan vieja como el Estado. Lo que llama en este tiempo la atención es que su manifestación no distingue entre grados de desarrollo de los países ni entre diferencias de los sistemas políticos sino la honda reacción social que ha producido en todas partes junto con la circunstancia de que la inculpación moral y legal no recae, como antes, en figuras de segundo plano, distantes y desconocidas.

En el año 2014 Europa ha sido sacudida por la corrupción. Hemos visto en Italia la caída y enjuiciamiento del primer ministro conservador Silvio Berlusconi. En Portugal ha sido detenido el ex primer ministro socialista José Sócrates acusado de graves irregularidades durante su gestión que se extenderían hasta algunos de los acuerdos que suscribió con el fenecido presidente Hugo Chávez. El sistema político español sufre las consecuencias de una ya prolongada crisis económica complicada por el brote nacionalista en Cataluña, la fatiga social frente a la pertinencia de los partidos políticos que han gobernado el país desde 1978 y los hechos de corrupción que han tocado tan elevadas esferas como el alto gobierno, las direcciones nacionales de los partidos y hasta destacados integrantes de la familia real. La parte de Europa que se resarce del antiguo dominio soviético no ha podido evitar los efectos del capitalismo salvaje sumamente corrompido que brotó como hongos en Rusia y que ha llevado a estados como la postergada Rumanía a condenar por actos de corrupción, en 2014, a más de mil altos funcionarios, incluidos un ex primer ministro, dos exministros, cinco parlamentarios y un hermano del presidente de ese país.

En la República de China que combina con éxito hasta ahora un régimen político comunista con una economía capitalista ha sido detenido nada más y nada menos que el antiguo jefe de la seguridad interior, miembro del politburó desde 2007 y uno de los políticos más poderosos de la nación en la última década. Ha sido acusado de aceptar sobornos, filtrar secretos de estado y abusar del poder para ayudar a familiares y amantes.

En la América Latina, el Vice-Presidente de Argentina está enjuiciado por graves acusaciones de manejos irregulares en su cargo; un expresidente de Guatemala ha sido condenado a prisión por habérsele comprobado actos de corrupción; en México el Alcalde de Iguala (estado de Guerrero), miembro del izquierdista PRD está señalado por sus vinculaciones con el narcotráfico y la responsabilidad en el asesinato de 43 estudiantes normalistas y en medio del estremecimiento nacional por estos crímenes la esposa del presidente de la República y el propio primer mandatario han sido denunciados por la adquisición de una lujosa residencia, hecho vinculado al otorgamiento de un contrato para la construcción de un tren de alta velocidad en el país. Y en el gigante sudamericano, Brasil, acaba de estallar el escándalo de la corrupción en Petrobras, la mayor empresa pública de Latinoamérica. El asunto sacude al país porque están señalados como responsables de contratos millonarios amañados, obras de construcción de refinerías sobrefacturados, cuentas bancarias repentinamente vaciadas para no ser embargadas, maletines de billetes que vienen y van, aviones privados llevando para acá y para allá sumas escandalosas de dinero, un tesorero del gobernante Partido de los Trabajadores (PT), varios de los mayores empresarios del país y un número importante de diputados y senadores.

En Venezuela no es posible citar un caso arquetípico denunciado y condenado de corrupción que pueda ser señalado como el testimonio de la preocupación del Estado o de la sociedad enfrentados a semejante desviación de lo que debería ser la recta conducta de los ciudadanos y de los administradores del tesoro nacional. Pero desde que el petróleo se convirtió en el alfa y omega de la economía nacional cualquiera puede sentir sin dificultad que el país chapotea en medio de negociados sospechosos. La combinación de los más altos precios del hidrocarburo en toda nuestra historia y durante el más prolongado período de tiempo con el ejercicio de un sistema político autoritario, el quebrantamiento casi total de la división de los poderes públicos, en particular la partidización del poder judicial junto con la exacerbación del centralismo, del estatismo y del rentismo hasta extremos jamás imaginados en el país, conforman las condiciones para el desarrollo de un estado y una sociedad más corrompidos que nunca. Recordemos en este momento los señalamientos de un exministro en retirada por haberle cambiado la ruleta de la suerte en el gobierno de que era necesario investigar la existencia de empresas fantasmas beneficiadas con el otorgamiento de alrededor de 20.000 millones de dólares por el estado; o las evidencias de sobrefacturación de las cuantiosas importaciones trianguladas; la putrefacción de alimentos importados por no ser retirados oportunamente de los puertos nacionales; los maletines de dólares enviados a los aliados políticos del continente; el denunciado cartel de los soles vinculados al narcotráfico, y el aparecimiento en el país de nuevos sectores sociales enriquecidos súbitamente gracias a haberse sabido colocar a la sombra de importantes funcionarios públicos.

“Por extravagante o sorprendente que pueda parecer a algunos la afirmación que vamos a hacer de seguidas, el problema central de Venezuela en el comienzo del siglo XXI no es salir del (presidente de la República), de su gobierno y de su régimen a como dé lugar. Es posible que esa sea la necesidad política más sentida por un amplio espectro de la población del país y de seguro que, después de diez y seis años de un ejercicio del poder áspero y convulsivo, un desenlace de la situación política nacional de esa naturaleza traería, en el corto plazo, el apaciguamiento de los espíritus de una buena parte de los venezolanos. A estas alturas del juego, sin embargo, el país político y el país nacional deberían poder establecer conclusiones acerca de las consecuencias de las empeñosas intentonas de sacar al (presidente) del poder a como diera lugar, sin tener a la mano ni una evaluación objetiva de lo que había pasado en el país antes del advenimiento del (actual régimen), ni un proyecto nacional alternativo sometido al escrutinio de la colectividad y aprobado por esta. Estamos íntimamente persuadidos de que de haberse dado la eventualidad de la salida del presidente (…) de su cargo bajo las condiciones en que esta se planteó, más aún, de darse todavía en el mismo contexto, pasados los efectos de las celebraciones o de los funerales según como se mire la cuestión, nos encontraríamos poco más o menos en la misma situación de la víspera. Y eso sería así por dos razones principales. Las primera, porque la hondura de la crisis que afecta el funcionamiento normal de nuestra sociedad no ha sido comprendida por la mayoría de los venezolanos ni asumida en todas sus consecuencias por el liderazgo nacional. La segunda, porque las fuerzas componentes del entramado institucional del país en todos los órdenes (social, político, económico, cultural, espiritual) se encuentran desprovistas de la carta de navegación indispensable para la reconstrucción, sobre bases diferentes, del viejo estado. Es que la urgencia política principal de Venezuela en estos tiempos, admitámoslo de una buena vez, está representada por la necesidad de realizar un gigantesco esfuerzo intelectual consistente en revisar críticamente la historia del país, particularmente la de la segunda mitad del siglo XX; diagnosticar objetivamente el cuadro actual que presenta Venezuela, y, finalmente, repensar su funcionamiento institucional futuro de conformidad a un proyecto razonable y consensualmente convenido” (7).

_____________________________________________________________________________

Notas

(1) Georges Foster. Las culturas tradicionales y los cambios técnicos. México: FCE, 1964.

(2) Alberto Escobar et al. “Cultura, Sociedad y Lengua”, en: América Indígena, Vol. 37. México: Instituto Indígena Interamericano, diciembre, 1977, pp. 47-64.

(3) Germán Carrera Damas en: Venezuela. Siglo XX. Visiones y testimonios. Caracas: Fundación Polar, Volumen 1, p. 465.

(4) Todas estas referencias sobre el rentismo fueron tomadas de José Mendoza Angulo en: Chávez el Supremo (PDF). Mérida: 2009, http://www.saber.ula.ve/bitdtream/123456789/28527/1/chavez_supremo.

(5) Javier Cercas. “El momento en que empiezas a corromperte”, en: El País. España: 12/10/2014.

(6) Laureano Márquez. “Los guardianes de la esperanza”, en: Tal Cual. Caracas: 07/11/2014, pp. 1 y 2.

(7) José Mendoza Angulo. Venezuela 2006: la encrucijada. Mérida: Universidad de Los Andes, Vice Rectorado Académico, 2006, pp. 95 y 96.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!